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Se acercó a los marines.

– ¿Ambos estaban de guardia durante el turno de noche del quince de julio?

– Señor, sí, señor.

– ¿Ambos ordenaron que se detuvieran todos los coches y solicitaron a cada conductor su identificación?

– ¡Detuvimos a todos los vehículos que entraron en la base, señor!

– ¿Pidieron la identificación pertinente a los pasajeros?

– ¡Todos los visitantes de la base deben mostrar su identificación, señor!

Quincy miró a Rainie, pero ella no se atrevió a encontrarse con su mirada, por miedo a echarse a reír, llorar o ambas cosas a la vez. La mañana ya había sido bastante surrealista y ahora tenía la impresión de estar interrogando a dos focas adiestradas.

– ¿Qué tipo de vehículos entraron aquella noche? -preguntó Quincy.

Por primera vez, no recibió una respuesta inmediata. Ambos reclutas seguían mirando al frente, como ordenaba el procedimiento, pero era evidente que se sentían confundidos.

Quincy lo intentó de nuevo.

– El agente especial Kaplan me ha comentado que aquella noche hubo mucho tráfico.

– ¡Señor, sí, señor! -respondieron al unísono los marines.

– Supongo que la mayor parte de dicho tráfico eran estudiantes de la Academia Nacional que regresaban a sus dormitorios.

– ¡Señor, sí, señor!

– Y supongo que dichas personas conducían, en su mayoría, coches de alquiler o sus vehículos privados. Por lo tanto, la mayoría de los coches que entraron en la base fueron automóviles pequeños y corrientes.

– Señor, sí, señor. -Esta vez no fueron tan vehementes, pero seguía siendo una afirmación.

– ¿Detuvieron alguna furgoneta? -preguntó entonces, con voz amable-. Concretamente, ¿llegó alguna camioneta de madrugada?

Silencio de nuevo. Ambos guardias tenían el ceño fruncido.

– Vimos varias furgonetas -respondió entonces uno de ellos.

– ¿Anotaron dichos vehículos en el registro o comprobaron sus matrículas?

– No, señor.

Ahora fue Quincy quien frunció el ceño.

– ¿Por qué no? Supongo que, por lo general, ustedes ven coches particulares que entran y salen de la base. Una furgoneta debe de ser algo inusual.

– No, señor. Hay obras, señor.

Quincy miró a Kaplan con una expresión vacía y el agente pareció entender su silenciosa pregunta.

– En la base se están realizando una serie de proyectos -explicó-. Nuevos campos de tiro, nuevos laboratorios y nuevos edificios de administración. Ha sido un verano ajetreado y la mayoría de los obreros conducen furgonetas o camiones. Incluso alguno de ellos ha venido en carretilla elevadora.

Quincy cerró los ojos y Rainie pudo ver que la cólera se congregaba tras su semblante engañosamente sereno. Los pequeños detalles que nadie recordaba mencionar al principio. O mejor dicho, el pequeño detalle que podía dar por completo la vuelta al caso.

– Hay docenas de obreros de la construcción moviéndose por la base -dijo Quincy, con voz férrea. Abrió los ojos y miró a Kaplan-. ¿Y no se le ha ocurrido mencionármelo hasta ahora?

Kaplan se agitó, incómodo.

– No surgió el tema.

– Se ha producido un asesinato en su base, ¿y no se le ocurre mencionarme que por estas puertas pasa una cantidad anormalmente grande de varones de entre dieciocho y treinta y cinco años que realizan un trabajo temporal y no cualificado o, en otras palabras, docenas de hombres que se ajustan al perfil del asesino?

Ahora, incluso los dos marines miraban a Kaplan con interés.

– Todas y cada una de las personas que reciben autorización para entrar en esta base tienen que obtener antes un pase de seguridad -replicó Kaplan, en tono monótono-. Sí, tengo una lista con los nombres y sí, mis hombres les han estado interrogando. Pero no permitimos que ninguna persona con antecedentes entre en la base, ni como empleado, ni como obrero, ni como huésped ni como estudiante. Por lo tanto, la lista está limpia.

– Eso es maravilloso -dijo Quincy, con voz crispada-. Salvo por un detalle, agente especial Kaplan. ¡Nuestro sospechoso no tiene antecedentes porque nunca hemos conseguido detenerle!

Kaplan se sonrojó. De pronto era muy consciente de que los dos guardias le, miraban y de la creciente furia de Quincy. De todos modos, no dio su brazo a torcer.

– Examinamos la lista y analizamos los nombres. Ninguna de esas personas tiene ningún historial de violencia ni antecedentes por agresión. En otras palabras, no hay nada que indique que ninguno de esos obreros deba ser señalado como sospechoso… a no ser que pretenda que investigue a todas las personas que conducen una furgoneta.

– Sería un buen comienzo.

– ¡Sería la mitad de la lista!

– Sí, ¿pero cuántas de esas personas han vivido antes en Georgia?

Al ver que Kaplan guardaba silencio y pestañeaba, Quincy asintió con sombría satisfacción.

– Lo único que tiene que hacer, agente especial, es un simple informe crediticio. Eso le permitirá conocer sus direcciones previas e identificar a todo aquel que tenga alguna relación con Georgia. Entonces tendrá la lista de los sospechosos. ¿Está de acuerdo?

– Pero…, bueno… Sí, de acuerdo.

– Ahí fuera hay dos chicas más -prosiguió Quincy, con voz serena-. Creo que ese hombre ya ha conseguido llegar demasiado lejos.

– No tenemos la certeza de que nuestro asesino sea uno de los obreros de los equipos de construcción -protestó Kaplan, con terquedad.

– No, pero tampoco podemos dejar de hacernos esa pregunta. No debemos permitir que sea él quien controle el juego. -Los ojos de Quincy ahora miraban en la distancia-. Usted tiene que hacerse con el control o perderá. Con esos depredadores, la astucia es lo único que vale. Y el ganador se lo lleva todo.

– Pondré a mis hombres a trabajar en la lista -dijo Kaplan-. Concédanos unas horas. ¿Dónde estarán?

– En la Unidad de Ciencias de la Conducta, hablando con el doctor Ennunzio.

– ¿Ha averiguado algo sobre el anuncio?

– No lo sé…, pero espero que al menos él haya tenido suerte, puesto que los demás hemos fracasado.

Capítulo 36

Virginia

11:34

Temperatura: 36 grados

Tina se había convertido en una salvaje. El barro manchaba sus brazos, sus piernas y su bonito vestido verde. Se había cubierto el rostro y el cuello con aquella hedionda sustancia y el limo primordial chapoteaba entre los dedos de sus pies. Cogió otro puñado pegajoso y se embadurnó el pecho con él.

Recordaba que en el instituto había leído El señor de las moscas. Según una de las anotaciones de las prácticas, Cliffs Notes, El señor de las moscas trataba en realidad sobre un sueño húmedo, aunque Tina no compartía aquella opinión. Ella recordaba sobre todo a los niños que habían quedado desamparados en la isla convirtiéndose en pequeños salvajes, cazando primero jabalíes y devorándose después los unos a los otros. La tensión y el temor que transmitía el libro resultaba sexy en cierto sentido, de modo que era posible que sí que tratara sobre sueños húmedos. Ignoraba si los chicos de su clase lo habrían leído con más entusiasmo que el resto de clásicos de la literatura.

Pero ese no era el tema. El tema era que Tina Krahn, universitaria desconcertada y juguete de un demente, por fin estaba recibiendo de la literatura una lección sobre la vida real. ¿Quién decía que en el instituto no se aprendía nada?

Lo primero que había hecho por la mañana había sido cubrirse el cuerpo de barro. El sol ya se alzaba en el cielo y amenazaba con freiría como a un insecto atrapado en el destello de una lupa. El barro olía fatal, pero era agradable sentir su frescor contra su supurante piel, cubriéndola con una gruesa capa de protección que ni siquiera los malditos mosquitos podrían cruzar. Un aroma putrefacto y almizcleño inundaba sus fosas nasales, pero su cabeza prácticamente daba vueltas por el alivio.