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Armitage asentía con vigor.

– Sí, sí. Posiblemente cree que procede de los condados que se dedican a la minería de carbón, ¿verdad?

– Eso creo.

– Brian es bueno. Pero han pasado algo por alto. -Lloyd sacó el portaobjetos del microscopio y entonces hizo algo totalmente inesperado, pues acercó el dedo índice a la muestra y después lo acercó a su lengua-. Es insólitamente fino, ese es el problema. En su forma más habitual, ustedes mismos lo habrían reconocido.

– ¿Sabe qué es? -preguntó Mac.

– Sin ninguna duda. Es serrín. No es polen, sino madera meticulosamente molida.

– No lo entiendo -dijo Kimberly.

– Serrín, querida. Además de las minas de carbón, la zona sudoeste del estado también posee una gran industria maderera. Esta muestra es de serrín. Y si se supone que ambas pruebas guardan relación entre sí…

– Eso esperamos -dijo Mac.

– En ese caso, el pH del agua tiene que deberse a los residuos orgánicos. Verán, si los residuos de la planta maderera no son eliminados de la forma apropiada, la materia orgánica se filtra en una corriente, donde provoca un incremento de bacterias que, con el tiempo, destruyen al resto de formas de vida. ¿Brian ha analizado ya la muestra en busca de bacterias?

– La cantidad es demasiado pequeña.

– Pero el elevado nivel de salinidad sugiere que tiene que haber algún tipo de mineral -murmuró entonces Armitage-. Es una lástima que no pueda analizarlo.

– Espere un momento -dijo entonces Kimberly-. ¿Está diciendo que esto procede de una planta maderera y no de una mina?

– Bueno, el serrín no suele encontrarse en las minas de carbón. Por eso considero que se trata de una planta maderera.

– ¿Y el serrín podría incrementar el nivel de acidez del agua?

– Toda contaminación contamina, querida. Y con una lectura de pH de tres con ocho, debo decir que esa agua procede de una fuente muy contaminada.

– Pero Knowles comentó que esa agua era capaz de perforar la ropa -comentó Mac-. ¿Las plantas madereras no deben seguir ciertas normas para deshacerse de sus residuos?

– En teoría sí, pero hay montones de serrerías en este estado y no me sorprendería que alguna de las más pequeñas, las que operan en lo más profundo del bosque, se las saltaran.

Nora Ray alzó la cabeza y miró al palinólogo con interés.

– ¿Podría tratarse de una planta maderera que haya cerrado? -preguntó-. ¿De algún lugar abandonado? -Sus ojos se deslizaron hacia Mac-. Ya sabes que ese sería el tipo de lugar que él escogería. Remoto y peligroso, como el que ambientaría una película de miedo de serie B.

– Oh, estoy seguro de que hay montones de plantas madereras abandonadas en este estado -respondió Armitage-. Sobre todo, en los condados que se dedican a la industria del carbón. Son zonas poco pobladas que, francamente, serían localizaciones ideales para una película de miedo.

– ¿Por qué? -preguntó Mac.

– Son zonas deprimidas. Muy rurales. La gente se trasladó a ellas para tener sus propios terrenos y verse libres del gobierno, pero entonces abrieron las minas de carbón, trayendo consigo hordas de personas que deseaban ganarse la vida como mano de obra barata. Por desgracia, ni los campos, ni la madera ni las minas han hecho nunca rico a nadie. Ahora solo hay amplias extensiones de terrenos deteriorados y maltratados que albergan a una población herida y maltratada. La gente a duras penas sobrevive y la vida en esas comunidades es dura.

– De modo que volvemos a tener siete condados -murmuró Mac.

– Eso es lo que creo.

– ¿Se le ocurre algo más que pueda decirnos?

– No a partir de una muestra minúscula de serrín.

– Mierda. -Siete condados. Eso no era lo bastante concreto. Quizá, si hubieran empezado ayer o antesdeayer. Quizá, si tuvieran cientos de equipos de búsqueda o a la Guardia Nacional al completo. Pero solo eran tres personas y dos de ellas ni siquiera eran agentes de la ley…

– Señor Armitage -dijo de pronto Kimberly-. ¿Dispone de algún ordenador que podamos utilizar? ¿Uno que tenga acceso a Internet?

– Por supuesto, aquí tengo mi portátil.

Kimberly ya se había levantado de la silla. Miró a Mac y a este le sorprendió la luz que brillaba ahora en sus ojos.

– ¿Recordáis que Ray Lee Chee dijo que había una «ología» para todo? -preguntó, emocionada-. Bien, voy ponerle a prueba. ¡Si me dais los nombres de los siete condados que se dedican a la industria del carbón, creo que podré encontrar nuestro arroz!

Capítulo 37

Quantico, Virginia

13:12

Temperatura: 36 grados

El doctor Ennunzio no se encontraba en su despacho, pero una secretaria prometió ir a buscarle mientras Quincy y Rainie tomaban asiento en la sala de conferencias. Quincy examinó sus expedientes mientras Rainie contemplaba la pared. De vez en cuando llegaban sonidos del pasillo; eran los diferentes agentes y auxiliares administrativos que avanzaban por él a grandes zancadas de camino a su trabajo.

– No es tan sencillo -dijo de pronto Quincy.

Rainie le miró. Como siempre, no necesita preámbulos para seguir su línea de pensamiento.

– Lo sé.

– No somos exactamente chiquillos. Tú rondas los cuarenta y yo pronto cumpliré cincuenta y cinco. Aunque queramos tener hijos, es posible que no podamos.

– He estado pensando en adoptar. Ahí fuera hay montones de niños que necesitan una familia. Tanto en este país como en otros. Podríamos darle un buen hogar a uno de esos pequeños.

– Es mucho trabajo. Darle de comer a medianoche si adoptamos un bebé o crear vínculos afectivos si adoptamos a un niño de mayor edad. Los niños necesitan el sol, la luna y las estrellas por la noche. No podríamos seguir viajando por el mundo cuando nos apeteciera ni cenar en restaurantes selectos. Y tú tendrías que dejar de trabajar.

Rainie guardó silencio unos instantes.

– No me malinterpretes, Quincy -dijo entonces-. Me gusta el trabajo que hacemos, pero últimamente… no es suficiente para mí. Vamos de un cadáver a otro, de una escena del crimen a otra. Cazamos a un psicópata hoy y perseguimos a uno nuevo mañana. Han pasado seis años, Quincy… -bajó la mirada hacia la mesa-. Si hago esto, renunciaré a mi trabajo. He esperado demasiado para tener un hijo y quiero hacerlo bien.

– Pero eres mi socia -protestó él, sin pensarlo.

– Se puede contratar a un asesor, pero no a un padre.

El apartó la mirada y movió la cabeza hacia los lados, fatigado. No sabía qué decir. Era natural que deseara tener hijos. Rainie era más joven que él y no había estado expuesta a las tormentas domésticas que habían sido su patético intento por conseguir la alegría familiar. El instinto maternal era natural, sobre todo en una mujer que, por su edad, debía de estar oyendo constantemente el movimiento de las agujas de su reloj biológico.

Y por un instante, una imagen apareció en su mente: Rainie sujetando entre sus brazos un bultito y arrullándolo con aquella voz aguda que todo el mundo usaba con los bebés. Él, viendo cómo se agitaban en el aire sus piececitos y sus manitas… y siendo testigo de su primera sonrisa y su primera risita.

Pero a esta imagen le siguieron otras. Llegar a casa tarde del trabajo y descubrir que su hijo ya estaba dormido… otra vez. Tener que abandonar un recital de piano o una obra escolar por culpa de una llamada urgente. El modo en que un niño de cinco años podía romperte el corazón diciéndote: «No pasa nada, papá. Sé que la próxima vez vendrás».

La rapidez con la que crecían los niños. El hecho de que podían morir demasiado jóvenes. La paternidad comenzaba con muchas promesas, pero llegaba un día en que sentías que tenías la boca llena de cenizas.