Los nuevos agentes corrían, entrenaban, se sometían a pruebas de grasa corporal y rezaban para mejorar en aquel ejercicio que era su cruz -ya fuera la carrera de ida y vuelta, la cuerda o las cincuenta flexiones-, para poder superar los exámenes de aptitud física.
Y también estaba el programa académico: delitos administrativos, elaboración de perfiles, derechos civiles, contrainteligencia extranjera, crimen organizado y narcotráfico; interrogatorios, tácticas de detención, maniobras de conducción, trabajo confidencial e informática; conferencias sobre criminología, derechos legales, ciencia forense, ética e historia del FBI. Algunas de estas clases eran interesantes y otras insoportables. Te examinaban de todas las materias en tres ocasiones durante las dieciséis semanas que duraba el curso y no utilizaban el baremo mundano de un instituto, sino que para aprobar tenías que obtener una puntuación superior al ochenta y cinco por cierto. Si suspendías una vez, tenías la oportunidad de realizar un examen de recuperación, pero si suspendías dos veces te «reciclaban» o, lo que es lo mismo, tenías que repetir el curso.
Reciclar. Sonaba tan inocuo como un programa de deportes políticamente correcto. Aquí no había ganadores ni perdedores; simplemente te reciclaban.
Los nuevos agentes temían el reciclaje, sentían verdadero pavor y tenían pesadillas al respecto. Era una palabra odiosa que se susurraba en los pasillos. Era el terror secreto que los obligaba a seguir adelante y subir el gigantesco muro de entrenamiento de los marines, incluso ahora que habían entrado en la novena semana y todos dormían menos porque cada vez los entrenamientos eran más duros, las expectativas más altas y sabían que al día siguiente uno de ellos recibiría el premio a la hazaña mortal del día…
Aparte del entrenamiento físico y las clases teóricas, los nuevos agentes tenían que realizar prácticas de tiro. Kimberly había pensado que jugaría con ventaja en este punto, pues hacía diez años que utilizaba su Glock del calibre 40, se sentía cómoda con las armas de fuego y su puntería era inmejorable.
Pero las prácticas de tiro no consistían simplemente en colocarse ante un objetivo de papel y disparar: también disparaban sentados, como si les hubieran sorprendido en su despacho, o corriendo, arrastrándose sobre el estómago, a oscuras o realizando elaborados rituales. En uno de ellos, por ejemplo, tenían que arrastrarse sobre el estómago, levantarse y echar a correr, volver a tirarse al suelo, avanzar un poco más, incorporarse y disparar. Además, tenían que disparar con la mano derecha y con la izquierda. Y recargar el arma una vez, y otra, y otra más.
Y no utilizaban siempre la misma arma.
En primer lugar, Kimberly disparó un rifle M-16, después gastó más de mil balas con una escopeta Remington modelo 870 que tenía tal retroceso que estuvo a punto de abrirse la mejilla y romperse el hombro y después ejecutó más de cien disparos con una Heckler amp; Koch MP5/10 automática, experiencia que al menos le resultó divertida.
Ahora acudían al Callejón Hogan, donde practicaban escenarios elaborados en los que solo los actores sabían qué iba a ocurrir. Los sueños que tenía Kimberly debidos a la ansiedad -que salía de casa desnuda o que se encontraba en clase haciendo un examen sorpresa-, siempre habían sido en blanco y negro, pero desde que comenzaron las prácticas en el Callejón Hogan habían adoptado colores vividos y agresivos: aulas fucsias, calles amarillo mostaza, exámenes sorpresa salpicados de pintura púrpura y verde. En sus sueños se veía a sí misma correr por túneles infinitos que explotaban en naranja, rosa, púrpura, azul, amarillo, negro y verde.
Algunas noches despertaba fatigada por el esfuerzo físico del sueño; otras noches era incapaz de dormir y permanecía acostada, sintiendo las palpitaciones de su hombro derecho. A veces advertía que Lucy también estaba despierta, pero nunca hablaban. Se limitaban a permanecer tumbadas a oscuras, lamentándose en silencio.
Entonces, a las seis en punto, ambas se levantaban y volvían a someterse a la dura prueba que era pasar un día en la Academia.
Habían transcurrido nueve semanas y todavía faltaban siete. No muestres debilidad. No les des cuartel. Aguanta.
Kimberly estaba desesperada por conseguirlo. Era una mujer fuerte que había heredado los fríos ojos azules de su padre. Era una mujer inteligente que se había licenciado en Psicología a los veintiún años y había obtenido un máster en Criminología a los veintidós. Era una mujer decidida que se había propuesto seguir adelante con su vida a pesar de lo que les había ocurrido a su madre y a su hermana.
Era una mujer infame, la estudiante más joven de la clase y la persona sobre la que todos murmuraban en los pasillos. «¿Sabes quién es su padre? ¡Menuda desgracia ha vivido su familia! He oído que el asesino también estuvo a punto de matarla, pero que ella le disparó a sangre fría»…
Los compañeros de clase de Kimberly tomaban montones de notas en las clases de elaboración de perfiles, pero Kimberly no apuntaba nada de nada.
Bajó las escaleras y accedió al vestíbulo, donde había un montón de camisetas verdes riendo y charlando animadamente. Eran los estudiantes de la Academia Nacional, que habían terminado su jornada laboral y se dirigían a la Sala de Conferencias para tomar una cerveza bien fresca. De pronto apareció un grupo de camisetas azules causando un gran alboroto. Eran nuevos agentes, como ella, que también habían terminado su jornada y se dirigían a la cafetería para comer algo antes de ponerse a estudiar, realizar la carrera de entrenamiento o ir al gimnasio. Quizá intercambiaban conocimientos, la experiencia legal de un antiguo abogado por la práctica de tiro de un ex marine. A los nuevos agentes les encantaba ayudarse entre sí. Si les permitías hacerlo.
Kimberly cruzó las puertas y el calor la golpeó como un puño. Avanzó en línea recta hacia la relativa sombra del tramo de madera de la carrera de entrenamiento y empezó a correr.
«Dolor», «Agonía», «Sufrimiento», rezaban los carteles clavados en los árboles que se alzaban junto al sendero. «¡Resiste!» «¡Disfrútalo!».
– Ya lo hago -jadeó Kimberly.
Su dolorido cuerpo protestaba y su pecho se tensaba por el dolor, pero siguió corriendo. Cuando todo lo demás fallaba, tenías que seguir adelante. Tenías que seguir poniendo un pie delante del otro, pues así un nuevo dolor ocultaba el anterior.
Kimberly conocía bien esta lección. La había aprendido seis años atrás, cuando su hermana y su madre habían sido asesinadas y ella se encontraba en Portland, Oregón, en la habitación de un hotel con el cañón de una pistola clavado en la frente.
Capítulo 3
Fredericksburg, Virginia
18:45
Temperatura: 33 grados
Tina Krahn, de veinte años, estaba cruzando la puerta principal de su sofocante apartamento cuando sonó el teléfono. Dejando escapar un suspiro, la joven regresó a la cocina y respondió con un «hola» impaciente a la vez que se secaba el sudor de la nuca con la mano. Dios, aquel calor era inaguantable. El domingo habían aumentado los niveles de humedad y, desde entonces, la temperatura resultaba insoportable. Aunque acababa de salir de la ducha, el fino vestido playero verde ya se había pegado a su cuerpo y podía sentir las gotas de humedad que se deslizaban por su canalillo.
Hacía media hora, su compañera de piso y ella habían decidido ir a cualquier lugar en donde hubiera aire acondicionado. Betsy había ido a buscar el coche y, justo cuando Tina se disponía a salir, había sonado el teléfono.
Era su madre quien hablaba desde el extremo contrario de la línea. Al oír su voz, Tina hizo una mueca.