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Les quedaban tres galones de agua. Imaginando las condiciones en las que posiblemente se encontraría la joven, Mac separó la camisa de su cuerpo por cuarta vez en los últimos cinco minutos y guardó las tres garrafas en su mochila. Ahora la bolsa de nailon pesaba tanto que tenía la impresión de llevar a un tipo agarrado a los hombros y su sudada camisa se pegaba aún más a su piel recalentada.

Kimberly se acercó, le quitó una de las garrafas y la guardó en su bolsa.

– No seas idiota -le dijo, mientras cargaba a la espalda su mochila y la ataba alrededor de sus caderas.

– Al menos, los árboles nos proporcionan sombra -comentó Mac.

– Ojalá también absorbieran la humedad. ¿A qué distancia se encuentra?

– A unos cuatro kilómetros, creo.

Kimberly consultó de nuevo el reloj.

– Será mejor que nos pongamos en marcha -miró de reojo a Nora Ray y Mac pudo leer sus pensamientos. ¿Cuánto aguantaría una civil? Pronto lo sabrían.

Más adelante, Mac pensaría que aquella había sido una excursión surrealista. Habían descendido por una carretera maderera envuelta en sombras, en plena tarde abrasadora. Era como si el sol tratara de darles caza, pues aparecía y desaparecía entre los árboles, esquivando sus pasos y chamuscándoles con sus implacables rayos.

Los insectos salían a su encuentro. Mosquitos del tamaño de colibríes y moscas repulsivas que picaban con saña. Antes de que hubieran recorrido cinco metros, empezaron a enjambrarse alrededor de sus rostros; a los diez, tuvieron que detenerse para sacar de sus mochilas los repelentes de mosquitos; y cuatrocientos metros después, hicieron un nuevo alto en el camino y se rociaron los unos a los otros como si el repelente fuera perfume barato.

No sirvió de nada. Las moscas se enjambraban a su alrededor, el sol ardía con fuerza y la humedad empapaba sus cuerpos en sudor. Ninguno de ellos hablaba. Todos se limitaban a poner un pie delante de otro y centrarse en caminar.

Mac fue el primero en olerlo, cuarenta minutos después.

– ¿Qué diablos es eso?

– Repelente -respondió Kimberly, sombría-. O sudor. Lo que prefieras.

– No, es peor que eso.

Nora Ray se detuvo.

– Huele a podrido -dijo-. Como a… aguas residuales.

De pronto, Mac entendió lo que Ray Lee Chee había intentado decirle por teléfono. Huele a hongos. Aceleró sus pasos.

– Vamos -dijo-. Casi hemos llegado.

Echó a correr, y Kimberly y Nora Ray se apresuraron a seguirle. Coronaron una colina pequeña, descendieron por la ladera contraria y se detuvieron en seco.

– ¡Joder! -exclamó Mac.

– El escenario de una película de terror de serie B -murmuró Nora Ray.

Kimberly simplemente movió la cabeza hacia los lados.

Quincy cada vez se sentía más frustrado. Había llamado a Kimberly tres o cuatro veces sin ningún éxito. Ahora se volvió de nuevo hacia Ennunzio y Rainie.

– ¿Sabe dónde se encuentra esa cueva? -le preguntó al lingüista.

– Por supuesto. Está en el condado de Lee, a unas tres o cuatro horas de aquí. Pero no pueden entrar en esa caverna como si fuera uno de esos deportes que practican los turistas del valle Shenandoah. Para entrar en la caverna Orndorff es necesario contar con un equipo especial.

– Bien. Consiga el equipo y llévenos allí.

Ennunzio guardó silencio durante un prolongado momento.

– Creo que ha llegado el momento de informar al equipo oficial de lo que está ocurriendo.

– ¿En serio? ¿Y qué cree que será lo primero que hagan esos agentes, doctor? ¿Rescatar a las víctimas o interrogarnos durante tres o cuatro horas para corroborar todos los detalles de la historia?

El lingüista entendió su punto de vista.

– Iré a por mi equipo.

– ¿Qué estamos buscando?

– Ojalá lo supiera. Algún tipo de entrada de gruta. Quizá se encuentra entre un montón de rocas o podría tratarse de un sumidero cercano a un árbol. Nunca he practicado la espeleología y no tengo ni idea de cuánto cuesta encontrar la entrada de una caverna.

Resultó que bastante. Mac ya llevaba más de quince minutos dando vueltas al aserradero, al igual que Kimberly y Nora Ray. Probablemente, ninguno de ellos lo estaba haciendo bien. El hedor era el principal problema: era tan intenso en aquella atmósfera pesada y húmeda que les picaba en los ojos y les abrasaba la garganta. Mac se había cubierto la boca con una vieja camiseta, pero no servía de mucho.

Además del hedor, estaba el intenso muro de calor que emanaba del mismo montón de serrín que se alzaba hacia el cielo. En un principio, ninguno de ellos había reconocido aquel residuo de madera. Todos habían pensado que era un montón de arena blanca o, quizá, polvo cubierto de nieve, pero diez minutos atrás, Kimberly se había acercado lo suficiente para averiguar la verdad. Eran hongos. El conjunto de aquel hediondo y putrefacto montón estaba cubierto de algún tipo de hongo.

Cuando Brian Knowles había conjeturado que su muestra de agua procedía de un lugar decadente, no había hablado en broma.

Mac saltó demasiado tarde para esquivar un serrucho. No hacía más que entrar y salir de largos edificios en forma de cobertizos, con las ventanas rotas y las vigas combadas. Las viejas cintas transportadoras brillaban sombrías en la penumbra, junto a las espeluznantes lanzas que se utilizaban para empujarla madera y conseguir que se deslizara bajo la sierra.

La suciedad cubría el suelo. Abundaban, sobre todo, las latas de refresco y los vasos de poliestireno aplastados. Mac vio diversos contenedores de gasolina vacíos que posiblemente se utilizaban para abastecer las sierras mecánicas de mano. También había una pila de viejos fluorescentes. Oyó un suave sonido restallante cuando uno de los cristales explotó debido al calor del sol.

Nunca había visto nada parecido: sartas de alambre de púas arañaban sus piernas y los serruchos abandonados yacían semiescondidos entre los hierbajos del suelo, esperando a hacer algo mucho peor. Este lugar era la pesadilla de cualquier ecologista y, por eso mismo, tenía la certeza de que la tercera muchacha estaba cerca.

Kimberly rodeó uno de los cobertizos en ruinas. El hedor era tan fuerte que las lágrimas descendían por sus mejillas.

– ¿Has tenido suerte?

Mac movió la cabeza hacia los lados.

Ella asintió y siguió adelante, buscando alguna señal que indicara que debajo se escondía una gruta subterránea.

Poco después, Mac se detuvo junto a Nora Ray. La joven había dejado de recorrer los alrededores y ahora permanecía inmóvil, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en los costados.

– ¿Has visto algo? -le preguntó él, con brusquedad.

– No. -La muchacha abrió los ojos, abochornada-. No sé… No soy médium ni nada similar, pero como he tenido esos sueños, pensaba que si cerraba los ojos…

– Lo que sea que funcione…

– Pero no funciona. Nada funciona. Y lo más frustrante de todo es que, si realmente se encuentra en una gruta, posiblemente estamos caminando sobre ella.

– Es posible. Las operaciones de búsqueda y rescate nunca son sencillas, Nora Ray. La Guardia Costera pasó sobre el lugar donde te encontrabas cinco veces antes de ver tu camisa roja.

– Fui afortunada.

– Fuiste inteligente. No perdiste la esperanza. Lo seguiste intentando.

– ¿Cree que esa joven es lista?

– No lo sé. Pero me conformo con que sea afortunada, si eso permite que regrese sana y salva.

Nora Ray asintió y se puso en marcha de nuevo. Mac recorrió en zigzag otro edificio abandonado. Ya eran más de las cuatro. Su corazón palpitaba demasiado deprisa y su rostro estaba peligrosamente caliente al tacto. Teniendo en cuenta las condiciones, estaba forzando demasiado la máquina. Su temperatura corporal estaba ascendiendo a niveles peligrosos y estaba demorando demasiado la ingestión de agua. Sabía que esta no era la forma correcta de conducir una operación de rescate, pero era incapaz de detenerse.