– ¿Serpientes? -preguntó Kimberly, con un hilo de voz.
– Sí, señora. Al menos no hay murciélagos. Me entristece decir que la Caverna Orndorff agoniza. Y aunque los murciélagos la siguen considerando un invernáculo aceptable, en esta época del año están fuera comiendo insectos. De octubre a abril es otra historia y, si eres espeleólogo, no te aburres ni un momento.
– Pensaba que eran barranquistas.
– No, señora. Somos espeleólogos; nos dedicamos a explorar cuevas. Así que no se preocupe. Encontraremos a la joven desaparecida. ¿Saben cómo se llama?
– Karen o Tina.
– ¿Tiene dos nombres?
– No sabemos cuál de las dos víctimas es.
– Dios mío, de verdad que no quiero saber nada más sobre su caso. Usted haga su trabajo y nosotros haremos el nuestro.
Shudt regresó al camión y empezó a vestirse mientras Mac y Nora Ray se acercaban a todo correr. Tras efectuar unas rápidas presentaciones, Mac, Kimberly y Nora Ray se hicieron a un lado mientras los tres hombres se ponían gruesas botas de excursionismo y recios guantes de cuero y preparaban sus mochilas.
Habían traído consigo diversas cuerdas de brillantes colores. Con hábiles movimientos, las enrollaron y las cargaron a los hombros. Tras probar diferentes fuentes de iluminación, se ajustaron los cascos. Shudt miró a sus compañeros y gruñó a modo de aprobación. Entonces, regresó a la parte trasera de su camión y sacó un tablero largo.
Lo utilizarían para sacar a la víctima de la caverna si era incapaz de caminar por sí misma. O si estaba muerta.
Shudt miró a Mac.
– Nos iría bien que alguien nos ayudara con las cuerdas desde la superficie. ¿Alguna vez ha trabajado con anclajes?
– He practicado un poco de montañismo.
– Entonces es nuestro hombre. Adelante.
Shudt se volvió por última vez hacia Kimberly.
– Siga hablando por la tubería -le dijo-. Nunca se sabe.
Los hombres dieron media vuelta y se internaron en el bosque. Kimberly se sentó una vez más en el suelo y Nora Ray la imitó.
– ¿Qué le decimos? -murmuró la joven.
– ¿Qué era lo que más deseabas oír?
– Que todo iba a terminar. Que iban a sacarme sana y salva de ahí.
Kimberly reflexionó unos instantes y, entonces, ahuecó las manos alrededor de la boca y se inclinó sobre la tubería.
– ¿Karen? ¿Tina? Soy Kimberly Quincy de nuevo. El equipo de búsqueda y rescate ya va para allí. ¿Me oyes? Lo más duro ha terminado. Pronto estarás de nuevo en casa, con tu familia. Pronto estarás a salvo.
Tina había escarbado todo cuanto podía escarbar. Había empezado al nivel de las rodillas y había hecho agujeros hasta donde podía alcanzar. Entonces, a modo de experimento, había introducido los embarrados dedos de los pies en los dos primeros agujeros, se había sujetado a los siguientes con las manos y había conseguido trepar medio metro.
Sus piernas temblaban con fuerza. De repente se sentía ligera como una pluma y, al mismo tiempo, tan pesada como un ancla. Subiría disparada hacia la superficie como una araña humana o caería pesadamente al suelo y nunca más sería capaz de levantarse.
– Vamos -susurró entre sus agrietados labios. Siguió trepando.
Cuando ya casi llevaba un metro, sus brazos temblaban tanto como sus piernas y su estómago se contrajo con un doloroso calambre. Apoyó la cabeza contra la densa manta de enredaderas, rezó para no vomitar y siguió trepando.
Hacia el sol. Era ligera como una pluma. Podía trepar como Spiderman.
Ya casi llevaba dos metros cuando se detuvo, exhausta. Ya no había más asideros y seguía sin confiar en las plantas. Con torpeza, intentó sujetarse con la mano derecha, se puso de puntillas sobre los dedos de los pies, alzó la mano derecha sobre su cabeza y hundió la lima en la pared. La vieja madera se desmigajó bajo los movimientos del metal, devolviéndole la esperanza. Movió la lima con furia, imaginándose ya en lo alto.
Quizá encontraría un lago en la superficie. Un inmenso oasis de color azul. Se lanzaría a él de cabeza y flotaría entre sus suaves olas. Se sumergiría y dejaría que el agua limpiara el barro de su cabello. Entonces nadaría hacia el frescor del centro y bebería de su lago fantástico hasta que su estómago se hinchara como un balón.
Y cuando llegara al otro lado sería recibida por un camarero vestido de esmoquin, cargado con una bandeja de plata repleta de esponjosas toallas blancas.
Soltó una carcajada. Los delirios ya no le preocupaban demasiado, pues eran la única fuente de alegría que podía tener.
Los fragmentos de madera llovían sobre su cabeza y el dolor repentino y fiero que sintió en sus brazos fatigados le recordó su tarea. Exploró el agujero que acababa de hacer con las yemas de los dedos. Podía doblarlos en aquella tosca abertura. Había llegado el momento de moverse de nuevo. ¿Cómo era aquel viejo tema televisivo? Tenía que seguir adelante, hasta la cima, donde por fin obtendría un pedazo del pastel.
Con gran dolor obligó a su cuerpo a dar un paso más; su trasero sobresalía precariamente y sus brazos temblaban por el esfuerzo. Avanzó diez agotadores centímetros y, entonces, quedó encallada una vez más.
Había llegado el momento de hacer otro agujero. El brazo izquierdo le dolía demasiado para poder soportar su peso, así que se sujetó con el derecho y escarbó el agujero con la mano izquierda. Los movimientos eran torpes. No sabía si estaba haciendo un agujero o si estaba arrancando el conjunto del tablero, pues le resultaba demasiado difícil mirar.
Se aferró a la pared con sus temblorosas piernas y sus extenuados brazos. Enseguida tuvo hecho el siguiente agujero y llegó el momento de dar un paso más. Entonces cometió el error de mirar hacia arriba y estuvo a punto de echarse a llorar.
El cielo estaba tan arriba. ¿A cuánta distancia? ¿A tres o cuatro metros? Las piernas le dolían y los brazos le ardían. No sabía cuánto más podría aguantar y solo había recorrido dos metros y medio. Tenía manos y pies de araña, pero no la fuerza de ese animal.
Solo deseaba su lago. Deseaba flotar entre sus frías olas. Deseaba nadar hasta el otro lado y fundirse entre los brazos de su madre, para llorar con pesar y pedirle perdón por todas las cosas malas que le había hecho.
Que Dios le diera fuerzas para trepar por aquella pared. Que Dios le diera valor. Su madre la necesitaba y su bebé también. No deseaba morir como una rata en una trampa. No deseaba morir en soledad.
Solo un agujero más, se dijo a sí misma. Trepa y haz un agujero más. Entonces podrás regresar al barro a descansar.
Hizo un agujero más. Y después otro. Y entonces se prometió a sí misma, entre jadeos, que solo necesitaba hacer otro más…, que se convirtió en dos y después en tres, hasta que al final había logrado escalar unos tres metros y medio.
Ahora la imagen era aterradora. No debía mirar abajo. Tenía que seguir adelante, aunque sus hombros se le antojaran demasiado elásticos. Era como si las articulaciones hubieran cedido y ya no los sujetaran. Se tambaleó diversas veces y tuvo que sujetarse con los dedos; sus hombros chillaban, sus brazos ardían y ella gritaba de dolor, aunque tenía la garganta tan seca que solo lograba emitir una especie de graznido, el sonido de protesta de una lija.
Siguió trepando. Hacia la cima. Por fin iba a conseguir un pedazo del pastel.
Lloraba sin lágrimas. Se sujetaba con desesperación a la madera podrida y a las frágiles enredaderas, esforzándose en no pensar en lo que hacía. Había superado el umbral del dolor. Había rebasado el límite de su resistencia.
Visualizó a su madre. Visualizó a su bebé y siguió adelante, haciendo un agujero y después otro más.