Cuatro metros y medio. El borde superior estaba tan cerca que podía ver los hierbajos que asomaban por el saliente. La vegetación de la superficie. Su boca reseca se hizo agua ante aquel pensamiento.
Se quedó mirando durante demasiado tiempo y olvidó lo que estaba haciendo. Entonces, su cuerpo exhausto y deshidratado no pudo aguantar más. Alzó la mano, pero sus dedos se negaron a sujetarse a la pared.
Y Tina cayó hacia atrás.
Por un momento, sintió que quedaba suspendida en el aire. Podía ver sus brazos y piernas agitándose, como si fueran los de un estúpido dibujo animado. Entonces, la realidad se impuso y la gravedad reclamó su cuerpo.
Tina aterrizó en el barro.
Esta vez no gritó. El barro la engulló por completo y, después de todos estos días de encierro, Tina no protestó.
Cuarenta y cinco minutos después, Kimberly seguía hablando. Hablaba sobre el agua y la comida y el calor del sol. Hablaba sobre el tiempo y la temporada de béisbol y los pájaros que volaban por el cielo. Hablaba sobre los viejos y nuevos amigos y lo bueno que sería conocerlos en persona.
Hablaba sobre resistir. Hablaba sobre no tirar nunca la toalla. Hablaba sobre los milagros y el hecho de que podían hacerse realidad si tan solo lo deseabas con la suficiente fuerza.
Entonces Mac salió de entre los árboles y, en cuanto vio su rostro, Kimberly dejó de hablar.
Diecisiete minutos después, el cadáver fue extraído del pozo.
Capítulo 40
Condado de Lee, Virginia
19:53
Temperatura: 36 grados
El sol inició su descenso, navegando entre naranjas y brillantes olas de calor. Las sombras crecían, pero el calor seguía siendo asfixiante. Y en la serrería abandonada, los vehículos empezaban a amontonarse.
En primer lugar llegaron nuevos miembros de los equipos de búsqueda y rescate, que ayudaron a retirar del pozo el cuerpo sin vida de una joven de corto cabello castaño. Su vestido de flores amarillas estaba hecho harapos debido a la acidez del agua y tenía las uñas de ambas manos rotas y sucias, como si hubiera estado arañando frenética las duras paredes de dolomía.
El resto de su cuerpo estaba azulado e hinchado. Josh Shudt y sus hombres habían encontrado su cadáver flotando en el largo túnel que conectaba la entrada del sumidero de la caverna con la cámara principal. Tras retirarlo, se habían dirigido a la sala de la catedral y allí, sobre un anaquel, habían encontrado una garrafa de agua vacía y un bolso.
Según el carné de conducir, el nombre de la víctima era Karen Clarence y hacía tan solo una semana que había cumplido veintiún años.
No les llevó demasiado tiempo averiguar el resto. El asesino había abandonado a la víctima, sin duda alguna drogada e inconsciente, en la cámara principal. El tragaluz de la tobera que se alzaba a doce metros de altura le habría ofrecido un poco de luz durante las horas del día, la suficiente para que advirtiera la presencia de un estanque poco profundo de agua de lluvia relativamente potable a su izquierda y una corriente de agua tóxica y sumamente contaminada a su derecha. Era posible que hubiera permanecido quieta en el anaquel durante un tiempo. Quizá hubiera probado el agua del pequeño estanque y hubiera sido mordida por uno de sus estresados habitantes, el cangrejo blanco carente de ojos o los diminutos isópodos del tamaño de un grano de arroz. Y también era posible que hubiera tropezado con una serpiente de cuello rojo.
Fuera como fuera, era muy posible que la joven hubiera acabado mojada. Y cuando estás mojado en un entorno en el que hay una temperatura constante de doce grados, solo es cuestión de tiempo que sufras hipotermia.
Shudt les había hablado de un espeleólogo que había sobrevivido dos semanas perdido en los ocho kilómetros de túneles serpenteantes de una gruta subterránea. Por supuesto, él había llevado encima el equipo adecuado y una bolsa llena de barritas energéticas. Además, se había perdido en una caverna en la que el agua era potable y, según la leyenda local, daba buena suerte beber en ella.
Karen Clarence no había sido tan afortunada. Había conseguido no abrirse la cabeza con una gruesa estalactita. Había conseguido no lastimarse una rodilla ni dislocarse una muñeca mientras avanzaba a gatas en la oscuridad, entre las estalagmitas. Sin embargo, en algún momento, se había introducido de cabeza en aquella corriente contaminada. El agua debía de haberle abrasado la piel, del mismo modo que había agujereado su vestido. ¿Acaso ya no le importaba? ¿Sentía tanto frío que había agradecido el roce del líquido abrasador sobre su piel? ¿O simplemente era la decisión que había tomado? Sabía que si permanecía sentada en el saliente moriría y que el estanque poco profundo no conducía a ninguna parte. Por lo tanto, solo la corriente podría llevarla de vuelta a la civilización.
Fuera como fuera, se había internado en la corriente. Mientras su ropa se consumía y su rostro se llenaba de lágrimas, la había seguido hasta el estrecho túnel. Había impulsado su cabeza y sus brazos por aquel largo y diminuto espacio. Y había muerto en aquella oscuridad.
Ray Lee Chee había llegado poco después de las siete, acompañado por Brian Knowles, Lloyd Armitage y Kathy Levine. Habían descargado dos Jeep Cherokee llenos de equipo de campo, material de campamento y arcones de libros. Al principio, su buen humor había bordeado lo festivo, pero entonces habían visto el cadáver.
Al instante, habían dejado en el suelo sus equipos de campo y habían guardado silencio durante un prolongado momento, en señal de respeto hacia aquella joven que nunca habían conocido. Acto seguido, se habían puesto a trabajar.
Treinta minutos después habían llegado Rainie y Quincy, seguidos del doctor Ennunzio. Nora Ray había abandonado el campamento poco después. Y Kimberly la había seguido.
No tenía nada que hacer, pues los expertos ya estaban analizando las pistas y los agentes, el cadáver.
Nora Ray se había internado en el bosque y ahora estaba sentada sobre el tronco cortado de un árbol. Junto a ella crecía un helecho con suaves brotes verdes y la joven deslizaba sus manos entre las frondas.
– Ha sido un día largo -dijo Kimberly, apoyándose en el tronco de un árbol cercano.
– Todavía no ha terminado -replicó la muchacha.
Kimberly esbozó una triste sonrisa. Lo había olvidado. Aquella chica era lista.
– ¿Reuniendo fuerzas?
Nora Ray se encogió de hombros.
– Supongo. Nunca antes había visto un cadáver. Pensaba que me turbaría más, pero la verdad es que, sobre todo, estoy… cansada.
– Provoca el mismo efecto en mí.
Nora Ray por fin la miró.
– ¿Por qué está aquí?
– ¿En el bosque? Cualquier cosa es mejor que el sol.
– No me refiero al bosque, sino al caso. ¿Por qué está trabajando con el agente especial McCormack? Me dijo que usted estaba en el caso de forma ilegal o algo así. ¿Usted…?
– Oh. ¿Te preguntas si soy pariente de una de las víctimas?
Nora Ray asintió con sobriedad.
– No. Esta vez no. -Kimberly se deslizó hasta el suelo y sintió el frescor de la tierra en sus piernas. Así le resultaba más sencillo hablar-. Hasta hace dos días, era estudiante de la Academia del FBI. Me faltaban siete semanas para graduarme y, aunque mis supervisores decían que tenía problemas con las figuras de autoridad, creo que al final lo habría conseguido. Creo que me habría graduado.
– ¿Qué ocurrió?
– Fui a correr por el bosque y encontré un cadáver. Era Betsy Radison, la muchacha que conducía aquella noche.
– ¿Fue la primera?
Kimberly asintió.
– Y ahora estamos encontrando a sus amigas.
– De una en una -susurró Kimberly.
– No me parece justo.
– No, pero tampoco se supone que tenga que serlo. Todo esto es obra de un mismo hombre y nuestro trabajo consiste en detenerle.