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Tina despertó al oír sollozar a alguien. Tardó unos instantes en darse cuenta de que era ella.

El mundo estaba oscuro y sus ojos se negaban a enfocar. Por un instante sintió pánico. La inflamación le había sellado los párpados de nuevo…, o quizá se había quedado ciega. Entonces se dio cuenta de que la oscuridad no era absoluta, sino que simplemente había adoptado los intensos tonos púrpura de la noche.

Había pasado horas tendida en el barro. Levantó un brazo e intentó moverse, pero el conjunto de su cuerpo protestó. Sus músculos temblaban por el esfuerzo, le dolía la cadera izquierda y las costillas le palpitaban. Por un momento pensó que no sería capaz de conseguirlo, pero entonces giró sobre sí misma en el barro. Se apoyó en los brazos para incorporarse y empezó a ponerse en pie.

Al instante, el mundo empezó a girar. La muchacha avanzó tambaleante hacia la pared del pozo, arrastrando los pies por el denso barro y sujetándose a las enredaderas con desesperación, en busca de apoyo. Se inclinó demasiado a la izquierda, después dio un bandazo demasiado fuerte a la derecha y por fin consiguió tener ambas manos apoyadas contra la pared. Sentía calambres en su revuelto estómago. Se dobló con agonía e intentó no pensar en qué podía estar ocurriendo ahí dentro.

Gritó. Gritó en la soledad del pozo. Y eso fue lo único que pudo hacer.

Los recuerdos regresaron en fragmentos y pedazos. Su glorioso intento por convertirse en una araña humana y su menos gloriosa caída. Levantó los brazos de nuevo, extendió las piernas y las inspeccionó en busca de heridas. Técnicamente hablando, seguía estando ilesa.

Intentó dar un paso, pero su pierna derecha cedió y, al instante, toda ella se zambulló de nuevo en el barro. Lo intentó de nuevo, apretando los dientes, pero el resultado fue idéntico. Sus piernas estaban demasiado débiles. Su cuerpo ya no podía dar más.

Permaneció tumbada con la cabeza apoyada en el fresco y reconfortante barro, advirtiendo que el limo se deslizaba y burbujeaba a centímetros de su rostro. Entonces decidió que, quizá, morir tampoco estaría tan mal.

Si tan solo pudiera conseguir agua… Su boca, su garganta, su arrugado estómago… Su piel agrietada y supurante.

Tras contemplar el barro un minuto más, empezó a incorporarse sobre las manos y las rodillas.

No debía hacerlo. Eso la mataría. ¿Pero acaso importaba?

Extendió los dedos y aplastó con ellos el barro. Al instante, el hueco que crearon se llenó de agua putrefacta y hedionda.

Tina agachó la cabeza y bebió como un perro.

Capítulo 42

Wytheville, Virginia

22:04

Temperatura: 34 grados

Kimberly reservó habitaciones en un diminuto motel de carretera. Ray y su equipo ya tenían las suyas, así que Kimberly reservó dos más, una para Nora Ray y otra para el doctor Ennunzio. Acto seguido pidió una doble para compartirla con Mac.

Cuando regresó al coche, fue incapaz de mirarle a los ojos. Repartió las llaves y Mac la miró con curiosidad al no recibir ninguna. Después se mantuvo ocupada descargando el equipaje del maletero. Necesitaban un plan. Ray llamaría a la habitación de Mac o Kimberly en cuanto el equipo tuviera una teoría y ellos se encargarían de despertar a los demás. Mac había conectado su teléfono móvil, que parecía tener un poco de cobertura. Kimberly también había conectado el suyo, por si su padre la necesitaba.

Ya no quedaba nada por hacer, más que darse una ducha y dormir unas horas. Pronto volverían a estar en pie.

Kimberly observó a Nora Ray mientras esta desaparecía tras la sencilla puerta blanca de aquel alargado edificio de una planta. Después observó al doctor Ennunzio, que cruzó el aparcamiento para dirigirse a su habitación, y esperó a que hubiera desaparecido de la vista antes de volverse hacia Mac.

– Toma -le dijo-. He reservado una habitación para los dos.

Puede que aquello le sorprendiera, pero no dijo nada. Simplemente se limitó a recoger la llave de su temblorosa mano. Acto seguido cogió el equipaje y se dirigió hacia la puerta.

Una vez en el interior, Kimberly se sintió descorazonada. La habitación era demasiado beis, demasiado genérica y demasiado vieja. Podría ser la habitación de cualquier motel de cualquier lugar del país y, por alguna razón, esto estuvo a punto de romperle el corazón. Solo por una vez deseaba algo más de la vida que aquellos intentos desesperados por ser feliz. Deberían haber ido a un hotelito. A uno de esos lugares que tenían las paredes tapizadas con diseños florales, mullidas colchas rojas y una gigantesca cama con dosel en la que podías hundirte y dormir hasta el mediodía sin recordar que el mundo real existía.

Pero no disponían de esos lujos. Y Kimberly suponía que, de haberlos tenido, tampoco habría sabido qué hacer con ellos.

Mac dejó el equipaje al pie de la cama.

– ¿Por qué no te das una ducha? -le sugirió. Ella asintió y desapareció agradecida en la soledad del diminuto cuarto de baño.

Se duchó. Primero con agua caliente y humeante para relajar sus fatigados músculos y después con agua fría, para borrar todo vestigio de calor. Esta vez no lloró. Su cabeza no se llenó de imágenes de su madre y su hermana. La peor parte de la tristeza había quedado atrás y descubrió que hacía semanas que no se sentía tan serena.

Habían vuelto a intentarlo y habían vuelto a fracasar. Y pronto, en un día o en tan solo una hora, lo intentarían una vez más. Así era la vida. Podía dejarlo o seguir adelante, pero, por alguna razón, ella no era de las que abandonaban. Así que ya estaba. Había elegido su camino. Seguiría intentándolo una y otra vez, aunque algunos días eso le rompiera el corazón.

Se tomó su tiempo para secarse y buscó en su neceser el frasco de perfume que no tenía. Se preguntó si debería hacer algo con su pelo o si debía maquillarse. Desearía tener al menos un frasco de leche corporal para suavizar su piel maltratada por el sol.

Pero ella no era de esas. Nunca viajaba con ese tipo de cosas.

Regresó a la habitación con una deshilachada toalla blanca envuelta alrededor del cuerpo, Mac, sin decir nada, cogió su set de afeitado y desapareció en el cuarto de baño.

Kimberly se puso una camiseta gris del FBI y esperó a que su compañero se duchara.

En el exterior reinaba una oscuridad total, aunque imaginaba que seguía haciendo calor. ¿A una persona desaparecida le resultaría más sencillo resistir en estas condiciones o era mejor estar en algún lugar frío y oscuro? Quizá, en estos momentos la joven estaba deseosa por encontrar un lugar fresco que calmara su piel recalentada. Debía de considerar una broma pesada que el aire siguiera siendo tan caliente a pesar de que el sol se había puesto hacía algunas horas.

Nora Ray había sobrevivido ahí fuera. Se había protegido del sol; había descubierto el modo de mantenerse fresca durante las abrasadoras horas del día. Qué pequeña debía de haberse sentido mientras permanecía sumergida en la marisma, esperando a que alguien la encontrara en la inmensa línea del horizonte costero. Sin embargo, nunca había perdido la esperanza. Nunca había sucumbido al pánico. Y al final, había sobrevivido.

Pero toda sensación de victoria había desaparecido al conocer el fatal destino de su hermana. Había ganado la batalla, pero había perdido la guerra.

El grifo de la ducha se cerró. Kimberly oyó el sonido metálico de la cortina al ser descorrida y su respiración se volvió desigual. Se sentó en la silla destartalada que había junto al televisor. Las manos temblaban sobre sus muslos.

Oyó caer agua en la pila. Había tenido exámenes finales más sencillos. Había sujetado con menos inquietud su primera arma de fuego cargada. ¿Cómo era posible que esto le resultara tan difícil?

Entonces la puerta se abrió y Mac apareció ante ella, recién duchado, recién afeitado y con una toalla atada alrededor de su esbelta y bronceada cintura.