El agente especial Harkoos finalizó su diatriba y se marchó hecho una furia. Su chaqueta azul marino colgaba flácida bajo el pesado calor y su rostro, cubierto de sudor antes de empezar a gritar, ahora goteaba. En otras palabras, ahora tenía el mismo aspecto que cualquier otro de los agentes del FBI que examinaban el aserradero abandonado.
– Creo que no le gustas demasiado -le dijo Rainie.
Quincy se volvió hacia ella.
– Dime la verdad. ¿Con el traje azul marino tengo un aspecto así de ridículo?
– Por lo general, sí.
– Oh. Las cosas que se descubren treinta años tarde.
Empezaron a caminar hacia el coche. Aquella broma no había engañado a ninguno de los dos. La reprimenda de Harkoos había sido minuciosa y honesta. Les habían sacado del caso, tenían prohibida la entrada en la Academia y, en cuanto corriera la voz, probablemente también terminaría su carrera como asesores en el tirante e incestuoso mundo de las investigaciones policiales de gran envergadura. Se tardaba toda una vida en forjarse una reputación, pero arruinarla solo era cuestión de minutos.
Quincy tenía una extraña sensación en el estómago, una que hacía años que no sentía.
– Cuando atrapemos al Ecoasesino, pronto se olvidarán de todo esto -intentó consolarle Rainie.
– Quizá.
– Si fracasas habrá sido un acto irresponsable, pero si consigues detenerle, dicha irresponsabilidad se convertirá en un acto poco ortodoxo.
– Tienes razón.
– Quincy, esos tipos tienen el mismo cadáver y las mismas pruebas que encontramos nosotros anoche y ni siquiera estaban en la zona cuando les llamaste. Si no hubiéramos seguido adelante, esa chica todavía estaría flotando en una cueva y en estos momentos no estaríamos investigado el paradero de la cuarta víctima. Harkoos está enfadado porque le has ganado. No hay nada más abochornante que quedar eclipsado…, sobre todo por un grupo de forasteros.
Quincy detuvo sus pasos.
– Estoy harto de todo esto -dijo de pronto.
– La política nunca ha sido divertida.
– ¡No! No me refiero a este maldito caso. Por mí puede irse a la mierda. Tienes toda la razón: un día fracasas y al siguiente te conviertes en un héroe. Todo cambia continuamente y nada tiene ningún sentido.
Rainie se había quedado completamente inmóvil. La luz de la luna iluminaba su pálido rostro. Quincy no solía salirse de sus casillas, de modo que su exabrupto le causaba fascinación y miedo al mismo tiempo.
– No quiero que las cosas sigan así entre nosotros, Rainie.
Ella miró al suelo, con expresión vacilante.
– Lo sé.
– Eres lo mejor que me ha pasado en la vida y si no te lo digo con la suficiente frecuencia es porque soy un completo idiota.
– No eres un completo idiota.
– No sé nada sobre niños. A decir verdad, la simple idea me aterra. No fui un gran padre, Rainie. De hecho, tampoco lo soy ahora. Pero quiero que lo hablemos. Si esto es lo que verdaderamente deseas, lo mínimo que puedo hacer es analizar el tema.
– Es lo que deseo.
– De acuerdo, pero entonces tendrás que ser sincera conmigo. ¿Lo único que quieres son hijos? Porque aunque lo he intentado… Rainie, te he pedido varias veces que te cases conmigo. ¿Por qué nunca has dicho que sí?
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
– Porque pensaba que nunca dejarías de preguntármelo. No eres tú el idiota, sino yo.
Quincy sintió que el mundo empezaba a girar de nuevo. Había pensado… Había estado tan seguro de que…
– ¿Eso significa…?
– ¿Crees que te dan miedo los niños? Diablos, Quincy, a mí me da miedo todo. Me da miedo comprometerme y me da miedo la responsabilidad. Me da miedo decepcionarte y me da miedo pensar que algún día podría herir físicamente a mis hijos. Todos nos hacemos mayores, pero nunca superamos por completo nuestro pasado. Y el mío se alza amenazador a mis espaldas, como una sombra gigantesca que tan solo deseo dejar atrás.
– Oh, Rainie…
– Me digo a mí misma que debería ser feliz con lo que tengo. Tú y yo formamos un buen equipo, mejor de lo que jamás habría podido imaginar. Realizamos un trabajo importante y conocemos a gente importante, algo que no está nada mal para una mujer que solía ser un saco de boxeo humano. Pero…, pero ahora estoy muy inquieta. Puede que la alegría sea como una droga. En cuanto tienes un poco, quieres mucho más. No sé, Quincy. Deseo con todas mis fuerzas no desear tanto, pero no consigo evitarlo. Quiero más de ti. Quiero más de mí. Quiero… hijos y vallas blancas y quizás cubreteteras, aunque no estoy segura de saber qué es un cubreteteras. Puede que tú estés asustado, pero yo estoy bastante segura de que he perdido la razón.
– Rainie, eres la mujer más fuerte y valiente que conozco.
– Oh, solo lo dices para que no te dé unos azotes.
Golpeó el suelo con el pie, en señal de disgusto, y Quincy por fin sonrió. Le sorprendió advertir que ya se sentía mucho mejor. El mundo había regresado a la normalidad y sus manos habían dejado de temblar. Era como si se hubiera liberado de repente de un peso que le oprimía el pecho y que no sabía que llevaba encima.
Era consciente de que aquel no era el momento adecuado. Ni tampoco el lugar. Sin embargo, había desperdiciado demasiado tiempo de su vida esperando momentos perfectos que nunca habían llegado. Cogió las manos de Rainie y la miró. Las lágrimas se deslizaban por su rostro, pero no se apartó.
– Envejezcamos juntos, Rainie -susurró-. Adoptemos a nuestros hijos, recortemos el número de casos en que trabajamos, creemos un hogar y escribamos nuestras memorias. Estaré encantado de vivir esa vida. Y tú podrás enseñarme el camino.
– ¡No sé si seré una buena madre!
– Aprenderemos juntos.
– ¡No sé si seré una buena esposa!
– Rainie, solo necesito que seas tú misma. Solo así seré el hombre más feliz del mundo.
– Por el amor de Dios, levántate del suelo. -A pesar de sus palabras, Rainie le apretaba las manos con fuerza. Al ver que no se levantaba, decidió arrodillarse en el suelo junto a él. Entonces le dijo, llorando a lágrima viva-: Tenemos que hablar más.
– Lo sé.
– Me refiero a hablar de otras cosas que no sean trabajo.
– Lo había entendido.
– Y cuando estés asustado, tienes que decírmelo, Quincy. Me duele tanto cuanto te alejas de mí…
– Lo intentaré.
– De acuerdo.
– De acuerdo.
Respiró hondo.
– Es decir, mejor que de acuerdo. Lo que quiero decir es que sí, que me casaré contigo. ¡Qué demonios! Si podemos atrapar a unos cuantos asesinos, tenemos que ser capaces de resolver este asunto doméstico.
– Por supuesto -convino Quincy. La acercó más a él y la envolvió entre sus brazos. Al ver que temblaba, entendió por primera vez que estaba tan nerviosa como él. Eso le dio fuerzas. No era necesario conocer todas las respuestas. Solo tenías que ser lo bastante valiente para intentarlo.
– Te quiero, Rainie -le susurró al oído.
– Yo también te quiero.
Ella le abrazó con más fuerza y él besó las lágrimas de su rostro.
La llamada tuvo lugar aproximadamente una hora más tarde. Habían regresado a la interestatal 81 y se dirigían hacia el norte, buscando una Virginia más poblada. Ambos habían conectado sus teléfonos móviles, pues ya no había ninguna razón para seguir esquivando al FBI y Quincy quería estar localizable cuando Kimberly y Mac tuvieran alguna noticia.
Sin embargo, quien le llamó no fue Kimberly, sino Kaplan.
– Tengo algunas noticias sobre el juego -anunció el agente especial.
– Creo que debo decirle que hemos sido retirados oficialmente del caso -respondió Quincy.
– Bueno, entonces no he sido yo quien les ha contado esto. Ordené a mis hombres que investigaran a todos los obreros que hubieran tenido alguna relación con Georgia durante los últimos diez años. La buena noticia es que conseguimos algunos nombres. La mala, que ninguno de ellos era nuestro asesino. Pero tengo una noticia aún mejor: amplié la búsqueda.