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Había cosas que se movían en los oscuros recesos del pantano. Cosas que Kimberly no veía, pero oía susurrar en el viento. ¿Un ciervo? ¿Un oso? ¿Un gato montes? No estaba segura. Solo sabía que daba un respingo cada vez que oía uno de esos ruidos distantes y que el vello de la nuca se le erizaba.

La temperatura debía de rondar los cuarenta grados y, sin embargo, tuvo que reprimir un escalofrío.

Mac dirigía al pequeño grupo, Kimberly avanzaba tras él y Ennunzio cerraba la marcha. Mac intentaba trazar una cuadrícula delimitada por dos caminos de tierra. Al principio les había parecido buena idea, pero como los arbustos y los árboles les cerraban el paso, constantemente se veían obligados a virar un poco a la derecha y después un poco a izquierda, a coger este desvío y después aquel otro, Mac tenía una brújula, así que era posible que supiera dónde estaban. En lo que a Kimberly respectaba, ahora era el pantano quien mandaba. Ellos caminaban por donde este les dejaba caminar y pasaban por donde les dejaba pasar. El sendero les estaba llevando hacia un lugar cada vez más oscuro y decadente, donde las ramas de los árboles eran más gruesas, y tenían que arquear los hombros para poder pasar por aquellos huecos estrechos y constreñidos.

No hablaban demasiado. Avanzaban lentamente entre las abrasadoras y húmedas enredaderas buscando señales de ramitas rotas, tierra movida o vegetación herida que sugirieran el paso reciente de un ser humano. Hacían turnos para dar un único toque de silbato o gritar el nombre de Tina Krahn. Saltaban troncos gigantescos que los rayos habían derribado, serpenteaban entre peñascos especialmente grandes e intentaban abrirse paso a machetazos entre los densos y espinosos matorrales.

Mientras tanto, su preciosa reserva de agua no hacía más que descender. Todos respiraban entre jadeos, sus pasos eran inconstantes y sus brazos temblaban debido al calor.

Kimberly tenía la boca seca, una señal clara de que no estaba bebiendo el agua suficiente. Advirtió que tropezaba con creciente frecuencia y que tenía que sujetarse a las ramas de los árboles y los arbustos para no caer. El sudor le picaba en los ojos. Las moscas amarillas revoloteaban alrededor de su rostro, intentando posarse en las comisuras de la boca o en la suave piel que tenía detrás de las orejas.

Ya ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban caminando. Tenía la impresión de llevar la vida entera en esta humeante jungla, abriéndose paso entre las gruesas y húmedas hojas solo para descubrir otra asfixiante eternidad de enredaderas, zarzas y arbustos.

De pronto, Mac alzó la mano.

– ¿Habéis oído eso? -preguntó.

Kimberly se detuvo, llenó de aire sus pulmones y agudizó los oídos. Allí. Solo un instante. Una voz en el viento.

Mac se giró con el rostro bañado en sudor y una expresión triunfal y decidida.

– ¿De dónde Viene?

– ¡De allí! -gritó Kimberly, señalando hacia la derecha.

– No, yo creo que viene de allí -dijo Mac, señalando hacia adelante. Frunció el ceño-. Los malditos árboles distorsionan el sonido.

– Bueno, de algún punto situado en esa dirección.

– ¡Vamos!

Entonces, una repentina comprensión absorbió las últimas gotas de humedad que quedaban en la boca de Kimberly.

– Mac -dijo-, ¿dónde está Ennunzio?

Capítulo 46

Richmond, Virginia

11:42

Temperatura: 40 grados

– Le estoy diciendo que la cuarta muchacha, Tina Krahn, ha sido abandonada en algún lugar del Pantano Dismal.

– Y yo le estoy diciendo que usted no tiene autoridad alguna en este caso.

– ¡Sé que no tengo autoridad! -Quincy empezó a gritar y, al darse cuenta de lo que hacía, intentó con amargura controlar su malhumor. Había llegado a la oficina de campo del FBI en Richmond hacía treinta minutos y había pedido reunirse con el agente especial Harkoos. Este se había negado a permitirle pasar a su despacho, pero había accedido a regañadientes a reunirse con él en una sala del piso inferior. Quincy no había pasado por alto aquella falta de cortesía-. Y tampoco la quiero -intentó de nuevo Quincy-. Lo único que quiero es ayuda para encontrar a una persona desaparecida.

– Ha interferido en las pruebas -gruñó Harkoos.

– Llegué tarde a la escena y el personal del Instituto Cartográfico ya había empezado a analizar los datos. No había nada que yo pudiera hacer.

– Podría haberles obligado a detenerse hasta que llegaran los verdaderos profesionales.

– Son expertos en el campo…

– No son técnicos forenses con la formación adecuada…

– ¡Han identificado los tres emplazamientos posibles! -Quincy estaba gritando de nuevo y estaba a punto de empezar a blasfemar. Las últimas veinticuatro horas habían hecho mella en su estado emocional, de modo que se obligó a sí mismo a respirar hondo una vez más. Había llegado el momento de ser lógico, diplomático y racional. Y si no lo conseguía, tendría que matar a aquel hijo de puta-. Necesitamos su ayuda -insistió.

– Ha jodido este caso.

– Este caso ya estaba jodido. Cuatro jóvenes han desaparecido y tres de ellas han muerto. Agente, tenemos una última oportunidad de hacer las cosas bien. Hay una muchacha desaparecida, perdida en una zona pantanosa de cuarenta mil hectáreas. Llame a los equipos de rescate, encuentre a esa muchacha y tendrá su titular. Es así de simple.

El agente especial Harkoos hizo una mueca.

– Usted no me gusta -dijo, perdiendo parte de su vehemencia. Quincy había dicho la verdad y era difícil discutir sobre titulares-. Se ha comportado de un modo poco ortodoxo que ha puesto en peligro el procesamiento de este caso. Le aseguro que no voy a olvidarlo.

– Llame a los equipos de rescate, encuentre a esa muchacha y tendrá sus titulares -repitió Quincy.

– ¿Ha dicho el pantano Dismal? ¿Ese lugar es tan malo como suena?

– Sí.

– Mierda. -Harkoos cogió su teléfono móvil-. Será mejor que su gente no se equivoque.

– Mi gente -replicó Quincy- todavía no se ha equivocado.

Quincy acababa de abandonar el edificio para reunirse con Rainie y Nora Ray en el coche cuando sonó su móvil. Era Kaplan, que llamaba desde Quantico.

– ¿Ha detenido a Ennunzio? -le preguntó el agente especial.

– No es él -dijo Quincy-. Es su hermano.

– ¿Su hermano?

– Según Ennunzio, su hermano mayor asesinó a su madre hace treinta años. La quemó viva. Ennunzio no le ha visto desde entonces, pero su hermano dejó una nota en la tumba de sus padres con el mismo mensaje que las notas que envía ahora el Ecoasesino.

– Quincy, según sus registros personales, Ennunzio no tiene ningún hermano.

Quincy guardó silencio, con el ceño fruncido.

– Puede que ya no le considere de la familia. Han transcurrido treinta años y las últimas horas que pasaron juntos no fueron exactamente un momento Kodak.

Hubo una pausa.

– Esto no me gusta -dijo Kaplan-. Algo va mal. Escuche, le llamaba porque acabo de hablar con la secretaria de Ennunzio. Al parecer, hace dos años estuvo de baja tres meses para someterse a una operación de cirugía mayor. Los médicos le extirparon un tumor cerebral. Según su secretaria, Ennunzio empezó a quejarse de que sufría jaquecas hace seis meses. Está muy preocupada por él.

– Un tumor…

– Usted es el experto, pero los tumores cerebrales pueden incidir en la conducta, ¿verdad? Sobre todo, aquellos que crecen en lugares concretos…

– En el sistema límbico -murmuró Quincy, cerrando los ojos e intentando pensar deprisa-. En casos de traumatismo o tumor cerebral suele observarse un acusado cambio en la conducta del sujeto; lo llamamos irascibilidad acentuada. Aquellos que por lo general sonde trato agradable se convierten en personas violentas y agresivas que utilizan un vocabulario grosero.