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Betsy esbozó una sonrisa y puso el coche en marcha.

– Y se supone que mañana hará más calor. Dicen que el viernes alcanzaremos los cuarenta grados.

– Dios, preferiría morir ahora.

Tina se enderezó, comprobó que llevaba bien puesta la goma que sujetaba su densa melena rubia y se puso el cinturón. Estaba lista para la acción. Sin embargo, a pesar de su tono despreocupado, tenía una expresión demasiado sombría: la luz había abandonado sus ojos azules y había sido reemplazada por cuatro semanas de preocupación.

– Eh, Tina -le dijo Betsy, momentos después-. Todo irá bien.

Tina se obligó a sí misma a mirarla y le cogió la mano.

– ¿Cuidaremos la una de la otra? -preguntó, con voz suave.

Betsy le sonrió.

– Siempre.

Para él, la puesta de sol era uno de los espectáculos más hermosos del mundo. El cielo brillaba en ámbar, rosa y melocotón, iluminando el horizonte con mortecinas ascuas de luz solar. El color cubría las nubes como las pinceladas de un artista, salpicando sus formas blancas y onduladas de matices iridiscentes que iban del dorado al púrpura hasta llegar de forma inevitable al negro.

Siempre le habían gustado las puestas de sol. Recordaba que cada tarde, después de cenar, salía con su madre y su hermano al porche de su desvencijada cabaña. Los tres se apoyaban en la balaustrada y contemplaban el descenso del sol tras las montañas distantes. Ninguno de ellos hablaba, pues habían aprendido a guardar silencio a una edad temprana.

Aquel momento pertenecía a su madre. Para ella, era una forma de religión. Siempre se situaba en la esquina occidental del porche para contemplar el descenso del sol y, durante un breve instante, sus facciones se suavizaban, sus labios se curvaban en una pequeña sonrisa y sus hombros se relajaban. Entonces, en cuanto el sol se escondía en el horizonte, dejaba escapar un largo y profundo suspiro y el momento llegaba a su fin. Los hombros de su madre recuperaban la tensión y las arrugas de preocupación añadían años a su rostro. Sin perder ni un segundo, los apremiaba a entrar de nuevo en casa y continuaba con sus tareas. Su hermano y él se esforzaban en ayudarla, intentando no hacer demasiado ruido.

Solo cuando ya era prácticamente un adulto había empezado a preguntarse sobre aquellos momentos que pasaba con su madre. ¿Qué significaba que solo se sintiera relajada durante la puesta de sol, que señalaba que el día había llegado a su fin? ¿Qué significaba que el único momento del día en que parecía feliz fuera cuando la luz del sol exhalaba su último aliento?

Su madre había muerto antes de que pudiera formularle estas preguntas, pero el hombre suponía que eso era lo mejor que podía haberle ocurrido.

Regresó a la habitación de su hotel. Aunque había pagado la noche entera, pretendía marcharse en media hora. No echaría de menos este lugar. No le gustaban las estructuras construidas con cemento, ni las habitaciones producidas en masa y provistas tan solo de una ventana. Eran lugares muertos, la versión moderna de las tumbas, y le resultaba inconcebible que los americanos estuvieran dispuestos a pagar una enorme cantidad de dinero para dormir en aquellos ataúdes de fabricación barata.

En ocasiones temía que la falsedad de estas habitaciones, con sus colchas de colores chillones, sus muebles de conglomerado y sus moquetas de fibra, penetraran en su piel, entraran en su corriente sanguínea y le hicieran despertar una mañana deseando comer un Big Mac.

Este pensamiento le inquietó tanto que tuvo que respirar hondo varias veces para poder recuperar la calma. No fue buena idea, pues el aire apestaba: hedía a aislante de fibra de vidrio y a ficus de plástico. Se frotó las sienes con furia y supo que tendría que irse antes de lo que había previsto.

Ya había guardado la ropa en el petate. Solo le faltaba comprobar una cosa.

Envolvió la mano en una de las toallas de baño, la acercó a la parte inferior de la cama y, lentamente, sacó un maletín marrón. Parecía el maletín de un ejecutivo, lleno de hojas de cálculo, calculadoras de bolsillo y dispositivos electrónicos personales. Sin embargo, era muy diferente.

En él descansaba una pistola de dardos. Estaba estropeada, pero no le costaría demasiado trabajo repararla. Sacó la caja metálica que guardaba en el bolsillo interior del maletín y contó los dardos que contenía. Una docena, todos ellos cargados con 550 miligramos de ketamina. Los había preparado por la mañana.

Dejó la caja metálica en su sitio y examinó el resto del contenido: dos rollos de cinta adhesiva de gran resistencia y una bolsa de papel marrón llena de clavos. Junto a la cinta adhesiva y los clavos descansaba un frasco de cristal de hidrato de cloral, un sedante que, gracias a Dios, no había utilizado nunca. Junto al hidrato de cloral había una botella impermeabilizada de agua que había permanecido en el congelador del minibar hasta hacía quince minutos, para que la parte externa se congelara y el contenido se mantuviera frío, pues el Ativan se cristalizaba si no se mantenía refrigerado.

Tocó la botella de nuevo. Estaba helada. Bien. Era la primera vez que utilizaba este sistema y estaba un poco nervioso, pero la botella parecía estar cumpliendo con su cometido. Era una de esas cosas que podías comprar en Wal-Mart por menos de cinco dólares.

El hombre respiró hondo e intentó recordar si necesitaba algo más. Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez y la verdad es que estaba nervioso. Últimamente, las fechas bailaban un poco en su cabeza: recordaba con claridad aquellas cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo, mientras que los acontecimientos del día anterior adquirían un tono borroso y onírico.

Ayer mismo, cuando había llegado a este lugar, los tres años anteriores habían llameado en su mente en tecnicolor y con todo lujo de detalles, pero esta mañana todo había empezado a desvanecerse. Temía esperar demasiado y que los recuerdos se borraran por completo. Temía que desaparecieran en el negro olvido junto al resto de sus pensamientos, pues entonces no podría hacer más que esperar impotente a que algo, lo que fuera, ascendiera hasta la superficie.

Panecillos tostados, galletitas saladas. Y agua. Galones de agua. Muchos.

Los tenía en la furgoneta. Los había comprado el día anterior, también en el Wal-Mart… ¿o había sido en el Kmart? Aquel detalle ya había desaparecido, se había deslizado en las profundidades de un foso. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Ayer. Había comprado cosas. Reservas. En unos grandes almacenes. ¿Acaso importaba en cuál? Había pagado en efectivo, ¿no? ¿Y había quemado la factura?

Por supuesto que sí. La memoria le jugaba malas pasadas, pero eso no era excusa para que se comportara como un estúpido. Su padre siempre se había mostrado firme al respecto. En su opinión, el mundo estaba dirigido por imbéciles que serían incapaces de encontrarse el culo, aunque contaran con la ayuda de una linterna y las dos manos. Sus hijos tenían que ser mejores que ellos. Tenían que ser fuertes. Tenían que mantenerse erguidos. Tenían que aceptar su castigo como hombres.

El hombre dejó de mirar a su alrededor y volvió a pensar en el fuego, en el calor de las llamas…; pero todavía era pronto, de modo que borró de su mente aquel pensamiento y lo envió hacia el vacío, aunque sabía que no permanecería allí demasiado tiempo. Tenía su bolsa de viaje. Tenía su maletín. Y tenía provisiones en la furgoneta. Ya había limpiado la habitación con amoníaco y agua. No había dejado ninguna huella.