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– Tina -le dijo-. Si quieres agua, tendrás que moverte. Ahora.

La alzó en brazos y sintió que la cuerda se tensaba al instante. Tina pareció entender a medias lo que le pedía, pero sus pies golpearon débilmente la pared. Se oyó un gruñido en la superficie, un resoplido de esfuerzo mientras Mac empezaba a tirar.

– Hay agua arriba, Tina. Hay agua arriba.

Entonces, Tina hizo algo que Kimberly no esperaba. Desde lo más profundo de su confusión, levantó sus fatigadas extremidades e insertó los pies en lo que parecían ser pequeñas hendiduras de las traviesas, para intentar ayudar.

Tina ascendía lentamente, trepando hacia la libertad y escapando de aquel infierno.

Y por un instante, Kimberly sintió que algo se aligeraba en su pecho. Cuando, desde el fondo del pozo, vio que la extenuada joven llegaba a la seguridad, le embargó una sensación de satisfacción y paz sublimes. Lo había hecho bien. Esta vez lo había hecho bien.

Tina desapareció por el borde y, segundos después, la cuerda volvió a descender.

– ¡Muévete! -gritó Mac.

Kimberly cogió la cuerda, encontró los asideros y se apresuró a subir a la superficie.

Llegó al borde del pozo a tiempo de ver que un muro de llamas envolvía los árboles y avanzaba hacia ellos.

Capítulo 47

Pantano Dismal, Virginia

14:39

Temperatura: 39 grados

– Necesitamos helicópteros, necesitamos hombres, necesitamos ayuda.

Quincy se detuvo ante el grupo de coches y observó las gruesas columnas de humo que oscurecían el brillante cielo azul. Una, dos, tres… Debía de haber más de una docena. Se volvió hacia el agente forestal, que seguía lanzando órdenes por radio.

– ¿Qué diablos ha ocurrido?

– Fuego -replicó el hombre, con sequedad.

– ¿Dónde está mi hija?

– ¿Es senderista? ¿Con quién está?

– ¡Maldita sea! -Quincy vio que Ray Lee Chee salía tambaleante de un vehículo y avanzó en línea recta hacia él. Rainie le seguía-. ¿Qué ha ocurrido?

– No lo sé. Condujimos hasta el lago Drummond para iniciar la búsqueda. Después se empezaron a oír los silbatos y todo empezó a oler a humo.

– ¿Los silbatos?

– Tres pitidos fuertes, la llamada internacional de socorro. Sonaban en el cuadrante nororiental. Empecé a avanzar en esa dirección, pero el humo enseguida se volvió demasiado espeso, de modo que Brian y yo decidimos que sería mejor escapar mientras aún tuviéramos la oportunidad de hacerlo. No llevamos el equipo necesario.

– ¿Y los demás?

– Vi que Kathy y Lloyd se dirigían a su vehículo, pero no sé nada de Kimberly, Mac y el doctor.

– ¿Cómo se llega al lago Drummond?

Ray le miró y después contempló las columnas de humo.

– Señor, ahora mismo es imposible.

Tina avanzaba entre Mac y Kimberly, con un brazo alrededor de los hombros de cada uno. Aquella muchacha era una verdadera luchadora, pues intentaba ayudarles moviendo los pies. Sin embargo, su cuerpo había rebasado los límites de sus fuerzas hacía días y, cuanto más intentaba correr junto a ellos, más veces tropezaba y les hacía perder el equilibrio.

Sus torpes movimientos no les llevaban a ninguna parte y el fuego ganaba terreno con rapidez.

– La llevaré en brazos -dijo Mac.

– Es demasiado peso…

– ¡Calla y ayúdame! -Se detuvo y se agachó. Tina envolvió sus brazos alrededor de su cuello y Kimberly la ayudó a encaramarse a su espalda.

– Agua -graznó la joven.

– Cuando salgamos del bosque -le prometió Mac. Ninguno de los dos tenía la sangre fría de decirle que ya no les quedaba. De todos modos, si no encontraban por arte de magia su vehículo durante los próximos cinco minutos, tampoco habría servido de nada que llevaran encima toda el agua del mundo.

Echaron a correr de nuevo. Kimberly no tenía percepción alguna del tiempo ni del lugar. Avanzaba a trompicones entre los árboles y se abría paso entre la asfixiante maleza. El humo le picaba en los ojos y le hacía toser. Lo bueno era que los insectos habían desaparecido; lo malo, que no sabía si se dirigían al norte o al sur, al este o al oeste. El pantano se había cerrado sobre ella y hacía rato que había perdido por completo el sentido de la dirección.

Pero Mac sí que parecía saber adonde se dirigía. Tenía una expresión seria en el rostro y seguía adelante, decidido a sacarlas de aquel infierno.

Una forma pesada apareció a su izquierda y Kimberly observó con temor al enorme oso negro que corría a menos de tres metros de distancia. El animal no les dedicó ni una mirada, pues estaba demasiado ocupado intentando escapar. Después aparecieron un ciervo, varios zorros, ardillas e incluso algunas serpientes. Todas las criaturas escapaban y las reglas de la cadena alimentaria no se aplicaban ante este enemigo mucho más peligroso que les acechaba.

Siguieron corriendo. El sudor se deslizaba por sus brazos y piernas. Aceleraron sus pasos. Tina empezaba a murmurar de forma incoherente y su cabeza oscilaba sobre los hombros de Mac. El humo penetraba en sus pulmones y les obligaba a boquear.

Se abrieron paso por un estrecho espacio que se abría entre dos árboles gigantescos, rodearon una gran extensión de matorrales y se encontraron de frente con Ennunzio. Estaba en el suelo, apoyado en el tronco de un árbol. No pareció sorprenderse al verles aparecer entre el humo.

– No deberían escapar de las llamas -murmuró. Entonces, Kimberly vio lo que había a sus pies: una masa enrollada de piel marrón y moteada. Dos alfilerazos rojos mostraban el punto de la pantorrilla en la que la serpiente de cascabel le había mordido.

– La disparé -dijo, en respuesta a la pregunta que nadie había formulado-. Pero no antes de que me mordiera. Da lo mismo. Ya no podía seguir corriendo. Ha llegado el momento de esperar. Debo recibir mi castigo como un hombre. ¿Qué creen que pensaba mi padre cada vez que nos oía gritar?

Su mirada se posó en la embarrada forma que cargaba Mac a su espalda.

– Oh, Dios, la han encontrado. Eso está bien. De cuatro chicas, tenía la esperanza de que al menos rescataran a una con vida.

Kimberly dio un paso furioso adelante y la mano de Ennunzio se crispó junto a su costado. Tenía un arma.

– No deberían escapar de las llamas -repitió, con voz seria-. Yo lo intenté hace treinta años y miren el resultado. Ahora siéntense. Quédense conmigo un rato. Solo duele un momento.

– Se está muriendo -dijo Kimberly, con voz monótona.

– ¿Acaso no hemos de morir todos?

– Sí, pero no hoy. Escuche… quédese aquí sentado si quiere. Muera en su precioso fuego. Pero nosotros nos vamos.

Dio otro paso y Ennunzio levantó el arma.

– Quédense -dijo con firmeza. Kimberly pudo ver la luz que brillaba en sus ojos, un fulgor febril y colérico-. Ustedes deben morir. Es la única forma de encontrar la paz.

Los labios de Kimberly formaron una delgada línea de frustración. Miró de reojo a Mac. Su compañero tenía un arma en alguna parte, pero como sus manos estaban ocupadas sosteniendo a Tina, no estaba en condiciones de moverse con rapidez ni con sigilo. Kimberly miró a Ennunzio de nuevo. Era ella quien debía resolver esta situación.

– ¿Quién es usted? -le preguntó-. ¿Frank o David?

– Frank. Siempre he sido Frank. -Los labios de Ennunzio se curvaron débilmente-. ¿Pero quieren oír algo estúpido? Al principio intenté fingir que no había sido yo. Intenté fingir que el asesino era Davey, que se había visto obligado a hacer todas esas cosas terribles debido a que yo era su hermano mayor y me había ido, porque no estaba dispuesto a ser como mi familia. Pero por supuesto que no fue Davey. Davey ya había recibido demasiadas palizas. Davey ya había dejado de tener esperanzas. Y cuando le dieron a elegir entre escapar o morir, prefirió morir. Por supuesto que solo podía ser yo quien acechaba a esas chicas inocentes. En cuanto me extirparon el tumor, pude ver las cosas con más claridad. Había hecho cosas malas. El fuego me había obligado a hacerlas y ahora debía detenerme. Pero entonces el dolor regresó y en mis sueños solo aparecían cadáveres en el bosque.