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El humo se espesaba. Kimberly parpadeó como un búho y fue aún más consciente del calor que se intensificaba a su espalda.

– Si le hacemos un torniquete, podrá vivir -intentó, desesperada-. Podrá salir de este pantano, conseguir el antídoto y buscar ayuda psicológica.

– Pero yo no quiero vivir.

– Yo sí.

– ¿Por qué?

– Porque vivir es tener esperanza. Intentar es esperar. Y porque procedo de un largo linaje de personas que han destacado por su entusiasmo. -Ennunzio posó sus ojos en Mac. ¡Aquella era la oportunidad que Kimberly había estado esperando! Conteniendo la tos, levantó con rapidez el arma y apuntó con ella al rostro de Ennunzio-. Tire su arma, Frank. Déjenos pasar o dejará de tener que preocuparse por su precioso fuego.

Ennunzio se limitó a sonreír.

– Dispáreme.

– Deje su arma en el suelo.

– Dispare.

– ¡Dispárese usted mismo! No me enviaron a la tierra para que acabara con sus miserias. Estoy aquí para salvar a una muchacha. La hemos encontrado y vamos a marcharnos.

El humo era tan espeso que Kimberly apenas podía ver.

– No -dijo Ennunzio, con voz clara-. Si se mueven, dispararé. Las llamas se acercan. Acepten su castigo como hombres.

– Es un cobarde. Impone su rabia sobre los demás, a pesar de que siempre ha sabido que lo único que odia es a sí mismo.

– He salvado vidas.

– ¡Mató a su familia!

– Querían que lo hiciera.

– ¡Menuda estupidez! Querían ayuda. ¿Alguna vez ha pensado qué habría sido de su hermano si no hubiera muerto? Estoy segura de que lo habría hecho mucho mejor, que no se habría convertido en un asesino en serie que acecha a jovencitas.

– Davey era débil. Davey necesitaba mí protección.

– Davey necesitaba a su familia y usted se la arrebató. Siempre ha sido usted, Ennunzio. La muerte no era lo que su hermano y su madre necesitaban…, y estoy segura de que tampoco era lo que su entorno necesitaba. Usted mata porque desea matar. Porque matar le hace feliz. Quizá, esa fue la razón por la que Davey prefirió quedarse en la cabaña aquel día. Sabía la verdad. Sabía que, de toda la familia, usted era el peor de todos.

Kimberly se inclinó hacia delante. El rostro de Ennunzio se había convertido en una sombra moteada en escarlata y la Glock temblaba en sus manos. El fuego estaba peligrosamente cerca. Percibía un acre aroma a pelo chamuscado. Ya no quedaba demasiado tiempo. Ni para él, ni para ella ni para ninguno de los presentes.

Kimberly respiró hondo y esperó. Uno, dos, tres. Se oyó un restallido entre la maleza; el tronco de un árbol había explotado. Ennunzio volvió la cabeza hacia el sonido y Kimberly se abalanzó sobre él con furia. Le golpeó la mano con el pie y la Glock salió volando por los aires. La segunda patada hizo que se llevara la mano a las entrañas. Y la tercera hizo que su cabeza saliera disparada hacia un lado.

Se disponía a asestarle un golpe certero cuando oyó su ronca risa.

– Aceptadlo como hombres -cloqueó-. Por Dios, chicos, no desperdiciéis vuestras patéticas lágrimas conmigo. Mantened la barbilla bien alta cuando os golpee. Poned rectos los hombros. Miradme a los ojos y recibid vuestro castigo como hombres. -Ennunzio rió de nuevo, un sonido profundo que hizo que a Kimberly se le pusiera la piel de gallina.

Entonces, el lingüista alzó la cabeza y miró a Kimberly a los ojos.

– Mátame -le dijo, con claridad-. Por favor, hazlo rápido.

Kimberly se adelantó, cogió la pistola de Ennunzio y la arrojó a las llamas.

– No más excusas, Frank. Si quiere morir, tendrá que hacerlo usted mismo.

Se volvió hacia Mac y Tina. El fuego estaba tan cerca que podía sentir su calor en la cara. Pero sobre todo era consciente de Mac, de sus calmados ojos azules, de su cuerpo grande y fuerte, de su fe absoluta en que Kimberly podría encargarse de Ennunzio y, ahora, de su deseo de sacarlas sanas y salvas de allí.

La vida está llena de opciones, pensó Kimberly. Vivir, morir, luchar, correr, desear, temer, amar, odiar. Existir en el pasado o vivir el presente. Miró a Mac, después a Tina y descubrió que ya no tenía ninguna duda.

– Vamos -dijo.

Echaron a correr. Ennunzio aulló tras ellos. O quizá, simplemente rió. El fuego avanzaba con rapidez y las llamas pronto les alcanzarían.

El muro de fuego se cernió sobre él y, de una forma u otra, Ennunzio por fin descansó en paz.

Encontraron el vehículo diez minutos después. Acostaron a Tina en el asiento trasero y Mac y Kimberly se dejaron caer en los delanteros. En cuanto Mac conectó el motor, se alejaron a toda velocidad por el llano y herbolado camino, esquivando a los animales que huían.

Kimberly oyó un rugido que parecía proceder del infierno y, al instante, el cielo se llenó de helicópteros de rescate y aviones forestales. Llegaba la caballería trayendo consigo profesionales para sofocar las llamas y salvar a quienes pudieran ser salvados.

Dejaron atrás el pantano y se detuvieron, con el chirrido de los neumáticos, en un aparcamiento repleto de vehículos.

Mac fue el primero en apearse.

– ¡Atención médica! ¡Deprisa! ¡Aquí!

Los Servicios de Emergencia trataron a Tina con agua y gasas frías para que su temperatura corporal descendiera. Quincy y Rainie cruzaron el parque a todo correr para abrazar a Kimberly, pero Mac se adelantó y la estrechó en sus brazos. Cuando Kimberly apoyó la cabeza en su pecho, Mac la abrazó con fuerza y ella por fin se sintió a salvo.

Nora Ray apareció entre la multitud y se acercó a Tina.

– ¿Betsy? -murmuró Tina, débilmente-. ¿Viv? ¿Karen?

– Las tres se alegran de que estés viva -le dijo Nora Ray, acuclillándose junto a su cuerpo postrado.

– ¿Están bien?

– Se alegran de que estés viva.

Tina entendió lo que intentaba decirle y cerró los ojos.

– Quiero ver a mi madre -dijo, echándose a llorar.

– Todo irá bien -le dijo Nora Ray-. Te lo aseguro. Ha ocurrido algo malo, pero has sobrevivido. Has ganado.

– ¿Cómo estás tan segura?

– Porque hace tres años, ese mismo hombre me secuestró.

Tina dejó de llorar y miró a Nora Ray con sus ojos inyectados en sangre.

– ¿Sabes adónde van a llevarme?

– No, no lo sé. Pero si quieres, puedo acompañarte.

– ¿Cuidaremos la una de la otra? -preguntó Tina, en un susurro.

Nora Ray sonrió.

– Siempre -respondió, apretándole la mano.

Epílogo

Quantico, Virginia

13:12

Temperatura: 36 grados

Estaba corriendo, abriéndose camino por el bosque a una velocidad de vértigo. Las hojas que colgaban de los árboles se enredaban en su cabello y las ramas bajas le arañaban la cara. Tras saltar una serie de troncos caídos, se abalanzó a toda velocidad sobre el muro de cuatro metros y medio. Sus manos encontraron la cuerda y sus pies se movieron en busca de agarre. Arriba, arriba, arriba. Su corazón palpitaba con fuerza, sus pulmones resollaban y su garganta jadeaba.