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Perfecto.

Solo le faltaba recoger una última cosa. Se encontraba en un rincón de la sala, sobre aquella espantosa moqueta de fibra. Era un pequeño acuario rectangular, cubierto por una sábana amarillenta y descolorida.

El hombre se colgó al hombro la correa del petate y después la del maletín, para poder levantar con ambas manos el pesado acuario de cristal. La sábana empezó a resbalar. Del interior de sus amarillentas profundidades llegaba un ominoso cascabeleo.

– Shhh -murmuró-. Todavía no, amor mío. Todavía no.

El hombre avanzó hacia la penumbra de color rojo sangre, hacia el asfixiante y pesado calor. Su cerebro cobró vida y nuevas imágenes aparecieron en su mente. Falda negra, tacones altos, cabello rubio, ojos azules, blusa roja, manos atadas, cabello oscuro, ojos marrones, piernas largas, uñas que arañaban, blancos y destellantes dientes.

El hombre cargó su equipaje en la furgoneta y se sentó al volante. En el último minuto, su errática memoria chisporroteó y se llevó una mano al bolsillo de la camisa. Sí, también llevaba la tarjeta de identificación. La sacó y la inspeccionó por última vez. Era una tarjeta de plástico en la que solo aparecía una palabra, escrita en letras blancas sobre fondo negro: «Visitante».

La giró. Sin lugar a dudas, el dorso de aquella tarjeta de seguridad resultaba mucho más interesante, pues allí ponía: «Propiedad del FBI».

El hombre sujetó la tarjeta al cuello de su camisa. El sol se estaba poniendo. El cielo pasó del rojo al púrpura y, después, al negro.

– El reloj hace tictac -murmuró, poniendo el coche en marcha.

Capítulo 4

Stafford, Virginia

21:34

Temperatura: 31 grados

– ¿Qué te ocurre, cariño? Esta noche pareces inquieto.

– No soporto el calor.

– Es un comentario insólito, tratándose de alguien que vive en Hotlanta [1].

– Siempre he querido mudarme.

Genny, una pelirroja de cuerpo firme, rostro bastante arrugado y ojos genuinamente amables, le dedicó una mirada inquisidora a través de la neblina azulada del ahumado bar.

– ¿Cuánto tiempo llevas en Georgia, Mac? -preguntó, intentando hacerse oír por encima del barullo.

– Desde que no era más que un destello en los ojos de mi padre.

Ella sonrió, sacudió la cabeza y apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal.

– En ese caso, nunca cambiarás de ciudad, cariño. Créeme. Eres georgiano y no hay nada que puedas hacer al respecto.

– Lo dices porque eres tejana.

– Desde que solo era un destello en los ojos de mi tatarabuelo. Los yanquis van de un lado a otro, cariño, pero los sureños echamos raíces.

El agente especial del GBI Mac McCormack aceptó sus palabras con una sonrisa y volvió a centrar su mirada en la puerta principal del atestado bar. Observaba a la gente que entraba y, de forma inconsciente, seguía con la mirada a todas las parejas de chicas. Sabía que era un esfuerzo inútil, pero en días como este, cuando la temperatura superaba los treinta grados, le costaba pensar.

– ¿Cariño? -dijo Genny, para reclamar una vez más su atención.

Mac volvió la cabeza hacia ella y esbozó una pesarosa sonrisa.

– Lo siento. Te juro que mi madre me educó mejor.

– En ese caso, no permitiremos que lo sepa. La reunión de hoy no ha ido bien, ¿verdad?

– ¿Cómo lo has…?

– Yo también soy oficial de policía, Mac. No me infravalores solo porque soy guapa y tengo buenas tetas.

Él abrió la boca para protestar, pero Genny hizo un ademán con la mano para que guardara silencio. Entonces, rebuscó en su bolso hasta que encontró un cigarrillo. Mac le ofreció fuego y ella esbozó una sonrisa de gratitud, aunque en esta ocasión, no se formaron tantas arrugas alrededor de sus ojos. Ninguno de los dos habló durante un rato.

Él bar estaba tan lleno que era imposible moverse sin tocar a nadie, y la gente seguía entrando. Más de la mitad de aquellas personas eran colegas de la Academia Nacional -detectives, sheriffs e incluso algún policía militar- que estaban realizando un curso de once semanas en Quantico. Mac no había imaginado que el bar estaría tan lleno un martes por la noche, pero era evidente que la gente huía de sus hogares, quizá para escapar del calor.

Genny y él habían llegado hacía tres horas y habían podido hacerse con unos asientos que siempre eran difíciles de conseguir. Por lo general, los estudiantes de la Academia Nacional se demoraban en la sala de juntas hasta la una o las dos de la madrugada, bebiendo cerveza, intercambiando historias de guerra y rezando para que no les fallaran los riñones. Solían bromear diciendo que el curso duraba once semanas porque los riñones de los estudiantes no lograrían sobrevivir a la duodécima.

Sin embargo, esta noche la gente estaba inquieta, pues el calor y la humedad eran insoportables. La temperatura había empezado a ascender el domingo y, según decían, iría en aumento hasta el viernes. Caminar por la calle era como moverse entre un montón de toallas mojadas: en cinco minutos, la camiseta se te pegaba al cuerpo; en diez, los pantalones se quedaban enganchados a los muslos. Estar dentro de la Academia no era mucho mejor, pues su arcaico sistema de aire acondicionado rugía con fuerza, pero solo conseguía ofrecer una temperatura de veintinueve grados.

Los estudiantes habían empezado a salir en procesión de las instalaciones de la Academia poco después de las seis, desesperados por disfrutar de un poco de aire fresco. Genny y Mac no habían tardado demasiado en seguirles.

Se habían conocido hacía ocho semanas, durante los primeros días del curso. «Los sureños tenemos que hacer piña», había bromeado Genny. «Sobre todo en una clase repleta de yanquis que hablan a toda velocidad». Pero mientras decía esto, sus ojos habían observado con atención los amplios pectorales de Mac, que se había limitado a sonreír.

A sus treinta y seis años, Mac era consciente de que las mujeres lo consideraban atractivo. Medía metro ochenta y nueve, tenía el cabello negro, los ojos azules y la piel bronceada, pues le encantaba correr, ir en bicicleta, pescar, cazar, practicar senderismo, piragüismo, etcétera. Bastaba con nombrar un deporte para que te dijera que lo había practicado con su hermana pequeña y sus nueve primos. Un estado tan diverso como Georgia ofrecía montones de opciones, y a los McCormack les enorgullecía aprender las lecciones de la forma más dura. El resultado de tanto deporte era un cuerpo esbelto y musculoso que parecía agradar a las mujeres de todas las edades, contratiempo que Mac soportaba con estoicismo. Resultaba de gran ayuda que a él también le gustaran las mujeres… «Demasiado», en opinión de su exasperada madre, que estaba ansiosa por tener una nuera y montones de nietos. Mac suponía que eso ya llegaría, pero de momento había consagrado su vida al trabajo.

Sus ojos se deslizaron una vez más hacia la puerta. Acababan de entrar dos muchachas, seguidas por otras dos. Todas conversaban alegremente. Se preguntó cómo se marcharían: ¿Juntas? ¿Por separado? ¿Con amantes recién conocidos? ¿Sin ellos? ¿Qué sería más seguro? Odiaba las noches calurosas.

– Tienes que intentar olvidarlo -le dijo Genny.

– ¿Qué?

– Lo que está llenando de arrugas tu atractivo rostro.

Mac apartó los ojos de la puerta por segunda vez y, tras dedicar una mirada irónica a su compañera, alzó su cerveza y la giró entre sus dedos.

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[1] Juego de palabras entre «hot» (caliente) y «Atlanta». N de la T