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– ¿Alguna vez has tenido uno de esos casos?

– ¿Te refieres a esos que se arrastran bajo tu piel, invaden tu cerebro y hechizan tus sueños de tal forma que, aunque hayan transcurrido cinco, seis, diez o veinte años, sigues despertándote en plena noche gritando? No, cariño, nunca he tenido un caso así. -Apagó el cigarrillo y rebuscó en su bolso para coger otro.

– Mientes, preciosa -se burló Mac, alzando de nuevo el encendedor. Los ojos azules de Genny se lo agradecieron mientras acercaba la cabeza a sus manos y aceptaba la llama.

Momentos después enderezó la espalda, inhaló el humo y lo exhaló.

– Bueno, chico guapo -dijo entonces-. Esta noche no vamos a enrollarnos, así que podrías hablarme de la reunión.

– No se celebró -replicó él.

– ¿Te dejó colgado?

– Por un pez más gordo. Según el doctor Ennunzio, ahora impera el terrorismo.

– Y se impone sobre un caso de hace cinco años -añadió ella.

Mac esbozó una sonrisa torcida, apoyó la espalda en el respaldo y extendió sus bronceadas manos.

– Murieron siete muchachas, Genny. Siete muchachas que nunca regresaron a casa junto a sus familias. Ellas no tuvieron la culpa de que las matara un asesino en serie normal y corriente, en vez de una amenaza terrorista importada.

– La batalla de los presupuestos.

– Por supuesto. La Unidad de Ciencias de la Conducta solo cuenta con un lingüista forense, el doctor Ennunzio, a pesar de que en esta nación hay miles de lunáticos que se dedican a escribir amenazas. Al parecer, las cartas al director ocupan un puesto inferior en la lista de prioridades, pero en mi mundo esas cartas son la única pista que tenemos. Mi departamento no me envió a esta prestigiosa Academia para proporcionarme una formación continuada, sino para que me entrevistara con ese hombre y consiguiera información de un experto sobre la única pista decente que nos queda. Sin embargo, tendré que regresar a Atlanta sin haber hablado con ese doctor y me despedirán con una patada en el culo.

– Tu culo no te importa lo más mínimo.

– Sería más sencillo si me importara -replicó Mac, adoptando un tono serio.

– ¿Has pedido ayuda a alguien de la Unidad de Ciencias de la Conducta?

– A todos quienes me han dicho la hora en el vestíbulo. Maldita sea, Genny. No soy arrogante; simplemente deseo detener a ese tipo.

– Podríais buscarlo por vuestra cuenta.

– Ya lo hemos intentado, pero no conseguimos nada.

Genny reflexionó mientras le daba otra calada a su cigarro. A pesar de lo que ella creía, Mac no se había dejado engañar por el tamaño de sus pechos. Como sheriff, Genny estaba al mando de doce hombres. Y nada menos que en Texas, un estado en el que las mujeres deseaban ser animadoras o, mejor aún, Miss América. En otras palabras, Genny era dura, inteligente y sumamente experimentada. Mac estaba seguro de que había tenido que ocuparse de varios casos de esos que se arrastran bajo tu piel… y teniendo en cuenta el calor que hacía en el exterior y la temperatura que alcanzarían a finales de semana, Mac deseaba que compartiera con él sus conocimientos.

– Han pasado tres años -dijo ella, por fin-. Es mucho tiempo para un depredador en serie, así que es posible que tu hombre haya sido encarcelado por algún otro delito. No sería la primera vez que ocurre algo así.

– Podría ser -replicó Mac, aunque su tono sugería que no estaba de acuerdo con aquella observación.

Ella asintió con la cabeza.

– Bueno, a ver si esta te convence: quizá está muerto.

– Aleluya y alabado sea el Señor -replicó Mac, con una voz carente de convicción. Hasta hacía seis meses, había barajado aquella teoría y había deseado que fuera cierta, pues los tipos violentos solían llevar vidas violentas que les conducían a fines violentos. En su opinión, eso era perfecto y lo mejor para el bolsillo de los contribuyentes.

Pero hacía seis meses, había recibido una carta que lo había cambiado todo…

Resulta extraño el modo en que una simple carta puede sacudir por completo tu mundo. Resulta extraño el modo en que una simple carta puede frustrar tres años de trabajo de todo un departamento y hacer que arda en llamas aquello que hasta hacía menos de veinticuatro horas se cocía a fuego lento. Pero no podía contárselo a Genny, pues eran detalles que solo compartías cuando era estrictamente necesario.

Al igual que la verdadera razón por la que deseaba hablar con el doctor Ennunzio. O el motivo por el que se encontraba en el estado de Virginia.

Se le hizo un nudo en el estómago cuando sintió una vibración en la muñeca. Echó un vistazo al busca, en el que habían empezado a centellear diez números. Los primeros indicaban que la llamada procedía de Atlanta. Y los siguientes…

¡Mierda!

– Tengo que irme -dijo, poniéndose en pie.

– ¿Tan guapa es ella? -bromeó Genny.

– Preciosa, esta no es mi noche de suerte.

Dejó caer treinta dólares sobre la mesa, los suficientes para pagar sus bebidas y las de Genny.

– ¿Tienes quien te lleve? -Su voz fue hosca y la pregunta ruda. Ambos se dieron cuenta.

– Nunca es difícil reemplazar a un hombre.

– Me has herido profundamente, Genny.

Ella sonrió y sus ojos se demoraron en su complexión atlética. La expresión de su rostro era triste.

– Cariño, no te he herido en absoluto.

Pero Mac ya se estaba dirigiendo hacia la puerta.

En cuanto la cruzó, el calor abofeteó su rostro. Sus alegres ojos azules se oscurecieron y su expresión jovial se volvió sombría. Habían transcurrido cuatro semanas desde la última vez que había recibido una llamada y empezaba a preguntarse si ya no habría ninguna más.

Mac McCormack, agente especial del GBI, abrió su teléfono móvil y marcó furioso el número.

Su interlocutor respondió a la primera señal.

– Ni siquiera lo están intentando -reverberó en su oído una voz distorsionada. Ignoraba si se trataba de un hombre, de una mujer o del propio Mickey Mouse.

– ¿Estoy aquí, no? -replicó Mac, nervioso. Se detuvo en el oscuro aparcamiento y miró a su alrededor. Estaba llamando a un teléfono de Atlanta, pero dudaba que su interlocutor se encontrara allí, pues solo era necesario tener un móvil de Georgia para llamar con ese prefijo desde cualquier otro estado.

– Ese hombre está más cerca de lo que usted cree.

– En ese caso, considero que debería dejar de hablar con acertijos y contarme la verdad. -Mac miró a la derecha y a la izquierda. Nada.

– Le envié por correo la verdad -canturreó la voz incorpórea.

– Me envió un acertijo. Yo manejo información, no juegos infantiles.

– Usted maneja muertes.

– Usted tampoco lo está haciendo mucho mejor. Vamos, ya han pasado seis meses. Dejemos de bailar de una vez y pongámonos a trabajar. Seguramente usted querrá algo… y yo sé que quiero algo. ¿Qué me dice?

La voz guardó silencio un largo momento. Mac se preguntó si por fin había conseguido que se sintiera avergonzado, pero al instante siguiente le inquietó pensar que podía haber enojado a ese hombre/mujer/ratón. Sujetó con más fuerza el teléfono, apretándolo contra la curva de su oreja. No podía permitirse perder esta llamada. Mierda, cuánto odiaba todo esto.

Seis meses atrás, Mac había recibido por correo la primera «carta», que en realidad se trataba de un recorte de prensa, una carta al director del periódico Virginian-Pilot. El breve párrafo había sido espantosamente idéntico a las notas editoriales de hacía tres años: «El planeta agoniza… Los animales lloran… Los ríos gritan… ¿Pueden oírlo? El calor mata…»