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La bestia volvía a agitarse después de tres años de inactividad. Mac ignoraba qué había ocurrido durante aquel intervalo, pero sus compañeros y él se estremecían al pensar qué podría hacer en esta ocasión.

– El calor va en aumento -canturreó la voz.

Mac contempló frenético la oscuridad… Nadie, Nada. ¡Mierda!

– ¿Quién es usted? -preguntó-. Vamos, dígamelo.

– Él está más cerca de lo que usted cree.

– Entonces dígame su nombre. Así podré detenerle y nadie resultará herido. -Decidió cambiar de táctica-. ¿Acaso tiene miedo? ¿Acaso le teme? Confíe en mí, podemos protegerle.

– Él no desea hacerles daño, pero tampoco puede hacer nada por evitarlo.

– Si le importa esa persona o si le preocupa su propia seguridad, no tema. Existen procedimientos concretos para estos casos. Tomaremos las medidas apropiadas. Vamos, ese hombre ha matado ya a siete muchachas. Dígame su nombre. Permita que solucione este problema. Le aseguro que habrá hecho lo correcto.

– Yo no tengo todas las respuestas -replicó la voz, que sonó tan pesarosa que Mac estuvo a punto de creerle. Pero entonces añadió-: Deberían haberle detenido hace tres años, agente especial. ¿Por qué sus hombres no le atraparon?

– Si coopera con nosotros, esta vez lo conseguiremos.

– Ya es demasiado tarde -dijo su interlocutor-. Nunca ha podido soportar el calor.

La conexión se interrumpió y Mac se quedó en medio del aparcamiento, sujetando con fuerza el diminuto teléfono móvil y dejando escapar una maldición. Pulsó el botón de llamada una vez más, pero nadie respondió y nadie volvería a hacerlo hasta que fuera el propietario de aquella voz quien decidiera volver a ponerse en contacto con él.

– Mierda -repitió Mac-. Mierda, mierda, mierda.

Abrió la puerta de su coche de alquiler y se deslizó en el asiento. Allí dentro, la temperatura debía de rondar los noventa y tres grados. Apoyó la frente en el volante y lo golpeó con la cabeza tres veces. Ya había recibido seis llamadas telefónicas, pero seguía sin saber nada y el tiempo se estaba acabando. Mac lo sabía, lo presentía desde el domingo, cuando el mercurio había empezado a ascender.

Al día siguiente se pondría en contacto con su oficina en Atlanta e informaría de esta última llamada. El grupo de expertos la analizaría una y otra vez… y entonces esperaría, porque a pesar del tiempo transcurrido, lo único que podían hacer era esperar.

Mac apoyó la frente en el volante y dejó escapar un largo suspiro. Estaba pensando de nuevo en Nora Ray, en cómo se había iluminado su rostro cuando había salido del helicóptero de rescate y había visto a sus padres al otro lado del rotor. Y en cómo había desfallecido su expresión treinta segundos después, cuando les había preguntado, emocionada e impaciente: «¿Dónde está Mary Lynn?»

Entonces, su voz se había convertido en un agudo lamento que no hacía más que repetir: «No, no, no, oh, Dios, por favor, no».

Su padre había intentado abrazarla, pero Nora Ray se había dejado caer sobre el asfalto y se había envuelto en la manta militar, como si esta pudiera protegerla de la verdad. Sus padres no habían tardado demasiado en derrumbarse junto a ella, creando un nexo verde de pesar que nunca sería aliviado.

Aquel día habían ganado, pero también habían perdido.

¿Qué ocurriría en esta ocasión?

Hacía calor, era tarde y un hombre había vuelto a escribir una carta al director.

Regresad a casa, jovencitas. Cerrad las puertas con llave y apagad las luces. No acabéis como Nora Ray Watts, que salió a tomar un helado con su hermana pequeña y acabó abandonada en un lugar aislado, hundida en el fango y soportando que los cangrejos de mar le mordisquearan los dedos de los pies y las navajas le desgarraran las palmas de las manos, mientras las aves carroñeras trazaban círculos sobre su cabeza.

Capítulo 5

Fredericksburg, Virginia

22:34

Temperatura: 31 grados

– Estoy lista -dijo Tina, rozando casi con los labios la oreja de Betsy.

Había tanto ruido en el atestado local que su compañera de piso no pareció oírla. Se encontraban en las afueras de Fredericksburg, en un bar pequeño y relativamente desconocido, frecuentado por universitarios, moteros y grupos de occidentales bastante ruidosos. Aunque era martes, había tanta gente y la música estaba tan alta que a Tina le sorprendía que el techo no se hubiera desplomado sobre sus cabezas.

– Estoy lista -repitió Tina, gritando un poco más. Esta vez, Betsy la miró.

– ¿Qué? -gritó.

– Hora… de… regresar… a casa -aulló Tina en respuesta.

– ¿Vas al lavabo?

– ¡A casa!

– Ohhh. -Su compañera por fin entendió lo que le decía y la miró con atención. Sus ojos marrones adoptaron una expresión preocupada.

– ¿Estás bien?

– ¡Tengo calor!

– En serio.

– Bueno… No me encuentro demasiado bien. -La verdad era que se encontraba fatal. La coleta con la que sujetaba su larga melena rubia había desaparecido y ahora el pelo se le pegaba al cuello. Además, el sudor se deslizaba por su espalda, recorría su trasero y descendía por sus piernas hasta llegar al suelo. Y, por si eso no era suficiente, la atmósfera estaba tan cargada que, aunque intentaba respirar hondo, no conseguía que el oxígeno llegara a sus pulmones. Tenía la impresión de que estaba enferma.

– Voy a decírselo a las demás -replicó Betsy. Dicho esto, se zambulló en la atestada pista de baile en busca de Viv y Karen, que se habían perdido entre la marea humana.

Tina cerró los ojos y se prometió a sí misma que no vomitaría en un bar atestado de gente.

Quince minutos más tarde, habían logrado cruzar la puerta de salida. Mientras se dirigían hacia el Saab, seguidas por Viv y Karen, Tina se llevó una mano a la frente. Estaba caliente.

– ¿Vas a hacerlo? -le preguntó Betsy. Llevaba tanto rato gritando para hacerse oír sobre la música que su voz sonó tres decibelios más fuerte en el silencio absoluto del aparcamiento. Todas hicieron una mueca.

– No lo sé.

– Tía, será mejor que me digas si vas a vomitar -le advirtió Betsy, con seriedad-. No me importa sujetarte la cabeza sobre el váter, pero me niego a que vomites en mi coche.

Tina esbozó una débil sonrisa.

– Gracias.

– Puedo ir a buscarte un refresco -se ofreció Karen, a sus espaldas.

– Quizá deberíamos esperar un rato -sugirió Viv. Karen, Betsy y ella se detuvieron, pero Tina ya había montado en el Saab.

– Solo deseo meterme en la cama -murmuró-. Por favor, volvamos a casa.

Cerró los párpados y apoyó la cabeza en el respaldo. Con los ojos cerrados, el mareo pareció remitir. Apoyó las manos en su vientre y la música empezó a desvanecerse mientras se sumía en un sueño que necesitaba de forma desesperada.

Tenía la impresión de que acababan de abandonar el aparcamiento cuando le despertó una fuerte sacudida.

– ¿Qué ocurre…? -preguntó, regresando a la realidad. El coche dio otro bandazo y ella se sujetó al salpicadero.

– La rueda de atrás -replicó Betsy, disgustada-. Creo que se ha deshinchado.

El coche dio un nuevo bandazo hacia la derecha y Tina sintió que se le removían las entrañas.

– Betsy -dijo con voz tensa-. Para el coche. ¡Ahora!

– ¡A la orden! -Betsy se dirigió hacia la cuneta derecha. En cuanto el automóvil se detuvo, Tina buscó a tientas el cierre de su cinturón de seguridad, abrió la puerta y echó a correr por la cuneta hacia los árboles que crecían al borde de la carretera. Logró agachar la cabeza justo a tiempo.