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Por fin terminó. El sacerdote guardó silencio y el ataúd desapareció en la tierra. El sudoroso enterrador se acercó, aliviado por poder completar su trabajo.

Cuando se fueron a casa, el hombre se sintió agradecido.

Al regresar a la cabaña, utilizó el carbón que quedaba para encender la estufa. El aire estaba demasiado cargado por el calor pero, como no tenían electricidad, este era el único modo de preparar una cena caliente. Mañana tendría que ir a por leña para alimentar la estufa. Y pasado, deseaba poder tener algo de comida sobre la mesa y ver un poco de color en las mejillas de su madre.

Su hermano le esperaba con una olla en la que calentar el caldo.

Dieron de comer a su madre en silencio. Ninguno de ellos probó ni una gota mientras introducían entre sus pálidos labios una cucharada tras otra de caldo de buey y trocitos de pan seco. Por fin ella suspiró y él pensó que lo peor ya había pasado.

– Se ha ido, mamá -se oyó decir-. Ahora las cosas irán mejor. Ya verás.

Entonces, ella había alzado su pálido rostro, sus ojos sin vida habían adoptado una fría tonalidad azul y sus mejillas habían cobrado un tono colorado que daba miedo contemplar.

– ¿Mejor? ¿Mejor? ¡Eres un maldito desagradecido! Él puso un techo sobre tu cabeza y comida sobre la mesa. ¿Y qué fue lo único que pidió a cambio? ¿Un poco de respecto por parte de su mujer y sus hijos? ¿Eso era demasiado, Frank? ¿Realmente era demasiado?

– No, mamá -intentó decir, a la vez que retrocedía. Sus ojos nerviosos se cruzaron con los de su hermano, también nerviosos. Nunca la habían visto así.

Se levantó de la mesa, demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado huesuda, y avanzó hacia su hijo mayor.

– ¡No tenemos comida!

– Lo sé, mamá.

– ¡No tenemos dinero!

– Lo sé, mamá.

– Perderemos esta casa.

– ¡No, mamá!

Pero era imposible calmarla. Cada vez estaba más cerca. Y ahora, él ya había retrocedido hasta el fondo de la sala y la pared le impedía continuar.

– ¡Eres malo y sucio, eres un niño corrupto, desagradecido y egoísta! ¿Qué he hecho yo para merecer un hijo tan malo como tú?

Su hermano lloraba. El caldo se enfriaba sobre la mesa. Y el hombre-niño se dio cuenta de que realmente no había escapatoria. Su padre se había ido, pero un nuevo monstruo había surgido para ocupar su puesto.

El chico bajó las manos para dejar su rostro expuesto. El primer golpe no fue demasiado doloroso, nada que ver con los de su padre. Pero su madre aprendió rápido.

Y él no hizo nada por detenerla. Mantuvo las manos junto a los costados y dejó que su madre le pegara. Cuando ella fue en busca del cinturón de su padre, se dejó caer lentamente sobre el caliente y polvoriento suelo.

– Corre -le dijo a su hermano-. Vete mientras puedas.

Pero su hermano estaba demasiado asustado para moverse. Y su madre regresó demasiado pronto, oscilando en el aire la banda de cuero para que pudieran oír su flagelante siseo.

El hombre despertó por fin. Jadeaba y tenía los ojos enloquecidos. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido? Por un momento pensó que el oscuro vacío le había engullido por completo, pero entonces se situó.

Se encontraba en medio de una habitación. Y tenía en las manos una caja de cerillas. Y una de ellas estaba entre sus dedos…

El hombre volvió a dejarlas cerillas sobre la mesa y retrocedió con rapidez, llevándose las manos a la cabeza e intentado convencerse a sí mismo de que todavía no estaba loco.

Necesitaba una aspirina. Necesitaba agua. Necesitaba algo más potente que eso. Todavía no, todavía no, no había llegado el momento. Sus dedos arañaron sus mejillas sin afeitar y se hundieron en sus sienes, como si la simple fuerza de voluntad pudiera impedir que su cráneo se rompiera en pedazos.

Tenía que resistir. Ya no faltaba demasiado. Ya no quedaba mucho tiempo.

Impotente, advirtió que miraba de nuevo las cerillas. Y entonces supo lo que tenía que hacer. Recuperó la caja de cerillas que había dejado sobre la mesa y la sostuvo en la palma de la mano mientras pensaba en cosas en las que no había pensado desde hacía mucho, mucho tiempo.

Pensó en fuego. Pensó en que todas las cosas bellas debían morir. Y entonces se permitió recordar aquel día en la cabaña y lo que había ocurrido después.

Capítulo 43

Condado de Lee, Virginia

01:24

Temperatura: 34 grados

– Esta es la forma más irresponsable de llevar un caso que he visto en mi vida. Es inapropiada y, francamente, constituye un delito. Hemos perdido a ese hombre, Quincy, y juro por Dios que pasaré los próximos dos años haciendo que su vida sea un infierno. Quiero que salga de esta propiedad tan rápido como pueda conducir. Y no se moleste en regresar a Quantico. Estoy al tanto de sus charlas con los Agentes Especiales Kaplan y Ennunzio. Si pisa los terrenos de la Academia, haré que le arresten en la entrada. Su trabajo en este caso ha terminado. De hecho, por lo que a mí respecta, su maldita carrera ha terminado. Ahora, desaparezca de mi vista.

El agente especial Harkoos finalizó su diatriba y se marchó hecho una furia. Su chaqueta azul marino colgaba flácida bajo el pesado calor y su rostro, cubierto de sudor antes de empezar a gritar, ahora goteaba. En otras palabras, ahora tenía el mismo aspecto que cualquier otro de los agentes del FBI que examinaban el aserradero abandonado.

– Creo que no le gustas demasiado -le dijo Rainie.

Quincy se volvió hacia ella.

– Dime la verdad. ¿Con el traje azul marino tengo un aspecto así de ridículo?

– Por lo general, sí.

– Oh. Las cosas que se descubren treinta años tarde.

Empezaron a caminar hacia el coche. Aquella broma no había engañado a ninguno de los dos. La reprimenda de Harkoos había sido minuciosa y honesta. Les habían sacado del caso, tenían prohibida la entrada en la Academia y, en cuanto corriera la voz, probablemente también terminaría su carrera como asesores en el tirante e incestuoso mundo de las investigaciones policiales de gran envergadura. Se tardaba toda una vida en forjarse una reputación, pero arruinarla solo era cuestión de minutos.

Quincy tenía una extraña sensación en el estómago, una que hacía años que no sentía.

– Cuando atrapemos al Ecoasesino, pronto se olvidarán de todo esto -intentó consolarle Rainie.

– Quizá.

– Si fracasas habrá sido un acto irresponsable, pero si consigues detenerle, dicha irresponsabilidad se convertirá en un acto poco ortodoxo.

– Tienes razón.

– Quincy, esos tipos tienen el mismo cadáver y las mismas pruebas que encontramos nosotros anoche y ni siquiera estaban en la zona cuando les llamaste. Si no hubiéramos seguido adelante, esa chica todavía estaría flotando en una cueva y en estos momentos no estaríamos investigado el paradero de la cuarta víctima. Harkoos está enfadado porque le has ganado. No hay nada más abochornante que quedar eclipsado…, sobre todo por un grupo de forasteros.

Quincy detuvo sus pasos.

– Estoy harto de todo esto -dijo de pronto.

– La política nunca ha sido divertida.

– ¡No! No me refiero a este maldito caso. Por mí puede irse a la mierda. Tienes toda la razón: un día fracasas y al siguiente te conviertes en un héroe. Todo cambia continuamente y nada tiene ningún sentido.

Rainie se había quedado completamente inmóvil. La luz de la luna iluminaba su pálido rostro. Quincy no solía salirse de sus casillas, de modo que su exabrupto le causaba fascinación y miedo al mismo tiempo.