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– Tenemos que coger los coches -murmuró Kimberly-. Hay que llegar al lago.

– Ahí iniciaremos la búsqueda -convino Mac, dedicando a Levine una mirada intensa-. Seguro que no la dejó junto a un camino pues, según indica la cuadrícula, a la víctima le habría resultado muy sencillo escapar.

– Cierto.

– Tampoco la dejó en un canal, porque podría haberlo seguido para alejarse del pantano.

Kathy asintió en silencio.

– La llevó al bosque -concluyó Mac-. Probablemente, a algún punto del cuadrante nororiental, donde los árboles y el espeso follaje la desorientarían y la población de depredadores es más elevada y mucho más peligrosa. En un lugar así podría gritar todo lo que quisiera sin que nadie la oyera.

Guardó silencio unos instantes. A pesar de la temprana hora, hacía mucho calor. El sudor se deslizaba por sus rostros y manchaba sus camisas. Aunque aún estaba amaneciendo, el aire era tan pesado que sus corazones latían muy deprisa y sus pulmones tenían que hacer un gran esfuerzo para absorber el oxígeno. Las condiciones eran duras, casi brutales. ¿En qué estado se encontraría la joven, que llevaba más de tres días atrapada en este lugar?

– Ir allí será peligroso -dijo Kathy-. En esa zona hay zarzas tan espesas que ni siquiera podremos abrirnos camino a machetazos. Podríamos estar caminando tranquilamente por tierra sólida y, de repente, hundirnos hasta las rodillas en el barro. Hay osos y gatos monteses. Y también serpientes mocasín de agua, víboras cobrizas y serpientes cascabel de bandas. Aunque no suelen atacar, en cuanto abandonemos los senderos entraremos en su territorio y es muy posible que eso no les guste.

– ¿Cascabel de bandas? -dijo Kimberly, nerviosa.

– Es más corta que su prima y tiene una cabeza plana y triangular que te pone los pelos de punta. La mocasín de agua y la víbora cobriza se mueven por las zonas húmedas y pantanosas. La cascabel de bandas prefiere las rocas y los montones de hojas secas. Por último están los insectos: mosquitos, moscas amarillas, mosquitos zancudos, garrapatas y pulgas… Aunque no solemos prestar atención a los insectos, las sobrecogedoras hordas de mosquitos y moscas amarillas contribuyen a que el pantano Dismal sea considerado uno de los lugares menos hospitalarios de la Tierra.

– ¿En serio?-murmuró Ray, con voz sombría. Estaba dando palmetazos al aire, cerca de su rostro. Los primeros mosquitos ya habían percibido su olor y, a juzgar por el creciente zumbido que llenaba el aire, los demás estaban de camino.

Mientras Ray y Brian buscaban en sus bolsas repelente de insectos, la atmósfera quedó suspendida. Si aquella joven se encontraba en la zona salvaje del pantano, por supuesto que irían a por ella. A nadie le gustaba la idea, pero tampoco iban a rebatirla.

– Escuchen -dijo Kathy, lacónica-, los mayores peligros del día son la deshidratación y los golpes de calor. Todos tendrán que beber al menos un litro de agua cada hora. Lo mejor es beber agua filtrada, pero en caso de necesidad pueden beber agua del pantano. Aunque parezca que hayan estado lavando calcetines sucios en ella, la verdad es que es inusualmente pura, pues la preservan los ácidos tánicos de la corteza de los juníperos, eucaliptos y cipreses. De hecho, antaño llenaban barriles de esta agua para las largas travesías por mar. El hábitat y el agua han variado ligeramente desde entonces, pero teniendo en cuenta las temperaturas que alcanzaremos hoy…

– Hay que beber -dijo Mac.

– Sí, hay que beber mucho. El líquido es nuestro amigo. Ahora den por hecho que tienen suerte y encuentran a Tina con vida. Ante una víctima que sufre deshidratación y un golpe de calor severo, la prioridad principal es reducir su temperatura corporal. Hay que mojarle el cuerpo y masajear sus extremidades para facilitar la circulación sanguínea. Hay que darle agua, pero también muchas galletitas saladas o, mejor aún, una solución salina. Es posible que se enfrente a ustedes, pues las víctimas de un golpe de calor severo suelen delirar y mostrarse combativas. También es posible que parezca estar perfectamente lúcida y, al momento siguiente, se abalance sobre ustedes. No intenten razonar con ella. Redúzcanla e hidrátenla lo más rápido posible. Ya les culpará más adelante de su dolor de mandíbula. ¿Alguna pregunta?

Nadie tenía ninguna. Los mosquitos llegaban en hordas y zumbaban ante sus ojos, sus oídos y sus bocas. Ray y Brian dieron algunos palmetazos descorazonados, pero los mosquitos no parecieron advertirlo. Todos se rociaron el cuerpo con repelente, pero a los insectos no pareció importarles.

Acto seguido comprobaron por última vez el equipo. Todos llevaban agua, botiquines de primeros auxilios y silbatos. Todos tenían un mapa y un montón de repelente de insectos. Estaban preparados. Guardaron las mochilas en sus vehículos y Ray abrió el portal de la carretera principal que conducía al lago Drummond. De uno en uno, empezaron a avanzar hacia el pantano.

– Es un lugar espeluznante -murmuró Ennunzio, cuando el primer canal oscuro y enfangado apareció a su derecha y serpenteó amenazador entre los árboles.

Mac y Kimberly guardaron silencio.

En un pantano, todo crecía más. Kimberly agachó la cabeza por cuarta vez, intentando abrirse paso entre la espesa vegetación de retorcidos cipreses y juníperos exuberantes. Los troncos de los árboles eran tan gruesos que no podía rodearlos con los brazos y algunas hojas eran más grandes que su cabeza. En otros lugares, las ramas y las enredaderas se entremezclaban de tal forma que tenía que quitarse la mochila para poder pasar por el estrecho espacio que dejaban.

El sol se había convertido en un recuerdo distante que centelleaba sobre el dosel que se alzaba a gran altura. Mac, Ennunzio y ella avanzaban por una silenciosa y cenagosa calma, pues el esponjoso suelo absorbía el sonido de sus pasos. El intenso aroma de la vegetación, demasiado madura, inundaba sus fosas nasales y les provocaba arcadas.

En un día diferente, en otras circunstancias, suponía que aquel pantano le habría parecido hermoso: brillantes flores naranjas de madreselva moteaban el cenagoso suelo; preciosas mariposas azules aparecían entre los rayos de sol, jugando al corre que te pillo entre los árboles; y docenas de libélulas verdes y doradas revoloteaban por el camino, ofreciendo delicados destellos de color en la penumbra.

Kimberly era muy consciente del peligro. Montones de hojas secas se agrupaban en la base de los árboles, creando un hogar perfecto para las serpientes, y las plantas trepadoras, tan gruesas como su brazo, se aferraban a los árboles en nudos asfixiantes. También había claros, secciones del pantano que habían sido taladas décadas atrás y en las que ahora los redondeados tocones salpicaban el oscuro paisaje como hileras infinitas de lápidas en miniatura. Allí el suelo era más suave, cenagoso y restallante, pues los sapos y las salamandras saltaban de sus escondites para escapar de los pasos que se aproximaban.

Había cosas que se movían en los oscuros recesos del pantano. Cosas que Kimberly no veía, pero oía susurrar en el viento. ¿Un ciervo? ¿Un oso? ¿Un gato montes? No estaba segura. Solo sabía que daba un respingo cada vez que oía uno de esos ruidos distantes y que el vello de la nuca se le erizaba.

La temperatura debía de rondar los cuarenta grados y, sin embargo, tuvo que reprimir un escalofrío.

Mac dirigía al pequeño grupo, Kimberly avanzaba tras él y Ennunzio cerraba la marcha. Mac intentaba trazar una cuadrícula delimitada por dos caminos de tierra. Al principio les había parecido buena idea, pero como los arbustos y los árboles les cerraban el paso, constantemente se veían obligados a virar un poco a la derecha y después un poco a izquierda, a coger este desvío y después aquel otro, Mac tenía una brújula, así que era posible que supiera dónde estaban. En lo que a Kimberly respectaba, ahora era el pantano quien mandaba. Ellos caminaban por donde este les dejaba caminar y pasaban por donde les dejaba pasar. El sendero les estaba llevando hacia un lugar cada vez más oscuro y decadente, donde las ramas de los árboles eran más gruesas, y tenían que arquear los hombros para poder pasar por aquellos huecos estrechos y constreñidos.