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Rainie ahora le miraba con curiosidad, al igual que Nora Ray.

– ¿David no es el nombre del doctor Ennunzio? -susurró Rainie.

– Eso es lo que habíamos dado por supuesto.

– ¿Lo que habíamos dado por Supuesto?-Sus ojos se abrieron de par en par y Quincy supo lo que estaba pensando: cuando realizas una investigación, nunca debes dar nada por supuesto. Kaplan tomó de nuevo la palabra.

– Según las necrológicas, David Joseph Ennunzio murió el 14 de julio de 1972, a la edad de trece años. Murió en el incendio que asoló su casa, junto a su madre. ¡Jesús! Franklin George Ennunzio los sobrevivió. El doctor Frank Ennunzio. Quincy, Ennunzio ya no tiene ningún hermano.

– Tenía un hermano pero lo mató. Mató a su hermano, a su madre… y puede que también a su padre. Después pasó todos esos años intentando ocultar su crimen y olvidar, hasta que algo más grave apareció en su cabeza.

– ¡Tiene que detenerle ya! -gritó Kaplan.

– No puedo -musitó Quincy-. Está en el pantano Dismal. Con mi hija.

El hombre sabía lo que tenía que hacer. Se había permitido pensar de nuevo, recordar los viejos tiempos y las viejas costumbres. Le dolía la cabeza, atormentada por rayos de dolor. Caminaba tambaleante, con las manos en las sienes. Pero el recuerdo le proporcionó claridad. Pensó en su madre, en la expresión de su rostro mientras permanecía inmóvil en la cama, viendo cómo arrojaba la lámpara de aceite al suelo de su cabaña de madera. Pensó en su hermano pequeño, que se había quedado acobardado en un rincón en vez de salir corriendo hacia la seguridad.

Ninguno de los dos había ofrecido resistencia. Ninguno de los dos había protestado. Durante aquellos largos y sangrientos años, las palizas de su padre habían ido mermando sus fuerzas y, cuando la muerte había empezado a avanzar hacia ellos, se habían limitado a esperarla.

Había sido débil hacía treinta años. Había dejado caer la cerilla y había escapado de las llamas. Había pensado en quedarse, con la certeza de que deseaba morir. Pero entonces, en el último instante, no había sido capaz de hacerlo. Había conseguido romper el hechizo hipnotizante del fuego y había cruzado la puerta a todo correr. Había oído los furiosos gritos de su madre. Había oído los lastimosos gemidos de su hermano. Y después, había corrido hacia el bosque implorando que la naturaleza le salvara.

Pero la Madre Naturaleza no había sido gentil. Había pasado hambre y calor. Había pasado semanas delirando por la sed. Y finalmente había conseguido llegar a pie a una ciudad, sin saber qué ocurriría a continuación.

Todo el mundo había sido amable con él. Todos habían adulado y abrazado al solitario superviviente de la triste tragedia. «Qué mayor y qué fuerte eres, que has sido capaz de sobrevivir en el bosque durante tanto tiempo», le decían. «Fue un verdadero milagro que lograras salir de la casa a tiempo». «Sin duda, Dios ha sido misericordioso contigo».

Le habían convertido en un héroe. Y él había estado demasiado cansado para protestar.

El fuego le había seguido acechando en sueños, pero había conseguido ignorarlo durante años. Siempre había deseado ser la legendaria ave fénix, que se alzaba sobre sus cenizas en una nueva vida mejor. Había estudiado mucho y había trabajado duro. Se había jurado a sí mismo que todo iría a mejor. Que él sería mejor. En su infancia había cometido un acto terrible pero ahora, como adulto, lo haría mejor.

Durante un tiempo había funcionado. Había sido un buen agente. Había salvado vidas, había trabajado en casos importantes y había realizado investigaciones críticas. Pero entonces el dolor había regresado, las llamas habían ardido con más fuerza en sus sueños y había permitido que el fuego le hablara y le convenciera para que hiciera cosas.

Había matado. Y había implorado a la policía que le detuviera. Había secuestrado a varias muchachas y había dejado pistas para que alguien las salvara. Se odiaba a sí mismo; estaba al servicio del fuego. Había buscado la redención en el trabajo, per o había cometido pecados más terribles en su vida personal. Al final, se había convertido en todo aquello que nunca había deseado ser.

Todo lo bello te traiciona. Todo lo bello miente. Solo puedes confiar en las llamas.

Ahora corría por los oscuros recesos del pantano. Oía que los ciervos escapaban al galope y que los sigilosos zorros corrían a ponerse a cubierto. En algún lugar, entre las hojas, se oía un siniestro cascabeleo, pero ya no le importaba.

Su cabeza palpitaba y su cuerpo imploraba descanso. Mientras tanto, sus manos jugaban con las cerillas, deslizándolas sobre las bandas de azufre y dejando que cayeran con un restallido sibilante en el barro.

La fangosa agua las apagó al instante, pero otras cayeron sobre hojas secas y otras prendieron la turba, que empezó a arder a fuego lento.

Corrió hasta el pozo y le pareció oír un sonido distante al fondo.

Dejó caer en su interior otra cerilla, solo para ella.

Todo lo bello debía morir. Todas las cosas, todas las personas, y él.

Mac y Kimberly corrían. Oían sonidos frenéticos entre la maleza, fuertes pasos que parecían proceder de todas partes y de ninguna. Ahí había alguien. ¿Sería Ennunzio? ¿Su hermano? De repente, el pantano había cobrado vida y Kimberly había cogido la Glock y la sostenía desesperada entre sus manos, bañadas en sudor.

– A la derecha -dijo Mac, jadeante.

Pero el sonido se volvió a oír casi al instante, esta vez a su izquierda.

– Los árboles distorsionan el sonido -jadeó Kimberly.

– No podemos desorientarnos.

– Demasiado tarde.

El teléfono móvil de Kimberly empezó a vibrar sobre su cadera. Lo cogió con la mano izquierda y siguió sujetando la pistola con la derecha, mientras sus ojos intentaban mirar a todas partes a la vez. Los árboles oscilaban a su alrededor y el bosque se cerraba sobre ella.

– ¿Dónde está Ennunzio? -le preguntó su padre al oído.

– No lo sé.

– No tiene ningún hermano, Kimberly. Murió hace treinta años en el incendio. Es Ennunzio. Al parecer, le extirparon un tumor cerebral y ahora sufre un brote psicótico. Debes considerar que está armado y que es peligroso.

– Papá -dijo ella, en voz baja-. Huelo a fuego.

Tina levantó la cabeza de repente. Volvía a tener los ojos hinchados y cerrados; no podía ver, pero sus oídos funcionaban bien. Ruido. Un montón de ruido. Pasos y jadeos y maleza aplastada. Era como si el pantano hirviera de actividad. ¡Habían venido a rescatarla!

– ¿Hola? -preguntó, pero por su boca solo salió un débil graznido.

Tragó saliva y lo intentó de nuevo, con mejores resultados.

Desesperada, intentó levantarse. Sus brazos temblaban con fuerza, demasiado exhaustos para soportar su peso. Pero entonces oyó de nuevo el resonar de unos pasos y la adrenalina se precipitó por sus venas. Se impulsó con los brazos para ponerse en pie, pero solo consiguió avanzar a gatas entre el barro. Algo se deslizó entre sus dedos; algo chapoteó junto a su mano.

Desistiendo, acercó un puñado de barro a sus labios y lo comió con avaricia. Humedad para su abrasada garganta y sus labios resecos. Estaban tan cerca, tan cerca, tan cerca.

– ¡Hola! -intentó de nuevo-. ¡Aquí abajo!

Su voz sonó con más fuerza. Oyó una débil pausa y percibió una presencia muy próxima.

– ¡Hola, hola, hola!

– El reloj hace tictac -susurró una voz clara, desde la superficie-. El calor mata.