—Amén. —La mujer se acurrucó contra él en la oscuridad—. ¿Qué te preocupa en concreto?
—Ese comentario de que se sentía como una mutante. ¿Crees que hablaba en serio?
—Claro que sí. —En el momento de decirlo, Joanna soltó una risilla—. Vamos, Bill. Kelly sólo pretendía sobresaltarte. Y parece que lo ha conseguido.
—Es que no parece feliz, y eso me preocupa.
—No creo que sea más desdichada de lo que yo, o tú mismo, nos sentíamos a su edad.
—No será porque la privemos de nada.
—Tienes que dejar de preocuparte por eso, Bill. Eres un padre estupendo. Sólo debes relajarte un poco con el asunto de ese muchacho mutante. Creo que tu actitud le proporciona a nuestra hija un motivo contra el que rebelarse. Estoy segura de que, con el tiempo, se le pasará la fascinación que siente por él. Ten paciencia.
—Esa es tu especialidad, no la mía.
—Bien, tengo una idea que seguramente te hará olvidar por completo esa impaciencia…
Joanna empezó a besarle la nuca, rodó sobre él para frotarse contra su pecho y, a continuación, se movió lentamente más abajo.
—¿Por qué tengo la impresión de que me estás tratando como si fuera un objeto sexual?
Pese a la tenue luz del reloj, Bill no alcanzó a ver la sonrisa de su esposa en la penumbra. Pero la intuyó en su tono de voz.
—Deja de protestar. Relájate y disfruta.
4
La puerta del ascensor se cerró con un brillo plateado, emitiendo un susurro neumático.
—¿Qué piso, por favor? —preguntó la voz electrónica del control automático.
—Quince —respondió Andie lacónicamente.
No le gustaba hablar con las máquinas. El ascensor se elevó, suave y silencioso. Tras aprovechar el lujo de la cabina vacía para estirarse, Andie contempló su reflejo distorsionado en la bruñida superficie de la puerta y se preguntó ociosamente qué se sentiría yendo por la vida con un cuello como los que pintaba Modigliani, rematado por una cara picassiana con ambos ojos a un mismo lado de la nariz. Así era cómo había imaginado a los mutantes la primera vez que había oído hablar de ellos, siendo niña. Antes de que aparecieran en las escuelas, en las calles, en la sede del gobierno.
El ascensor se detuvo, la puerta se abrió con un suspiro y en la cabina entraron Karim Fuentes, primer ayudante del senador Craddick, y Carter Pierce, principal representante ante los miembros del poder legislativo de los fabricantes coreanos de superconductores, los brasileños de combinaciones genéticas y los franceses de aleaciones plásticas.
—Andie…, encantado de verte. —Fuentes le lanzó una de sus deslumbrantes sonrisas y añadió—: ¿Conoces a Carter?
—Sí, nos han presentado. —A pesar de ella misma, le gustaba la buena apariencia de Karim, su tez morena y su trato agradable. En cambio, las relaciones políticas de Carter Pierce y sus puños dobles de seda la dejaban fría. De todos modos, nunca le habían atraído los rubios. Por su parte, Pierce evitaba el despacho de la senadora Jacobsen con una rotundidad que bordeaba la fobia—. ¿Cómo está?
—Eso tal vez deberíamos preguntárselo nosotros —respondió Pierce, relamido, estudiando su reflejo en la puerta metálica y enderezándose la corbata.
Por un instante, Andie deseó apearse del ascensor. Sin embargo, la perspectiva de subir ocho pisos a pie no la sedujo y decidió quedarse. Se dijo que, en última instancia, podía matar a Pierce.
—¿Perdone?
Pierce le dirigió una sonrisa socarrona.
—Bien, hemos sabido lo de esa carta bomba. Y no es la primera, ¿verdad? ¿No la ponen un poco nerviosa a veces esas cosas? Quiero decir que trabajar para Eleanor Jacobsen es hacerlo para un posible blanco de atentados.
Andie se encogió de hombros y respondió:
—Considero un privilegio trabajar para una persona como la senadora. Los cargos públicos pueden tener sus riesgos, Carter. Cualquiera puede ser un blanco, incluso usted.
Contempló la corbata amarilla a franjas metálicas y acarició la idea de ahorcarlo con ella.
—Brrr… —murmuró él—. No me estoy inventando nada de lo sucedido, señora Greenberg. Es evidente que trabajar para ciertas personas resulta especialmente peligroso.
—¿Y?
—Siento curiosidad por saber cómo puede soportarlo.
—Carter… —murmuró Fuentes con nerviosismo.
—Desde luego, es preciso trabajar noche y día para malvender los restos de nuestra industria nacional en pro de intereses foráneos.
Con una dulce sonrisa que rezumaba veneno, Andie murmuró:
—Si me disculpan, me apeo en este piso.
La puerta se abrió, y Andie salió con paso enérgico, furiosa.
—¡Andie, espera!
Se volvió en redondo, dispuesta a tener unas palabras con Carter, pero Fuentes la había seguido solo.
—¿Y bien?
—Lamento lo de Carter. Ya sabes lo que opina de… —Fuentes echó una nerviosa mirada al concurrido pasillo y se acercó a ella.
—¿De qué?
—De…, ya sabes —repitió él, casi en un susurro.
—¿De los mutantes? —preguntó Andie entre dientes.
—Sí. Piensa que todos ellos deberían ser enviados a la Base Marte cuando la inauguren, o algo así.
Fuentes se encogió de hombros.
—¡Qué curioso! Yo opino lo mismo de Carter.
El hombre soltó una risilla, y Andie se sintió mejor.
—¿Y tú, Karim? ¿Qué opinas de ellos?
La sonrisa se esfumó. Bajó la vista un momento y luego la clavó en los ojos de la mujer con una mirada serena y escrutadora.
—Creo que tienen el mismo derecho que cualquiera a estar representados. Y el derecho a que los dejen en paz. No conozco bien a ningún mutante, pero Jacobsen parece enérgica, trabajadora y eficiente. Cumple su trabajo a pesar de la atención de los medios de comunicación. ¿Qué más se puede pedir de un miembro del Senado? Nunca he visto que tuvieras que ir tras ella corrigiendo sus patinazos, como a mí me sucede continuamente con Craddick.
—De eso puedes estar seguro.
—Escucha, puede que cierta gente tenga problemas con Jacobsen, pero no es asunto mío. Los mutantes no me caen mal, y si finalmente han conseguido tener una senadora, mejor para ellos. Además, mi abuela se revolvería en la tumba si creyera que estoy discriminando a otra minoría. Mi abuela fue la primera de nuestra familia que terminó los estudios universitarios; creía firmemente en la igualdad y se ocupó de que la familia compartiera esa fe.
—Me alegro de que opines así, Karim. No conozco a muchos que piensen igual —murmuró Andie. Cada momento que pasaba, Karim le caía mejor—. Yo siento una gran admiración por Eleanor Jacobsen y haré todo lo que pueda para ayudarla a promover el acercamiento entre mutantes y no mutantes.
Se volvió para irse, pero se detuvo al tiempo que él la asía por el brazo.
—¿Te gustaría almorzar conmigo?
El encanto se rompió. Karim adquirió ante sus ojos un aire desvalido y sincero, que le hacía aún más atractivo. Andie sonrió.
—Me parece estupendo —respondió. Echó un vistazo a su reloj de oro y añadió—: Pero tendrá que ser tarde, sobre la una y media. Además de los asuntos normales, tengo que preparar todas mis cosas y las de Jacobsen para ese viaje a Brasil.
—Sí, ya lo imaginaba. Puede que Craddick vaya también.
—En fin, no me importará escapar del frío y la lluvia de Washington en marzo, y cambiarlos por las playas soleadas de Río.
—Ya somos dos. Escucha, me parece bien lo de almorzar a última hora. Ya hablaremos entonces del viaje a Brasil, ¿de acuerdo? —Karim le lanzó una ávida sonrisa.
—Estupendo. ¿Quedamos a la una y media en el vestíbulo?
El hombre hizo un gesto con la mano y se marchó.
Andie enseñó la tarjeta holográfica ante la puerta y ésta se abrió deseándole buenos días con una voz áspera que la mujer odiaba.