Encontró una carta para Jacobsen del senador Horner, el «reverendo senador», como le llamaba Andie. Pulsó el zumbador para anunciar su entrada en el despacho de Jacobsen, pero no tuvo respuesta. En realidad, aún era temprano. La senadora solía aparecer hacia las nueve.
Andie abrió el precinto del sobre, leyó el contenido de la carta y meneó la cabeza. Era otra desquiciada propuesta para unificar a los mutantes con La Grey, la agrupación de electores fundamentalistas que respaldaba a Horner.
«Si todos los hombres, mujeres y niños mutantes se unieran a nuestra grey, nuestras plegarias serían escuchadas», escribía el senador.
«¡Menudo hipócrita!», pensó Andie. Sin embargo, todos los grupos con intereses especiales tenían su representación en Washington. La semana anterior había sido el Frente Unido de Liberación Musulmana, a través del emir Kawanda. Ambos grupos ya habían intentado derrotar a los mutantes presentando sus propios candidatos frente a Jacobsen, pero habían fracasado. Ahora querían aliarse con ella.
De todos modos, no se podía culpar de nada a todos aquellos grupos minoritarios. Los mutantes parecían conseguir con facilidad objetivos que a otros les había costado generaciones de marchas, manifestaciones y peticiones alcanzar.
Pero, aunque demagogos como Horner y similares quisieran subirse al carro de los éxitos mutantes, sus tendencias implícitas a la codicia, el racismo y el imperialismo religioso parecían incompatibles con los intereses de los mutantes. De todos modos, en opinión de Andie, a Horner no parecían importarle mucho estas reservas morales. Bajo toda su santurronería, el corazón del «reverendo senador» latía con un voraz ritmo político: votos, votos, votos.
—Buenos días, Andrea —dijo Jacobsen mientras cruzaba el antedespacho a grandes pasos, con un maletín de pantalla en cada mano.
Tras una sonrisa, desapareció en su despacho privado. Andie la siguió y asomó la nariz por la puerta abierta.
—Hemos recibido otra petición de Horner, senadora. Lo de costumbre.
—Entonces, envíele la respuesta habitual.
—Muy bien: «Gracias, pero no. Gracias.»
—Exacto. —Jacobsen estaba ya ante su pantalla de escritorio y le echó un breve repaso—. ¿Ha confirmado Stephen Jeffers nuestra reunión a las nueve y media?
—Sí. —Andie hizo una pausa—. Debo reconocer que Jeffers ha resultado un buen aliado, finalmente.
—¿Qué esperaba?
—Bueno, después de la dura pugna que tuvimos con él en las primarias, pensaba que se mantendría a distancia.
—Andie, una política experimentada como usted debería saber que los enfrentamientos políticos suelen ser lo más pasajero. Y cuando se trata de conseguir que se lleve a cabo un asunto, sobre todo si está relacionado con los mutantes, Stephen es demasiado profesional para permitir que nuestra rivalidad anterior se entrometa. Además, fue una suerte que se pusiera de mi parte después de las primarias. De lo contrario, dudo que hubiera salido elegida, pues habría sido muy fácil dividir el voto mutante.
—¿Incluso con la enorme población mutante de Oregon?
—Incluso así. Su ayuda fue inapreciable.
«Además —pensó Andie—, resulta difícil no tenerle en estima. Con esa cabellera, esa barbilla cuadrada y esa sonrisa matadora… ¡Y esos ojos dorados!»
Jacobsen le dirigió una mirada socarrona y Andie se volvió de espaldas, repentinamente incómoda.
Sabía que Jacobsen era una telépata limitada, pero se suponía que los dotados con esa facultad eran respetuosos con la intimidad de los demás, ¿o no?
—¿Está preparada para revisar lo del viaje a Brasil? —preguntó la senadora.
—Ahora mismo lo traigo.
Andie sacó el expediente, cogió la pantalla de notas y entró de nuevo en el despacho de Jacobsen.
—¿Recuerda esos rumores sobre supermutantes?
—Por supuesto.
—Como es lógico, tengo mucho interés en el asunto, y parece que ese interés es compartido por otros, hasta el extremo de que se ha sugerido la apertura de una investigación por parte del Congreso. No oficial, por supuesto.
—Y, lógicamente, usted encabezará esa comisión «oficiosa».
—Eso parece. —Jacobsen esbozó una sonrisa irónica—. La mutante favorita de todo el mundo.
—¿Se lo han pedido ya?
—No, pero lo harán. Es una lástima. Con franqueza, lo que menos me apetece en este momento es un estúpido viaje a Brasil. Ni siquiera hablo portugués.
—Hágase un implante.
—No hasta que me lo pidan. —La senadora alargó la mano y asió su taza de café, de porcelana blanca—. Supongo que lo harán esta tarde —añadió—, de modo que será mejor que programe un implante hipnótico para ambas. El paquete de idioma y entorno cultural, como de costumbre. Recibiremos un informe del Departamento de Estado justo antes de marcharnos. Y haga planes para una ausencia de un par de semanas, por lo menos.
—De acuerdo. Programaré el alimentador de la gata para que le eche de comer a Livia hasta abril, por si la comisión decide abrir una oficina provisional ahí abajo.
Jacobsen sonrió ante la broma. Aquella mañana parecía insólitamente alegre y relajada.
—No me abandone, Andrea. La necesito para que ejerza su influencia benéfica por aquí. ¡Ah!, y no se olvide de notificarlo a los medios de comunicación adecuados.
—Desde luego. —Andie hizo una pausa y añadió—: Senadora…, entre nosotras…, ¿me permite una pregunta?
—¿De qué se trata?
—No da usted mucho crédito a ese rumor del supermutante, ¿verdad?
Jacobsen arqueó las cejas en un gesto de sorpresa, pero el descuido duró apenas unos segundos y de inmediato volvió a colocarse la máscara de serenidad.
—Creo que es conveniente mantener una actitud escéptica hasta que dispongamos de pruebas contundentes —respondió. Su voz sonó tranquila, cauta—. Pero aquí estamos hablando de rumores, y me disgusta perder el tiempo con ellos.
—¿Qué hará si no se trata de simples rumores?
—Me preocuparé de eso cuando llegue el momento, si es que llega.
James Ryton se tiró de los puños y se volvió hacia su hijo.
—¿Nervioso?
—Un poco. Excitado.
Michael tenía un aspecto serio con su traje gris. Parecía una versión en joven de su padre, salvo por la corbata trenzada de color rosa brillante que había insistido en ponerse. James Ryton no le regañó por su vanidad, pero prefería su pañuelo de cuello color borgoña, formal y pasado de moda. El vagón del suburbano dio un bandazo y los dos se asieron al pasamanos. Tras las ventanas fueron pasando las estaciones, cuadrados de luz blanca y caras pálidas enmarcadas por un segundo para desaparecer al instante.
—Tú ya la conoces, ¿verdad, papá?
Ryton asintió.
—Sí, y siempre es un placer verla de nuevo. Eleanor Jacobsen lleva ya toda una legislatura en el cargo, y ello enorgullece a todos los mutantes.
El transporte los dejó en la estación del Capitolio. Avanzaron por las aceras rodantes y tomaron los ascensores plateados hasta el despacho de Jacobsen. Los atendió la recepcionista.
—¿Los señores James Ryton y Michael Ryton? Hagan el favor de entrar y sentarse. La senadora asiste a una reunión, pero estoy segura de que los atenderá enseguida.
Ryton asintió con impaciencia. No veía el momento de seguir adelante con el asunto. Cuando había transcurrido un cuarto de hora, volvió a dirigirse a la recepcionista.
—¿Cree que tardará mucho más?
—Le recordaré que están ustedes aquí —respondió la mujer con una sonrisa comprensiva.
—Gracias.
Al sonido del zumbador, Andie alzó la vista de la pantalla de notas. La senadora y Stephen Jeffers estaban abstraídos, enfrascados en una discusión.