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—¿Me estás diciendo que vas a permitir que se autoricen más limitaciones a los atletas mutantes? —inquirió Jeffers con voz enfadada—. ¡Santo Dios, Eleanor! ¡Dentro de poco tendremos que llevar lastres y vendas en los ojos para competir!

—Tranquilízate, Stephen —respondió Jacobsen en tono sosegado—. Exageras. Por supuesto que no apoyaré esas restricciones, pero tu petición de que se derogue la Doctrina del Juego Limpio es prematura. Ya sabes que aún no tenemos el apoyo suficiente en el Senado para pedir una votación sobre semejante tema.

—Entonces, consigamos ese apoyo.

—Ojalá fuera tan sencillo.

La pantalla de Jacobsen volvió a zumbar. Andie interceptó la llamada.

—¿Qué sucede, Caryl?

—Los señores James Ryton y Michael Ryton desean ver a la senadora. Llevan media hora esperando.

—Gracias. —Andie se volvió hacia Jacobsen—. Senadora, creo que su cita de las once está aquí.

—¿Ya? —Jacobsen estudió la pantalla y añadió—: Andie, necesito diez minutos más con Stephen. ¿Puede apaciguarles hasta que terminemos?

—Desde luego.

Jeffers le guiñó el ojo y murmuró:

—Eleanor debería sacar clones de usted, Andie. Así podría estar en dos lugares a la vez.

—O en tres —le corrigió Jacobsen—. Gracias, Andie.

La ayudante cerró la puerta al salir y pasó al despacho externo, con la sonrisa de Jeffers aún viva en su mente. Los Ryton aguardaban junto al escritorio de Caryl.

—Tengan la bondad de disculpar el retraso, señores. Soy Andrea Greenberg, ayudante de la senadora Jacobsen. Dentro de un momento estará con ustedes.

Estrechó la mano de los dos hombres, reprimiendo una risilla. Hablando de clones, el joven Ryton parecía sacado del mismo molde exacto que su padre. No, si una lo miraba más detenidamente, sus ojos poseían un rasgo poco habituaclass="underline" eran ligeramente oblicuos.

Interesante. «Los mutantes siempre resultan interesantes —pensó—. Y atractivos.» Un hormigueo eléctrico le recorrió la columna.

Andie condujo a los Ryton hasta un par de sillas junto a su mesa.

—¿Conocen a la senadora?

—Sí, de una visita previa —dijo James Ryton—. Queremos hablar con ella sobre la ley de Adjudicaciones de la Base Marte. La normativa que incorpora va a estrangular el sector de la ingeniería espacial, cuando apenas hemos recuperado nuestra competitividad frente a Rusia y Japón.

—¿Está usted al corriente de que la ley se someterá a votación mañana?

— Por eso hemos venido hoy.

La línea privada de Andie sonó una vez; era el código de Jacobsen.

—Disculpe.

Andie se volvió y levantó el auricular.

—Andie, tendré que citar para otro momento a los Ryton. ¿Qué tal mañana?

—Se lo diré.

Miró a los dos hombres con un gesto de disculpa.

—Parece que la reunión de la senadora se va a prolongar. Me temo que tendré que pedirles que vuelvan mañana…

—Entonces será demasiado tarde —la interrumpió Michael Ryton, pero una rápida mirada a su padre le hizo callar.

Andie empezó a decirles que lo lamentaba, pero se detuvo a media frase. Los dos mutantes tenían un aspecto tan abatido… Estudió la lista de actividades, pero el primer hueco que tenía la senadora para recibirles al día siguiente era después de la votación de la ley.

—Esperen —les dijo—. Déjenme ver qué puedo hacer.

Llamó a Jacobsen.

—Senadora, lo siento, pero insisto en que debería usted recibir a los señores Ryton hoy mismo. Quieren hablar con usted sobre la ley de Adjudicaciones de la Base Marte, y mañana no tendrá tiempo de recibirlos antes de que se presente el proyecto de ley.

—¿Tan urgente es?

—Creo que sí.

Se produjo una breve interrupción, mientras Jacobsen intercambiaba unas palabras con Jeffers. Después, la senadora reapareció en el aparato.

—¿Les importa si está presente Jeffers?

Andie se volvió hacia los Ryton.

—Stephen Jeffers se encuentra con la senadora en este momento. ¿Les importa si participa en la reunión?

—En absoluto.

—Les hago pasar enseguida —informó Andie a la senadora.

—Gracias, Andie.

—Bien, señores, pueden pasar. —Vio al joven Ryton tan aliviado que estuvo a punto de hacerle un guiño. Incluso el padre parecía haberse ablandado un poco—. Por aquí.

Cuando ya entraban en el despacho de Jacobsen, James Ryton se detuvo en la puerta.

—Señorita Greenberg, gracias.

James Ryton sonrió. Andie tuvo la sensación de que no lo hacía a menudo.

—¿James? Me alegro de volver a verle. —Jacobsen le estrechó la mano brevemente—. ¿Éste es su hijo?

Le dio también la mano, y al joven le sorprendió la firmeza del apretón y su aire enérgico. Vestida con un sobrio traje de chaqueta gris llenaba el espacio del despacho con facilidad. Les indicó con un gesto que tomaran asiento en los sillones acolchados de cuero rojo que había frente a la mesa. Michael observó que no llevaba ningún distintivo de la Unión Mutante. «Probablemente no es su estilo», pensó. Parecía mucho más conservadora y moderada de lo que él esperaba. Y su despacho tenía un aire a mundo antiguo, realzado por los paneles de madera añeja de las paredes, la elegante tapicería azul del sofá y la alfombra oriental de color vino del suelo. Nada de mobiliario acrílico de molde para la senadora Jacobsen.

Un hombre atractivo de mandíbula cuadrada y ojos dorados los esperaba sentado junto al escritorio. En la solapa de su traje azul marino lucía un distintivo de la Unión. El padre de Michael le saludó con la cabeza.

—¿Conoce a Stephen Jeffers? —preguntó Jacobsen.

—Sí, nos conocimos en el cónclave del Oeste, hace tres años —respondió Ryton.

—Me alegro de volver a verte, James. —Jeffers le estrechó la mano y se volvió hacia Michael—. Veo que has entrado en la firma desde entonces. Buena jugada. Por lo que he oído, es una de las mejores empresas de ingeniería espacial.

—James, tengo entendido que se ocupan ustedes del proyecto de colector solar —dijo Jacobsen.

—Sí.

—Ya era hora de que el programa espacial norteamericano volviera a ser competitivo.

—Y nos gustaría que siguiera siéndolo. Pero esas condenadas normativas nos están paralizando.

—Es la herencia del accidente de Groenlandia —asintió Jeffers.

—Las normativas de seguridad se han convertido en una soga que nos rodea el cuello. Empleo a una decena de personas para cumplir con las nuevas regulaciones, pero es imposible mantener la competitividad en estas condiciones. Yo no puedo encargar el trabajo a Corea, como hacen los rusos y los japoneses.

—James, las normativas de seguridad son una parte fundamental de la industria espacial —declaró Jacobsen.

—La seguridad, sí. Y todo nuestro trabajo es de vanguardia en este aspecto. Pero la mayoría de estas últimas normas son meramente decorativas, algo a lo que sus colegas puedan recurrir cada vez que el público ignorante arme un alboroto respecto a la seguridad espacial.

—Aguarde, James…

—Senadora, no tiene usted idea de lo intrincadas que se han vuelto estas normativas. Por eso estamos aquí. Con los costes crecientes de las piezas y del personal, sumado a la competencia del extranjero, si se añaden nuevas restricciones de seguridad a la presente legislación no voy a poder continuar en el negocio.

Jacobsen movió la cabeza en gesto de negativa.

—Ya sabe que es un tema delicado. No puedo presentarme y anunciar sin más mi oposición a las normas federales de seguridad en la Base Marte. Todo el Senado se reiría de mí. Para bien o para mal, es una necesidad política dar satisfacción a los críticos del programa espacial, o no habrá tal programa espacial. Sería una repetición de los ochenta. Y eso resultaría aún peor para su negocio.