—Estaré encantado de declarar sobre el impacto de las medidas de seguridad ya existentes —afirmó Ryton—. Hemos tenido que incrementar los precios un mil por ciento, sólo para quedar en la misma situación que antes de Groenlandia. Estoy seguro de que si preguntan a mis competidores norteamericanos, comprobarán que les sucede lo mismo. Quizá al contribuyente le interesará saber cuánto les cuesta el consuelo psicológico de estos sistemas superfluos.
—¿De modo que usted opina que estas normativas de seguridad son innecesarias?
—Algunas de ellas, sí.
Michael sintió una oleada de respeto hacia su padre al ver que se mantenía firme.
—¿Y usted? ¿Cuál es su opinión?
—Estoy de acuerdo con mi padre. Es evidente que las normas fueron una concesión para tranquilizar a los críticos tras el accidente de Groenlandia, pero, con franqueza, son una pérdida de tiempo y de dinero de los contribuyentes. Más aún, en realidad no hacen al sistema más seguro de lo que ya es. Y le aseguro que lo es mucho. Hemos traído documentación sobre su grado de seguridad, antes incluso de añadir las últimas especificaciones.
Michael sacó del bolsillo un paquete de memoria y se lo tendió a Jacobsen. La senadora suspiró.
—Es usted tan convincente como su padre. Está bien, señores. No prometo ningún milagro, pero déjenme ver qué puedo hacer.
—Nos gustaría tener noticia de la votación, senadora. —James Ryton se puso en pie.
—Mi ayudante, Andrea, se pondrá en contacto con ustedes.
Michael estrechó otra vez la mano de la senadora y abandonó el despacho sintiéndose relajado, casi jubiloso. La atractiva pelirroja ayudante de Jacobsen le hizo un signo de complicidad con el pulgar hacia arriba cuando pasó junto a su mesa, e incluso su padre la saludó con un gesto de cabeza.
De modo que aquélla era la famosa Eleanor Jacobsen. Bien, desde luego hacía honor a su leyenda: aguda, inteligente y llena de astucia política. La mutante adecuada en el lugar preciso. Michael se sintió impaciente por contarle a Kelly lo sucedido.
5
La lanzadera nocturna avanzó en silencio sobre las nubes. En realidad, por encima de la atmósfera. Un vuelo que antes duraba toda una noche se había reducido a media hora gracias a la lanzadora intercontinental. «Apenas le da tiempo a una de abrir la pantalla portátil», pensó Andie. Mirando por la ventanilla, contempló la oscura extensión de espacio tachonado de estrellas. Abajo, la esfera azul de la Tierra dormía bajo la cubierta de nubes como una gran canica. La luna, una luz amiga en la noche, titilaba en el horizonte, redonda y plateada. Andie se preguntó por un instante cómo sería la vida en la superficie del árido satélite, en una planicie reverberante y sin aire, bajo cúpulas, extendiendo lenta y dolorosamente la colonización con la certeza de que la siguiente generación heredaría y disfrutaría del trabajo que ahora realizaban. Andie no había estado nunca en la Estación Luna. Todavía. En cuanto a la Base Marte, esperaba poder verla tan pronto como estuviera terminada. Ella nunca podría vivir fuera de la Tierra, pero le encantaría hacer una visita.
Hojeó un folleto cosido al billete de la lanzadera. Era una propuesta de inversión en La casita en la Luna, una urbanización «actualmente en fase de construcción en las hermosas colinas próximas al mar de la Tranquilidad. Abierta sólo a miembros, por supuesto». Andie reprimió las ganas de reírse. En las fotos y vídeos, el paisaje lunar siempre le había resultado extraño, sobrecogedor y fantasmagórico, pero nunca «hermoso».
Al otro lado del pasillo, Karim tenía en sus manos el mismo folleto. Andie cruzó una mirada con él y le guiñó un ojo. Karim sonrió y ladeó la cabeza, indicando la fila de asientos inmediatamente anterior a la que ocupaba, donde su jefe, el augusto senador León Craddick, había conseguido quedarse dormido. La voluminosa cabeza de Craddick, de cabellos canosos e hirsutos, asentía suavemente al ritmo de sus ronquidos. Eleanor Jacobsen observó a su colega, frunció el entrecejo y volvió a estudiar el informe que estaba revisando. Andie admiró su resistencia y su capacidad de concentración, cuyos resultados eran palpables en el Senado.
Distinguió también al senador Joseph Horner sentado varias filas más atrás, murmurando unas palabras al ordenador portátil, con su cráneo reluciente bajo unos ralos mechones de cabello. «Probablemente estará rogando que le lleguen más conversos adinerados», pensó Andie. ¿Qué hacía Horner en una comisión como aquélla, si ni siquiera aceptaba las teorías evolucionistas y mucho menos la posibilidad de que existieran mutantes evolucionados? Aunque, como recordó la mujer, ello no le impedía solicitar a los mutantes que se convirtieran a La Grey. Andie habría apostado a que el senador había retorcido más de un brazo para conseguir un pasaje en la lanzadera. Fueran cuales fuesen sus creencias personales, Horner no podía permitir que la búsqueda del siguiente paso en la evolución humana se iniciara en ausencia del representante personal de Dios en el Congreso. La tentación de echarle de la nave por una esclusa de aire era grande, pero Andie apartó de su cabeza tal fantasía y decidió mantenerse lo más lejos posible de aquel individuo.
Con los ojos cerrados, se imaginó sentada en una cafetería brasileña, tomando un cubalibre. Era una lástima que Stephen Jeffers no los acompañara, pues le habría gustado compartir una mesa con él. Su implante de memoria de la ciudad de Río le mostró sus extensas playas, su vegetación exuberante en plena floración, la brillante ciudad llena de blancos edificios que se alzaban hacia el cielo y de gentes que se movían siguiendo un ritmo sensual que parecía no cesar nunca. La lanzadera inició lentamente la maniobra de descenso. Andie continuó practicando en silencio el portugués y aguardó a ver las luces blancas de la pista de aterrizaje en las afueras de Río.
Cuando Sue Li Ryton llegó a su casa, la pantalla emitió unos destellos ámbar desde el otro lado de la estancia. Sue Li dejó las bolsas de la compra sobre las frías baldosas azules del vestíbulo y pulsó unas teclas para recuperar los mensajes. Cuando apareció el primero, la mujer casi podría haber predicho al pie de la letra su contenido. Las palabras que se iluminaron en la pantalla confirmaron sus sospechas.
«Mamá, he cogido prestadas las llaves y el deslizador. Volveré sobre las once. Michael.»
Sue Li exhaló un suspiro y se quitó el abrigo rosa. Sabía que Michael estaba saliendo otra vez con Kelly McLeod. ¿Debía contárselo a James? No, dada su postura contraria a aquel tipo de relaciones, cuanto menos supiera, mejor. Por lo que se refería a ella, seguía considerándola inofensiva, pero parecía que Michael estaba decidido a pasar todo su tiempo libre con esa muchacha, y su madre no podría encubrirle indefinidamente. Sobre todo con la proximidad de la reunión estival del clan. En junio tenían que volver a Seaside Heights.
La pantalla mostró un segundo mensaje: un aviso dirigido a James para que llamara a Andrea Greenberg, código 3015552244. ¿Andrea Greenberg? Una sospecha torturó a Sue Li. James no solía recibir mensajes de mujeres en casa. ¿Quién podía ser aquella Andrea? ¿Una conocida por asuntos de trabajo?
Sue Li confiaba en su esposo, más o menos. En un matrimonio de la duración del suyo, la confianza casi no importaba. Su unión con James se hallaba sólidamente cimentada por el tiempo y la familia.
En otra época había esperado más. Con Vinar. ¡Ah! ¡Cómo se había estremecido con su contacto! ¡Cómo había vivido los momentos que pudieron pasar juntos! Entonces era muy joven, por supuesto. No cabía esperar la misma pasión en la madurez. Sin embargo, tras la desaparición de Vinar, Sue Li había esperado que James y ella pudieran lograr una verdadera unión de mente y cuerpo. La telepatía, desde luego, les permitía por lo menos conectar mentalmente, aunque, con frecuencia, a Sue Li le resultaba incómoda la experiencia. Sobre todo últimamente, con los primeros episodios de deterioro mental de su esposo. En cuanto a sus cuerpos…