En fin, Sue Li hacía mucho tiempo que había dejado de esperar grandes placeres, aunque ello no le impedía seguir sintiéndose posesiva respecto a su marido.
Después de colgar el abrigo en el armario empotrado del vestíbulo, se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y se subió las mangas de la chaqueta. El indicador de temperatura del reloj de pared marcaba quince grados, una temperatura cálida para el mes de abril. Pulsó la palanca de intercomunicador.
—¿Melanie?
No hubo respuesta. Debía de andar por ahí, enfurruñada. Desde el incidente del bar, hacía un par de meses, Mel se había vuelto aún más taciturna y reservada de lo habitual. Sue Li notó una punzada de remordimiento. ¿Qué podía decirle a la muchacha? ¿Acaso tenía ella la culpa de que Melanie fuera una nula y lo pasara tan mal a causa de ello? Había hecho cuanto estaba en su mano por su hija. Se quitó los zapatos y movió los dedos de los pies, cerrando los ojos de alivio.
—¿Jimmy?
—¿Sí, mamá?
—¿Qué andas haciendo?
—Nada.
«Como de costumbre», se dijo la madre. Probablemente, estaría haciendo levitar todo el mobiliario del dormitorio principal, para sorprenderla más tarde.
—Bueno, ya que no haces nada, ¿podrías llevarme los paquetes a la cocina y guardar cada cosa en su sitio?
—Claro, mamá.
Las bolsas de la compra flotaron en el aire y desaparecieron tras el ángulo del pasillo. Cuando Sue Li entró en la cocina, las cajas y latas llenaban ya las alacenas, y las verduras estaban terminando de colocarse en el frigorífico. «Hasta aquí, estupendo», pensó. Al volverse para dejar un vaso en el fregadero, un brillante paquete anaranjado pasó zumbando ante su rostro, casi colisionó con su nariz, dio la vuelta en torno a su cabeza y retrocedió de nuevo, como un pequeño satélite. Sue Li alargó la mano para agarrarlo, pero el pequeño envase anaranjado siguió flotando, fuera de su alcance. Con un suspiro, la mujer cerró los ojos y condensó toda su irritación en el equivalente mental a un bofetón. Luego, lanzó la imagen a su hijo menor con una fuerza medida. El envase cayó al suelo con un leve ruido. El intercomunicador emitió un chasquido.
—¡Mamá! ¿Por qué has hecho eso?
—He tenido que batallar con un montón de tratantes de arte pendencieros y conservadores hipersensibles. No estoy de humor para tus bromas.
Sue Li recogió del suelo el envase caído. Era un paquete de condones abierto.
—¿De dónde has sacado esto, Jimmy? —preguntó Sue Li, tratando de aparentar calma.
—Lo he encontrado en el cajón de Michael.
—Pues vuélvelo a dejar ahí. Tenemos que respetar la intimidad física de la gente, no sólo sus derechos mentales.
—¿Se lo contarás a papá?
Sue Li creyó detectar una nota de regocijo en la voz de su hijo menor. Pensó que debía poner fin a aquello enseguida. Con voz acerada, replicó a Jimmy:
—Será mejor que te ocupes de tus propios asuntos, jovencito, o te sacudiré otra vez, y más fuerte. ¿O quizá prefieras que te obligue a repetir los diecisiete cánticos de paciencia y cautela durante unas cuantas horas? Aún no eres lo bastante mayor para librarte de hacerlo. —Dejó pender la amenaza en el aire durante unos instantes—. Quiero que vuelvas a poner ese envase donde lo has encontrado. ¡Ahora!
—Está bien —murmuró Jimmy, en un tono de voz apagado.
Sue Li se sintió aliviada cuando oyó el chasquido de la desconexión. Jimmy se estaba volviendo un poco impredecible. Realmente, lo habían malcriado. Cada año se volvía más atrevido, más perturbador. En la última reunión había escondido la ropa de Halden durante toda una mañana, y Sue Li empezaba a temer la censura del grupo, pues las travesuras infantiles estaban dando paso a bromas cargas de malicia. Y, por supuesto, James estaba tan ciego a esas manifestaciones de su hijo menor y homónimo, como lo estaba a las facultades del mayor. Sue Li sacudió la cabeza.
Mientras el paquete de condones empezaba a levitar y abandonaba la cocina, la mujer se dejó caer en la silla flotadora verde próxima a la puerta del sótano y notó que el cojín se ajustaba agradablemente a su silueta. Experimentó una extraña necesidad de echarse a reír y a llorar. Michael ya no era ningún niño, pero tampoco era necesaria una prueba tan definitiva. Intentó repetir los cánticos de calma. Los días atareados solía invocarlos, pero en esta ocasión no lograron proporcionarle el tranquilizador aislamiento que tantas veces había experimentado.
En el bar encontraría remedios alternativos. A veces se tomaba una copa cuando James trabajaba hasta tarde. Y en el armario de las medicinas había Valedrina. Por un momento, se sintió tentada. Entonces oyó cerrarse la puerta principal.
—¿James?
—No, mamá, soy yo —respondió Melanie sin alzar la voz.
Entró en la cocina vestida con una túnica azul y unas polainas verdes, abrió el frigorífico y se quedó mirando su contenido. Sue Li alargó el brazo por encima de su hija para coger un envase de líquido instantáneo. Finalmente, Melanie escogió un puñado de galletas de kiwi y cerró el frigorífico al tiempo que mordisqueaba una con aire distraído. Sue Li asintió en gesto de aprobación. Para mantener equilibrado el metabolismo mutante era preciso realizar comidas numerosas y poco abundantes.
—¿Qué tal ha ido el día?
—Bien.
—Falta un buen rato para la cena.
Melanie se encogió de hombros y se encaminó al salón, pero de pronto se volvió como si acabara de recordar algo.
—¿Mamá?
Sue Li abrió un paquete de pescado y aguardó a que los recomponentes químicos del interior reaccionaran con el aire. No se molestó en alzar la vista.
—¿Sí?
—La prima Evra da una fiesta el viernes de la semana de la graduación. Quiere preparar una escena cómica para la reunión del clan. La fiesta durará toda la noche. ¿Puedo ir?
—¿Quién más está invitado?
—Tela, Marit, Meri. Todo chicas.
—Creía que no te llevabas bien con Tela. —Sue Li frunció el entrecejo y se concentró en cortar el pescado en lonchas finas, envidiando las delicadísimas facultades telequinésicas de Zenora, que le permitían cortar el sushi desde cincuenta metros de distancia.
—¡Qué va! No me cae mal.
Sue Li conectó el horno de convección. De haber estado Michael en casa, le habría pedido que cocinara el pescado por telequinesis, pero Jimmy siempre le quemaba la comida. «Ese chico es muy descuidado», pensó. Michael tenía mucho más control sobre sus facultades. Se volvió hacia su hija y le dijo:
—Si te apetece ir, me parece bien. A tu padre le gustará ver que te interesas por los asuntos del clan.
—Seguro que sí.
—Sin ironías, Mel.
Sue Li rebozó el pescado con maikon rallado y aromatizado, y lo colocó en el flujo de aire del horno, donde flotó meciéndose suavemente.
—Podemos llevarte, si quieres esperar a que vuelva a casa.
—No, gracias, Michael me ha dicho que me llevará él.
¿Eran imaginaciones de Sue Li, o Mel parecía incómoda? En fin, Michael era un buen conductor, y Sue Li le agradecía su ayuda como chofer de sus hermanos pequeños. Cuando Melanie se graduara en el instituto, dentro de pocas semanas, también ella podría solicitar el permiso de conducir.
—Como quieras. Y ahora, si acabas de una vez esas galletas, no me vendría mal que echaras una mano aquí.
El reloj marcaba las doce y media con sus números amarillos luminosos que lucían al fondo de la habitación a oscuras, cerca de la ventana cerrada. Michael se dio la vuelta en la cama. A su lado, Kelly se movió. El mutante alargó la mano y le rozó la cadera, saboreando el tacto satinado de su piel.