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—Mmm… —se relamió Kelly, acurrucándose contra él—. ¿Te quedarás toda la noche?

Michael le dio un beso en la mejilla.

—No puedo. Ya llego tarde. Creo que mi padre tiene un ojo abierto hasta que oye cerrarse la puerta principal.

—¿Por qué vives con tu familia? ¿No quieres tener una casa propia?

—Desde luego, pero es una tradición del clan. No nos marchamos hasta que nos casamos.

—¿Y todo el mundo sigue esa tradición?

—Casi todos.

—¡Vaya! Esas tradiciones mutantes me parecen asombrosas. La máxima tradición en mi familia es ir a ver a mi tía por Pascua. Y, la última vez, mis padres ni siquiera se quejaron cuando anuncié que no quería ir.

—¿Cómo conseguiste librarte?

—Les dije que tenía pendiente un trabajo. Nuestra familia no está tan unida como la tuya. Mis padres saben que allí me aburro como una ostra. —Kelly se dio la vuelta y recorrió el pecho de Michael con el dedo—. Tu familia parece muy compacta.

Él se estremeció al notar el contacto, una sensación de agradable cosquilleo que quería que cesara y a la vez que continuase.

—Claustrofóbica es un adjetivo más adecuado. Para el bien que me hacen, sería feliz si pudiera saltarme las reuniones anuales del clan.

—¿Cómo es?

—¿A qué te refieres?

—Ser mutante. Asistir a las reuniones del clan y esas cosas.

—Un fastidio —suspiró Michael—. Recibo arengas de mi padre, en especial advirtiéndome que no debo mezclarme con normales. Y tengo que escuchar el informe anuaclass="underline" cuántos nacimientos ha habido, cuantas muertes… Luego viene la lectura de las Crónicas. Y, por supuesto, están los primos.

—¿A decenas? —Kelly soltó una risilla.

—Casi.

—Parece interesante.

Kelly se tumbó boca arriba y se estiró.

Michael encontró deliciosa su silueta, dibujada al fulgor amarillo mortecino del cronómetro.

—Tal vez lo sea, si no eres mutante.

—Entonces, cumplo el requisito. Háblame de la comunión.

—Todos nos damos las manos en torno a la mesa y conectamos por telepatía. Incluso los que no están dotados de esa facultad comparten el don con el resto del círculo. Se percibe una sensación como si uno flotara. Y una especie de intimidad, de amistad…

—¿De amor?

—Supongo.

Michael se sintió muy incómodo empleando aquella palabra, e incluso tan sólo aceptándola, en relación al clan. ¿Amaba a sus miembros? ¿Le amaban ellos? ¿Importaban los sentimientos en una situación en la que no tenían más remedio que mantenerse unidos?

—Pues no suena tan terrible. De hecho, parece agradable. —Hizo una pausa—. ¿No te hace sentir especial?

Michael movió la cabeza en gesto de negativa.

—Más bien me hace sentir raro.

Kelly lo asió por el hombro y tiró de él para obligarlo a mirarla.

—Escucha, Michael, yo me he sentido una extraña toda mi vida. Una forastera. Creo que no he pasado más de un curso en la misma escuela. Las Fuerzas Aéreas hacen que sus miembros estén desplazándose constantemente. Y la idea de tener alrededor un grupo de personas a las que conoces bien, que te quieren y que conectan contigo, me resulta estupenda.

—Porque no lo tienes.

—Tal vez.

A Michael le pareció que lo decía dolida. Lamentó sus palabras, pero era muy difícil explicar sus sentimientos respecto a ser un mutante. Y ya había conocido gente que miraba a los mutantes con una especie de estupefacción, como si fueran…, en fin, especiales. No quería que Kelly lo tratara de aquel modo. Alargó el brazo y la rodeó con gesto posesivo, atrayéndola hacia sí.

—No puedo hablar con nadie de esto como lo hago contigo —le dijo en un susurro feroz—. Ni dentro ni fuera del clan.

—¿De verdad?

Michael apoyó la palma de la mano en la mejilla de la muchacha, acariciando su piel aterciopelada, y respondió:

—Puede que las reuniones del clan te parezcan algo entrañable, pero, en cierto modo, son como vivir en un pueblo pequeño donde todos te conocen pero nadie te entiende. No hay intimidad, pero eso no me hace sentir menos solo. —Apoyó la frente en la de ella—. En cambio, cuando estoy contigo nunca me siento así. En Washington me pasé todo el tiempo pensando en ti. Pensaba en un momento como éste, y me preguntaba si tú también lo deseabas.

—¡Vaya, si es lo único que me rondaba por la cabeza! —respondió Kelly—. No veía el momento de que volvieras.

Michael le frotó el seno derecho, tomó el pezón entre sus labios y le pasó la punta de la lengua hasta que se puso erecto. Kelly emitió un suave murmullo y movió la mano más abajo, entre las piernas de él. En un instante, notó la erección latiendo contra su palma. Michael aspiró profundamente y exhaló el aire con un suspiro contenido.

—¿Quieres que lo hagamos otra vez? —cuchicheó ella.

Michael casi no la oyó.

—¿Tú que crees?

6

Andie cruzó con paso enérgico el vestíbulo desierto del hotel Cesar Park y mostró su tarjeta de identificación ante el sensor de la entrada. Las puertas de corredera se abrieron y la mujer salió a la calle. Le daba tiempo de echar un breve vistazo a la playa antes de la reunión de las diez.

La ciudad que la recibió estaba sumida en un sorprendente silencio. Andie sabía que las purgas de Nunca Mais, en el año noventa y siete, habían dejado deshabitadas las favelas, esas chabolas que se apiñaban en las laderas de las colinas de Río. El nuevo régimen había actuado de forma rápida y brutal, pese a las protestas públicas. ¿Dónde estaba ahora toda aquella pobre gente? Andie los imaginó trabajando en las plantaciones de caña de azúcar del sofocante interior verde del país, si es que aún seguían vivos.

La mujer había esperado ver a los últimos juerguistas retirándose a sus casas a la salida de las discotecas, abiertas toda la noche, y a las parejas de amantes embelesados paseando del brazo por la playa. Pero quizá tales escenas no eran frecuentes durante la semana. Andie había asimilado las leyendas de Río; ahora llegaba el momento de descubrir la verdad.

Cruzó con cautela la, en teoría, bulliciosa avenida Atlántica, siguiendo la advertencia del implante sobre lo imprevisible de las maniobras de los conductores brasileños. Alcanzó la acera de mosaicos que bordeaba la playa, se quitó los zapatos y hundió los pies en la arena blanca de Ipanema. Las olas de color azul verdoso avanzaban hacia ella, rompiendo sobre la húmeda arena. Unos cuantos amantes de los baños de sol ocupaban ya unas hamacas de cara al mar, pero, salvo ellos, la playa estaba casi desierta. Andie continuó su paseo por la arena, lamentando no haber llevado consigo un sombrero. Pese a lo temprano de la hora, el sol caía ya con fuerza. Empezaba a sentirse sedienta, aunque acababa de tomarse un generoso vaso de jugo de mango en el hotel. Tenía la boca seca y la lengua como de algodón. Evocó la imagen de un vaso de agua, con el exterior salpicado de gotitas producto de la condensación, y le entraron unas ganas enormes de tomarse un buen helado de fruta. A su izquierda, por la playa, apareció un vendedor de polos, un muchacho bronceado de unos catorce años que llevaba unos téjanos blancos y gafas de sol. Andie decidió regalarse con una de aquellas barritas heladas. Mientras contaba el cambio, el muchacho levantó las gafas y se las colocó en lo alto de la cabeza. Cuando alzó la vista, la mujer se llevó una gran sorpresa al descubrir un par de ojos dorados, brillantes como monedas, que la miraban fijamente. Estuvo a punto de caérsele el cambio. El muchacho sonrió, murmuró un abrigado y continuó su recorrido por la playa hasta desaparecer de la vista.