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Robert Silverberg

Oakland , California

Marzo de 1989

1

«El invierno es la estación de los mutantes», se dijo Michael Ryton, cerrando de un portazo la cabaña de la playa.

La época más fría del año era el momento de su reunión anual. En cierto modo, parecía lo más adecuado, sobre todo aquel año.

El viento de diciembre levantaba la arena, que azotaba sus mejillas rubicundas y apartaba de su frente los cabellos rubios y finos, que ondeaban como un brillante estandarte bajo la luz crepuscular. Tras las gafas oscuras, los ojos le lagrimeaban a causa del frío.

—¡Por fin apareces, Mike! —exclamó Melanie, su hermana, al tiempo que salía de la cabaña dando un traspié, envuelta casi hasta las cejas en la bufanda que había tejido su madre durante la reunión del año anterior. La morena Melanie siempre andaba tropezando con todo—. Son las cuatro. Llegas tarde a la reunión. La han retrasado en espera de que aparecieras.

—¡Maldita sea! Vamos.

Michael se tragó su irritación. Su hermana no tenía la culpa de que tuvieran que acudir cada invierno a Seaside Heights, ni de que tuvieran que alojarse en aquellos desvencijados apartamentos, difíciles de calentar, de los que colgaban generaciones de pintura en tiras pardoverduscas.

En realidad, se trataba de unas cabañas construidas sesenta o setenta años antes para norteamericanos de primera y segunda generación, que en agosto escapaban de los sofocantes cañones de las calles de Nueva York en busca de la costa de Nueva Jersey. Sin embargo, ahora los veraneantes habían desaparecido y las playas estaban desiertas.

Estaban en diciembre. Su mes.

Se encaminó hacia la casa donde debía celebrarse la reunión, mientras Mel avanzaba trabajosamente por el sendero lleno de hierbas altas, esforzándose por seguir la marcha de sus largas zancadas. Aun sin arena y matojos que le dificultaran el paso, no era, ni mucho menos, la chica más garbosa que Michael había conocido. Evocó a Kelly McLeod, su manera de moverse y de echar la cabeza hacia atrás al reírse, sus cabellos negros formando una melena reluciente. Ella sí que tenía gracia. Michael no la había visto tropezar jamás. Pobre Mel. Si no hubiera estado tan enojado por tener que acudir allí, tal vez habría sentido lástima de ella. Era la única nula del clan. Con eso ya tenía suficiente pena para toda la vida.

Doblaron la esquina, caminando contra el viento con los ojos entrecerrados para evitar que les entrara arena, y continuaron avanzando ante otra hilera de cabañas hasta divisar las tejas de madera azules de la casa de reuniones, el edificio más grande de la urbanización. Michael abrió la contrapuerta de aluminio, y Mel estuvo a punto de derribarlo al resbalar aparatosamente antes de detenerse tras él en precario equilibrio. Michael le dirigió una breve mirada piadosa por encima del hombro, sabiendo lo que se preparaba. Hizo una profunda inspiración y entró.

El rótulo de la pantalla del mostrador anunciaba en parpadeantes letras amarillas el siguiente mensaje: «Llamada pendiente.» Andie Greenberg levantó la vista de la pantalla que tenía enfrente y se pasó las manos por los cabellos de un color rojo oscuro. El mostrador de recepción estaba vacío. Caryl debía de haber salido un momento. Andie suspiró. Tendría que contestar la llamada ella misma, ya que Jacobsen estaba esperando al senador Craddick. La conferencia del Club de Exploradores tendría que esperar. Salvó y borró la información que aparecía en la pantalla; luego pulsó el botón que daba paso a la llamada.

La pantalla permaneció oscura, lo cual significaba que el comunicante hablaba desde un teléfono público o que había enmascarado voluntariamente la llamada. Andie notó que se le hacía un nudo en el estómago.

—¿Es el despacho de Jacobsen? —gruñó una voz ronca de hombre.

—Habla usted con el despacho de la senadora Jacobsen —confirmó con su voz más helada de abogada—. Por favor, exponga su asunto.

—¿Hablo con Jacobsen?

—No. Soy Andrea Greenberg, su ayudante administrativa.

—Será mejor que esa maldita perra mutante se ande con cuidado. Estamos hartos de que esos monstruos traten de decirnos lo que debemos hacer. Cuando acabemos con ella, deseará no haber nacido…

Andie cortó la comunicación y respiró profundamente un par de veces, obligándose a recobrar la calma. A aquellas alturas ya debería estar acostumbrada a las amenazas.

El zumbador de la línea privada de Jacobsen se apagó. Andie pensó que seguramente había interceptado la llamada. La pantalla se iluminó, mostrando una vista del santuario de la senadora, que apareció sentada tras el escritorio de palisandro con su cabello de oro y su aire misterioso. Sus ojos dorados miraban desde la pantalla con expresión solemne.

—¿Era Craddick?

—No —respondió Andie, tratando de parecer despreocupada.

—¿Otra amenaza? —La voz de contralto de Jacobsen tenía un tono más grave de lo habitual.

Andie asintió.

—¿Cuántas van este mes?

—Catorce.

—Supongo que debería sentirme desatendida —comentó la senadora con una sonrisa helada—. Cuando accedí al cargo, ése era el promedio normal de llamadas cada semana. Deben de empezar a aburrirse. No permita que la alarmen, Andie.

—Ya lo sé. No me dejaré asustar.

La ayudante se sonrojó. Jacobsen asintió y cortó la comunicación, desapareciendo de la pantalla. Andie pensó que aquel asunto de los mutantes inquietaba a mucha gente. Precisamente por eso había decidido trabajar para Jacobsen. Si mutantes y no mutantes no aprendían a colaborar, nunca desaparecería aquel temor a lo desconocido.

En ese momento llegó el carrito del correo, haciendo sonar el timbre. Del carrito saltó V. J., con sus trenzas de color zanahoria ondeando a la espalda, y depositó una saca de correo sobre el escritorio de Andie.

—¿Te has enterado de lo de Seth?

—No. ¿Qué ha sucedido?

—Una carta bomba dirigida a la senadora ha estallado prematuramente. De haberlo hecho aquí, habría dejado esto hecho cisco. Así, en cambio, el único que ha quedado hecho cisco es Seth. La sala de cartería no ha sufrido grandes daños. Esas paredes de acero pueden soportar una pequeña cabeza nuclear.

Andie advirtió que tenía la boca abierta. La cerró y tragó saliva dolorosamente.

—¡Dios mío! Pensaba que allí había detectores de metales. ¿Qué ha sucedido con los rayos X?

—Alguien debe de haber tenido un ataque de creatividad.

—¿Dónde está Seth?

—Lo han trasladado al hospital de las Hermanas de la Caridad. Creo que conseguirán salvarle la mano.

—¿Cuándo ha sucedido?

—Esta mañana. Ahora hay que llevar cuidado con esas cartas —añadió V. J. dirigiendo una mirada de soslayo al correo. Luego se encaminó a la puerta, subió de un salto al carrito y se marchó.

Andie la siguió con la mirada sin ver nada. Incluso con la moderna tecnología regenerativa, lo más probable era que Seth no recuperara nunca el uso completo de la mano. «Y el pobre es…, ¡era tan buen pintor!», pensó tétricamente. Dos de sus acuarelas acrílicas, en escarlata y azul, decoraban las paredes de su apartamento. ¡Pobre Seth! ¿Una víctima del odio a los mutantes? ¿O de los mutantes y su deseo de obtener un escaño en la arena pública?