¿Habían sido imaginaciones suyas? Andie se llevó el polo a la boca. Tenía un sabor dulzón, empalagoso. En realidad, después de todo, no le apetecía. Buscó una papelera y se deshizo del pedazo de hielo semiderretido. Aquel muchacho…, ¿de veras tenía los ojos dorados?
Confusa, dejó la playa, se calzó de nuevo y cruzó la calzada esquivando con agilidad a los maníacos taxistas. Pasó ante varias cafeterías con las rejas bajadas y las sillas recogidas sobre las mesas. ¿Dónde estaba aquella legendaria cultura hedonista? Incluso las tiendas estaban cerradas. En la esquina de la avenida Río Branco vio abierto un pequeño café, cuyo camarero secaba vasos tras la barra con aire ocioso. Al pasar ante el local, sus miradas se cruzaron. El hombre sonrió levemente y Andie le saludó con un gesto de la cabeza. ¿No le había parecido ver un destello dorado en sus ojos? «Tal vez haya sido sólo un reflejo», se dijo mientras entraba de nuevo en el hotel. Fuera lo que fuese, aquello tendría que esperar. Era la hora de la reunión.
Como siempre, Eleanor Jacobsen fue al grano de inmediato.
—Ya saben ustedes que el propósito real de nuestra presencia aquí es investigar los rumores sobre la existencia de mutantes evolucionados. Personalmente, no creo que haya nada de cierto al respecto; sin embargo, no pienso descartar nada hasta el término del viaje. Empezaremos con una visita a los laboratorios de ingeniería genética del doctor Ribeiros, esta misma mañana. Por supuesto, oficialmente representamos los intereses de los investigadores médicos norteamericanos y japoneses que buscan nuevos laboratorios asociados. Después de comer, el señor Craddick, el reverendo Horner y yo nos reuniremos con el doctor Ribeiros y estudiaremos las posibilidades de su laboratorio para aceptar contratos. Entretanto, sugiero a los demás que utilicen la biblioteca del laboratorio y los archivos de investigación mientras el tiempo lo permita. Recuerden que no podemos permitirnos ofender a los brasileños. Tengan tacto. Nos volveremos a encontrar a las cuatro para comparar notas. ¿Alguna pregunta?
Melanie intentó mantener en equilibrio el montón de disquetes que llevaba en los brazos, pero se ladeó demasiado a la izquierda y los diez primeros volúmenes de Historia de la civilización cayeron con estrépito al suelo de la biblioteca del instituto, seguidos de su bolso, el abrigo y la caja de disquetes. La muchacha contempló el lío formado a sus pies y exhaló un sonoro suspiro.
—¿No puedes tener más cuidado? —murmuró la bibliotecaria, lanzándole una mirada irritada desde el monitor del rincón, junto a la puerta.
Mel se sonrojó y trató de apartar el flequillo de sus ojos. La bibliotecaria la odiaba. Aunque estuviera a dos salas de distancia, estaba pendiente de sus menores movimientos y la odiaba.
—Sí, Ryton. Para ser una mutante, resultas bastante torpe. ¿Por qué no levitas un poco, haces flotar todo eso y te lo llevas de aquí? A la Base Marte, por ejemplo.
El comentario, en un susurro cargado de sarcasmo, era de Gary Bregnan, defensa del equipo de fútbol. Dos de sus compañeros, sentados cerca de él, soltaron una risilla. Dirigidos por Gary, empezaron a entonar sotto voce: «Mutante, mutante, mutante.» A Mel empezaron a saltarle de los ojos unas lágrimas de frustración. Todo el mundo la odiaba. ¡Bah!, pues ella también los odiaba. Si pudiera, los mandaría a todos a la Base Marte.
Recogió los disquetes y las demás cosas y buscó una cabina de PC vacía. La lluvia de abril tamborileaba contra las ventanas de la galería, y el sonido le pareció frío y deprimente. Aún podía oír a Bregnan riéndose a su espalda. De modo que odiaba a los mutantes, ¿eh? Pues pronto tendría que buscarse otro blanco para sus pullas. Mientras, lo menos que podía hacer Mel era devolverle su desagrado. Sí, claro, su madre siempre hablaba de intentar comprender a los normales, pero ella no tenía que enfrentarse todos los días cara a cara con Gary Bregnan y sus amigos.
Melanie pasó tres cuartos de hora tomando notas para su trabajo de humanidades: «Comparación del efecto del viaje por mar en la España moderna y el viaje espacial en la Norteamérica contemporánea.» Al terminar se frotó los ojos, cansada de leer las letras blancas de la pantalla.
«¡Menos mal que cuento con Kelly McLeod!», pensó. Si no hubieran acordado trabajar juntas en aquella presentación, se habría convertido en una pesadilla. Kelly había sugerido emplear mapas e incluso construir un juego de tablero. Sin ella, Melanie se habría limitado a dar una charla insulsa de dos minutos. En opinión de Kelly, el imperio español había surgido gracias a su superioridad naval, y luego había sido destruido a consecuencia de sus viajes. Sin embargo, no quería sacar conclusiones parecidas respecto a la situación presente. Melanie bostezó, grabó una copia de seguridad y desconectó el PC. Por lo menos, había dejado de llover.
Camino de la salida, hizo un alto en el mostrador principal. La risa de Bregnan resonaba todavía en sus oídos. Repasando el catálogo, se detuvo en Perversiones sexuales humanas a lo largo de la historia y Enfermedades venéreas, y solicitó ambos disquetes a nombre de Bregnan. Era fácil colar una identificación falsa en aquel ordenador estúpido y pasado de moda. Antes de volver a su casa, echó los disquetes en un buzón del Ejército de Salvación que había cerca del instituto. Tal vez careciera de facultades mutantes, pero no estaba desvalida del todo.
—¡Mel! ¡Espera un momento!
Melanie se quedó paralizada de horror. La habían descubierto. Ni siquiera podía vengarse sin que la sorprendieran. Desesperada, se volvió para plantar cara a su acusador.
Jena Thornton venía corriendo por la calle.
—¡Hola! Te estaba buscando.
—¿Ah, sí? —respondió Melanie con voz temblorosa. ¿La habría visto deshacerse de los disquetes?
—Sí. Quería hablar contigo. ¿Te apetece tomar algo?
Jena sonrió. El viento meció suavemente sus largos cabellos rubios en torno a su rostro. No parecía sospechar nada, y a Melanie dejó de galoparle el corazón. Estaba a salvo. Pero ¿qué quería Jena? En las reuniones del clan, apenas había hecho más que saludarla con un gesto, y en el instituto parecía como si Mel fuera invisible, por el caso que le hacía. Mientras que los jugadores del equipo de fútbol se burlaban y acosaban a Melanie, no tenían más que silbidos de admiración para Jena cuando ésta pasaba junto a ellos.
—¿De qué quieres hablar?
—¡Oh, ya sabes! De la escuela, del clan… Vamos, te invito a un batido de choba.
Jena tomó del brazo a Melanie y tiró de ella hacia una tienda de choba y sushi. Una vez dentro, pidió batidos y bollos de maguro al mecacamarero.
—¿Qué tal las clases? —preguntó.
Melanie engulló un bocado de arroz con atún.
—Bien. Estoy impaciente por graduarme el mes que viene. Ya tengo todas las notas.
—¿Vas a empezar la universidad en otoño?
—No lo sé. Mi familia quiere que lo haga, pero yo preferiría trabajar con mi padre.
—Sí, tiene un buen negocio. —Jena sonrió antes de añadir—: Michael ya trabaja con él, ¿verdad?
Al pronunciar el nombre, Jena pareció recrearse, paladearlo.
—Aja. Los dos acaban de volver de Washington, de ver a Eleanor Jacobsen.
—¡Una mujer estupenda! —exclamó con un estremecimiento—. Sólo de pensar en ella me pongo a flotar. —Levitó a unos centímetros del asiento y volvió a posarse en el banco azul, entre risas—. Me encantaría conocerla. Tal vez Michael me hable de ella en la próxima reunión del clan.
—Pídeselo.
Melanie empezaba a sentirse incómoda. ¿Qué pretendía Jena?
—¡Ah!, doy una fiesta el día diecisiete. ¿Os apetecería venir, a ti y a tu hermano?
—Claro. Quería decir que por mí, encantada. Pero tendrás que preguntarle a Michael.