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—Por el tono en que lo dices, haces que parezcan unos simios prehistóricos.

—En cierto modo, comparados con nosotros, lo son.

—Sabes que me disgusta oírte decir cosas así.

Sue Li volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador. Por segunda vez aquella tarde, deseó ser un poco telequinésica, lo suficiente para lanzar a su marido contra la pared y sacarle de la cabeza aquellos pensamientos hostiles y paranoicos.

—Si le animas en esta obsesión por la muchacha de los McLeod, no harás sino empeorar las cosas —afirmó él—. Y no quiero ver a mi hijo tan expuesto a esos normales irracionales. Podrían hacerle daño, o algo aún peor.

—Hasta ahora, ha conseguido sobrevivir —replicó Sue Li fríamente—. Ni siquiera la universidad pudo con él, y allí estaba rodeado de miles de normales. —Apagó la pantalla con gesto enérgico y prosiguió—: No podemos mantenerle encerrado para siempre, James. Ya está impaciente por marcharse a vivir por su cuenta. Y es preciso que lo haga. Si intentamos separarle de Kelly, todo esto podría volverse en contra nuestra. Ten paciencia. Los dos son muy jóvenes. Quizás hay que dejar que las cosas sigan su curso.

—Bueno, espero que tengas razón.

James Ryton se instaló en un sillón y empezó a cargar la pipa, señal de que daba por terminada la discusión.

Sue Li exhaló mentalmente un suspiro de alivio y volvió a conectar la pantalla. Concentrándose de nuevo en la revista, se felicitó por haber omitido el tema de la vida sexual de su hijo. Más tarde, tendría que hablar de eso con el propio Michael.

7

Andie desconectó la anticuada máquina de microfichas.

—¡Maldita sea!

Su presentimiento no había dado resultado. En Río había una reducida población mutante, un par de miles de personas que apenas constituía un porcentaje despreciable entre los diez millones de brasileños que se apretujaban en la ciudad. Desde luego, no eran suficientes para llenar las cafeterías de camareros y clientes de ojos dorados. El tamaño de la población mutante hacía insostenibles las desquiciadas teorías que había estado formulando. Tal vez había imaginado los ojos dorados del vendedor de la playa.

Casi todo el día perdido detrás de un loco presentimiento. ¿Qué iba a decirle a Jacobsen? La investigación estaba resultando un fracaso en el que se cebaría la Contaduría General, por no hablar de los votos que le costaría a la senadora cuando llegaran las siguientes elecciones. Era preciso que descubriera algo.

A su alrededor, la biblioteca de la Escuela de Medicina Rosario do Madrona hervía de actividad. Unos monitores colocados a intervalos regulares en la blanca pared circular la contemplaban sombríamente. Bueno, allí no había nada que confirmara sus sospechas. Tal vez había llegado el momento de ser más directa.

Se volvió hacia Catalina Jobim, la bibliotecaria, y le preguntó:

—¿Puede recomendarme alguna fuente adicional que haga referencia a pigmentaciones oculares inusuales? A pigmentaciones doradas, en concreto.

La bibliotecaria, vestida de verde, puso cara de desconcierto.

—Pero, señorita Greenberg, ¿a qué ojos dorados se refiere?

—¡Ah! Sólo gente que he visto por la calle —contestó Andie—. Me ha parecido que tenían unos ojos muy…, muy bonitos, y he sentido curiosidad. Al fin y al cabo, la población mutante de la ciudad es bastante reducida. —Hizo una pausa y miró a la bibliotecaria detenidamente—. Seguramente habrá alguna documentación al respecto, ¿no?

—No —replicó Jobim con sequedad—. No hay nada. Probablemente, lo que ha visto usted eran lentillas de contacto. Sí, estoy segura de que era eso. —Esbozó una sonrisa—. Se sorprendería usted de las modas que vemos por aquí. El año pasado, todo el mundo llevaba el cabello rojo. ¡Todo el mundo! Ahora toca llevar los ojos dorados, y mañana será otra cosa distinta.

Andie deseó creerla, pero la extraña forma en que la bibliotecaria la miraba no hizo sino aumentar sus suspicacias. Dio las gracias a la mujer y se despidió. Ya era casi mediodía.

Durante el almuerzo, Jacobsen se mostró más distante que de costumbre.

—¿Alguna pista? —preguntó en cierto momento la senadora, mientras jugueteaba con una tajada de melón anaranjado.

—No —contestó Andie—. Estoy empezando a rezar para dar con una clave, un indicio o una prueba concreta de la existencia de esos supermutantes. Lo que sea, mientras podamos volver a casa con algo en las manos.

—Ya sé a qué se refiere.

Andie se preguntó si Jacobsen habría tropezado con algún obstáculo inesperado en sus investigaciones. Por alguna razón, no podía creer que así fuera. Si había alguien capaz de atravesar cualquier pantalla de humo, era Eleanor Jacobsen. Sin embargo, la senadora parecía tensa y preocupada. Cuando hubieron terminado los postres, Andie le preguntó si se sentía mal.

—No es nada, Andrea —respondió Jacobsen—. Y olvide ese aire de madre judía. Los trópicos no son mi clima ideal, eso es todo.

Andie abandonó el tema a regañadientes. Tenía una hora libre después del almuerzo y pensó en dar un nuevo paseo por la playa, pero decidió no hacerlo pues el sol de mediodía era demasiado fuerte. Sin embargo, encerrada entre las paredes del hotel, con el aire acondicionado, se sintió incómoda. Tenía que salir de allí, aunque sólo fuera a dar la vuelta a la manzana.

Dobló la esquina de la avenida Río Branco, apretó el paso para alejarse de los esbeltos deslizadores de asiento bajo y parabrisas oscuros, se internó por una calle tranquila (demasiado tranquila para ser mediodía) y recorrió varias manzanas del centro comercial admirando en las esquinas los videoanuncios de las pintorescas tiendas de moda del paseo Río do Sul. La calle estaba casi desierta; sólo se veía a una doncella con un uniforme rosa que reñía a dos chiquillos. Andie tomó por una calle lateral que le pareció interesante y se detuvo en una cafetería, atraída por sus manteles luminosos y la sombra de un jaracandá rebosante de flores púrpura.

La mayoría de las mesas estaban desocupadas. En una de ellas permanecía sentado un hombre enjuto, en traje de baño, que daba chupadas a un cigarrillo y consultaba su reloj, buscando algo con la mirada. Cerca de la compubarra, otro hombre, con barba y gafas de sol, sorbía una cerveza.

Andie escogió una mesa junto al árbol. El camarero, un mulato de ojos color avellana y cabello rizado muy rubio, le preguntó en un melodioso portugués:

—¿Cafeína en taza o en hipodérmica?

—En taza, por favor.

Andie le vio introducir el pedido en la barra, se echó hacia atrás en la silla curva de plástico e inspeccionó la calle. No llegaba hasta allí ni siquiera el lejano murmullo del tráfico, y sintió la tentación de seguir hasta el final de la manzana de casas y desaparecer. Estaba harta de investigaciones del Congreso y de ojos extraños.

Una sombra más intensa cayó sobre ella.

—Disculpe —dijo una voz de tenor en perfecto inglés norteamericano—. ¿Está ocupada esta silla?

Andie alzó los ojos y descubrió junto a su mesa al hombre de la barba que tomaba la cerveza cerca de la barra. Sin darle tiempo a protestar, el individuo tomó asiento.

—No busco compañía —declaró Andie enérgicamente. El hombre sonrió y se quitó las gafas. Tenía unos ojos dorados, brillantes.

—¿Está segura de que no desea mi compañía, señorita Greenberg?

El desconocido se echó hacia atrás en la silla, estudiando a Andie. El camarero trajo una tacita de humeante líquido negro. Ella le echó azúcar mecánicamente, llenándola casi hasta el borde. Cuando el camarero se alejó, Andie se volvió rápidamente hacia su interlocutor.