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—¿Cómo sabe mi nombre?

—¿Por qué no iba a saber el nombre de la ayudante administrativa de prima Eleanor? —El hombre se encogió de hombros y bebió un trago de cerveza—. Me llamo Skerry, y voy a ahorrarnos a los dos un montón de tiempo y de líos, señorita Greenberg. Sé por qué han venido aquí y tengo cierta información que tal vez pueda usted utilizar.

—¿Qué tipo de información?

—Usted está preocupada por ese asunto de los supermutantes. Lo está más aún que mi distinguida pariente. Y hace bien, señorita; la senadora se equivoca. Intente hacérselo ver antes de que sea demasiado tarde.

—¿Quiere decir con eso que, efectivamente, existen esos supermutantes? ¿Que no es un simple rumor?

De pronto, a pesar de sí misma, Andie deseó creerle. Pero Skerry se encogió de hombros.

—Es difícil de decir. De momento, lo único que sabemos es que han descubierto algún tipo de gen mutante que no sólo aísla, sino que potencia la capacidad para mutaciones específicas. Al menos, eso es lo que indican sus resultados. No me pregunte cómo lo hacen. Y tampoco tengo idea de hasta dónde han llegado.

—¿Quién está involucrado en el asunto?

—La mayoría de los investigadores médicos de aquí. Ribeiros es su hombre clave, desde luego; pero no malgaste el tiempo, nunca llegará hasta él. Está demasiado protegido, como creo que la bendita Eleanor ha empezado a descubrir.

—¿Por qué tengo que escucharle? ¿Cómo sabe usted todo eso?

—Tengo relaciones —sonrió él—. Y maneras de descubrir las cosas. Y no estoy obligado a ceñirme a normas y procedimientos oficiales.

—Pero ¿qué está haciendo aquí, en realidad? —insistió Andie.

—¿Cree que el Congreso de los Estados Unidos es la única organización interesada en ese rumor de los supermutantes?

—Pero ¿cómo es que ha oído hablar de eso? ¿Cuál es su fuente?

Tengo oídos. La verdad es que tengo mejor oído que la mayoría de miembros del Congreso. —Skerry se arrellanó en la silla y añadió—: Se le está enfriando el café.

Andie tomó un sorbo e hizo una mueca al notar su sabor excesivamente dulce. Volvió a dejar la taza sobre la mesa.

—De modo que me topo con un desconocido salido de la nada y, en su perfecto inglés norteamericano, quiere hacerme creer que está llevando a cabo su propia investigación privada sobre el mismo asunto que nos interesa a nosotros, con la diferencia de que él conoce todas las respuestas. ¿Sería demasiado preguntarle a quién representa?

—Digamos que a un grupo con intereses muy especiales.

—¿Especiales? ¿Como los mutantes?

Skerry le dedicó un fingido saludo.

—Muy bien, es usted más lista de lo que creía.

—¿Está usted solo en el país?

—No, tengo a un par de colegas husmeando por ahí.

—¿Por qué no habla usted con Jacobsen?

—Sería perder el tiempo —respondió el hombre, moviendo la cabeza—. Eleanor se ciñe demasiado a las reglas, y yo no tengo lo que se dice buena fama en ciertos círculos mutantes de alto rango.

—Entiendo. ¿Y si le transmito el mensaje de su parte?

—Me haría aún menos caso.

—Entonces, ¿por qué ha venido a contarme todo esto?

—Porque tiene acceso a información oficial y está en el equipo adecuado. Puede conducir las investigaciones en la dirección correcta y facilitar la participación de, digamos, las agencias más indicadas.

—¿La CIA? Para eso necesitaré alguna prueba sólida.

—Inténtelo con esto. —Skerry sacó del bolsillo un disquete y lo depositó en la mano de Andie. Ella observó el objeto con aire escéptico.

—¿Qué es?

—Un registro de experimentos genéticos en partición de embriones humanos, sacado de una clínica próxima a Jacarepaguá.

—¿Qué? ¡Pero si eso es ilegal! ¿Cómo lo ha conseguido?

—Lo he robado —confesó él con una sonrisa.

Andie apartó la silla de la mesa y movió la cabeza en gesto de negativa.

—No puedo aceptarlo. Me convertiría en cómplice de un delito, por no hablar de los problemas que nos podría causar si alguien se enterara de que tenemos información robada…

La risa del mutante la interrumpió a media frase.

—Quizá no resulte ser tan lista como había creído. No admita que es robada. La clínica no dirá nunca ni media palabra, créame.

—Prefiero atenerme a las normas.

Skerry dejó de reír.

—Escuche, señorita Legal, esto no es Estados Unidos. Las únicas reglas que existen aquí son a quién conoce uno y qué sabe. Y, lo que es aún más importante, quién está al corriente de lo que uno sabe. Así que ándese con cuidado. Guarde esa información y no se la enseñe a Jacobsen hasta que hayan regresado a Washington. Aquí, la senadora está vigilada.

—¿Quién…?

—Cien ojos. La policía, ciertos intereses extranjeros… y otros mutantes, por supuesto.

Andie imaginó a una multitud de desconocidos espiando con prismáticos o por el ojo de la cerradura a su jefa. Y a ella. Todo un ejército de espías, si debía creer al informante.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió—. Y, en todo caso, ¿por qué interviene?

—Recurriendo a la conocida cita, si no soy yo, ¿quién? Y si no es ahora, ¿cuándo? Escuche, querida, este asunto es muy serio tanto para mí como para usted, por no hablar de esa serie de tipos que vigilan a su jefa. Y mientras todo el mundo pierde el tiempo utilizando los canales oficiales, esos experimentos continúan.

—¿Con sujetos humanos?

—Eso parece.

—¿Está seguro?

—Sí. De modo que vaya con mucho cuidado.

La figura del hombre fluctuó ante Andie como si entre ellos hubiera pasado una ráfaga de viento tórrido. La mujer se frotó los ojos. ¿Le pasaba algo en la vista, o el hombre estaba disolviéndose delante de ella? El tronco del Jacaranda era visible a través de su camiseta de manga corta. Andie hizo un esfuerzo para no quedarse boquiabierta.

—¡Espere! ¿Y si necesito ponerme en contacto con usted?

La silla frente a ella estaba vacía. Una brisa refrescante le acarició la mejilla.

—Yo la encontraré.

Fue un susurro en el oído, en el cerebro. Andie bajó la vista, casi esperando que el disquete se hubiera desvanecido también, pero la pieza ovalada de plástico azul seguía en su mano como si fuera un huevo.

Se lo guardó en el bolsillo y echó un vistazo al reloj. Si se daba prisa, aún llegaría a tiempo a la reunión en el Cesar Park.

Bill McLeod asió el aerógrafo. El morro del Cessna ultraligero necesitaba un retoque, y el hombre acababa de preparar una nueva carga de pintura plateada para llevar a cabo el trabajo.

Detrás de él, McLeod escuchó la voz de Kelly charlando con aquella muchacha mutante, Melanie Ryton, mientras ambas le ayudaban a rascar la pintura vieja de la cola del avión. Kelly insistía en relacionarse con aquella familia mutante, pese a los recelos de su padre. «Bueno —se dijo Bill McLeod—, tal vez sólo sea un período transitorio.» Melanie era una chica simpática. Y Joanna no dejaba de insistir en que también Michael, el hermano de Melanie, era muy agradable.

«¡Al diablo con ello!», pensó el hombre. Le había prometido a Joanna que mantendría la boca cerrada respecto a aquel asunto, pero seguía sin gustarle la idea de que su hija saliera con ese chico mutante. Además, McLeod tenía una idea bastante exacta de hasta dónde habían llegado Michael Ryton y su hija en cuestión de relaciones sexuales, lo cual le gustaba aún menos. Pero Kelly había cumplido ya los dieciocho, y mientras se comportara con discreción, lo menos que podía hacer su padre era intentar respetar su intimidad.