El hombre extendió una capa brillante de plata líquida en un arco reluciente y medido. El pigmento crisacrílico se secó instantáneamente al contacto con el plástico del avión. Examinó la nueva pintura con ojo crítico y se dijo que no iría mal otro retoque minucioso.
—¿Kelly? ¿Puedo interrumpirte?
—Claro, papá.
—¿Querrías traerme la caja de herramientas pequeña del portaequipajes del deslizador?
—Ahora mismo.
Bill la vio dirigirse al trote hacia el vehículo, seguida de cerca por Melanie. El sol primaveral se reflejaba en sus cabellos y en su mono amarillo. Por un instante, imaginó a su hija avanzando al trote por una pista de despegue camino de un avión, con su esbelta figura cubierta por otro tipo de indumentaria: un uniforme gris de vuelo. ¡Qué estupenda piloto sería! Sí, tenía que convencer a Kelly de que presentara una solicitud de admisión en la Academia de las Fuerzas Aéreas. Ojalá su hija prestara atención a algo más que a los mutantes.
—Tu padre es estupendo —dijo Melanie mientras se esforzaba por mantener el paso de Kelly, que se dirigía al aparcamiento dando enérgicas zancadas con sus largas piernas. El viento de abril le metía en los ojos sus finos cabellos, y la joven mutante sintió envidia de las perfectas trenzas negras de Kelly.
—¿Qué quieres decir?
—Que es divertido, agradable y guapo. —Mel soltó una risilla—. Sé que le hago sentirse incómodo, pero se esfuerza por no demostrarlo.
—Mi padre no entiende a los mutantes.
—¿No trabajó con ninguno en las Fuerzas Aéreas?
—Sólo esporádicamente. Los mutantes parecen salvarse del reclutamiento con notable facilidad.
Melanie sonrió, pues sabía que sus primos varones tenían una gran habilidad para influir en los sorteos de reclutas mediante sutiles impulsos telepáticos.
—No te lo tomes como cosa personal —dijo Kelly—, pero los mutantes sois un misterio para mi padre y para la mayoría de la gente, y eso los hace sentirse incómodos.
—¿Y cómo crees que me hace sentir a mí? —respondió Melanie—. ¿Crees que me gusta? Conmigo, la gente se comporta de dos maneras: o se muestran groseros o se esfuerzan demasiado en ser agradables y se pasan de la raya, lo cual resulta aún peor.
Melanie se apoyó en el deslizador azul, mientras Kelly revolvía en el portaequipajes.
—Sí. No entiendo por qué los mutantes os molestáis siquiera en intentar llevaros bien con los no mutantes. La mayor parte del tiempo, los normales nos portamos como idiotas con vosotros.
Kelly extrajo una bolsa verde, sosteniéndola por el asa, y cerró el vehículo.
—No podemos ocultarnos eternamente —dijo Melanie encogiéndose de hombros—. Además, no tenemos alternativa. Vosotros sois muchos más.
—Pero ¿no aumenta cada año el número de mutantes?
—En efecto. Sin embargo, si quisiéramos alcanzaros, deberíamos pasarnos toda la vida haciendo bebés mutantes.
—Eso no suena mal… —Kelly balanceó la bolsa de herramientas, inició un giro en torno a sí misma y se detuvo en mitad del movimiento. Su expresión se había vuelto seria—. ¿Qué me dices de los bebés medio mutantes?
—No hay muchos.
—¿Poseen facultades mutantes?
—Algunos, sí. Pero el clan desaprueba los matrimonios mixtos.
—Ya me lo habías dicho.
Kelly dejó de andar y su mirada se perdió en la lejanía.
—¿Qué sucede? —preguntó Melanie.
—Nada.
—¿De verdad?
—Sí. Sólo estaba pensando en el futuro —respondió Kelly, volviéndose hacia Melanie.
—Estabas pensando en mi hermano, ¿verdad? —inquirió ésta.
Kelly asintió.
—Estoy enamorada de él —declaró, casi en un susurro.
—¿Sí? —Melanie la asió por el hombro—. ¿Se lo has dicho a él?
—No.
A Kelly se le quebró la voz. Perpleja, Melanie la abrazó.
—No llores —le dijo—. Seguro que él también te quiere. ¿Por qué no se lo preguntas?
—Me sentiría ridícula. Michael me lo tiene que decir sin preguntárselo. Si no, no vale.
—Supongo que tienes razón.
Melanie la soltó. La joven mutante se sentía dividida entre sus ganas de ayudarla y su deseo de no verse involucrada en el asunto. Ella tenía sus propios planes y ya había corrido suficientes riesgos mintiendo a sus padres sobre lo que iba a hacer aquella tarde. La vida amorosa de su hermano era un asunto que sólo le importaba a él. Pero Kelly era también amiga de ella. ¿Cómo podía, entonces, decirle que jamás podría ver cumplido su máximo deseo?
—Vamos, vamos. No querrás que tu padre te vea llorar, ¿verdad? —la animó, al tiempo que le ponía en la mano un pañuelo de papel.
—Gracias. Hablemos de otra cosa. —Kelly se enjugó las lágrimas—. ¿Qué vas a hacer después de la graduación?
—Creo que conseguiré un trabajo para el verano en Washington. —A Melanie empezaron a iluminársele los ojos al pensar en ello—. Después no lo sé. No quiero entrar en la universidad inmediatamente.
—¿No quería tu padre que empezaras a trabajar con él?
—Sí, es lo que siempre me anda diciendo, pero yo preferiría trabajar en otro sitio. Conseguir algo por mi cuenta y demostrarles que puedo ocuparme de mí misma.
Melanie volvió a evocar en su mente las imágenes del anuncio que había visto en el vídeo: «¿Tienes dieciocho años o menos? Empleos de verano en Washington. Escribe al apartado de correos 7172A…» Y recordó el grueso sobre que guardaba en el armario. La semana anterior había rellenado y mandado las solicitudes, y acababa de recibir la respuesta. ¡Un trabajo de azafata en el Centro de Convenciones de Washington! Era posible que incluso conociera allí a algún videorreportero.
—Ojalá yo tuviera claro lo quiero hacer —comentó Kelly, con voz casi envidiosa.
Melanie le dirigió una mirada comprensiva, mientras intentaba recordar la última vez que alguien la había envidiado por algo. Era una sensación agradable.
8
Con el aliento algo alterado, Andie tomó asiento en la larga mesa de conferencias, de madera de teca. El mecacamarero había servido ya la primera ronda de cafés en las obligadas tacitas blancas. Toda la ciudad parecía funcionar a base de la cafeína brasileña.
Para quienes querían dosis más concentradas, había una bandeja de plata con jeringas en envases esterilizados sobre una mesa, junto a la puerta. El senador Craddick tenía dos hipodérmicas vacías junto a sus cosas. A Andie aquello no le sorprendió, pues le había visto dar cabezadas en más de una conferencia durante aquel viaje.
Jacobsen ocupaba el asiento central de la mesa y tenía ante ella una pantalla de notas abierta y una taza que parecía llena de té frío. Cuando Andie hizo su entrada, la senadora asintió, pero continuó hablando.
Tal como sospechaba Andie, había poco de qué informar. Horner y su ayudante permanecían sentados, silenciosos y relamidos. Craddick hacía algún esporádico comentario, pero, básicamente, la estrella de aquella función era Jacobsen. Y la senadora parecía cansada.
—El doctor Ribeiros parece estar colaborando plenamente —declaró, aunque a Andie le pareció percibir un tonillo irónico en su voz—. En la semana que nos queda, propongo que dividamos nuestros esfuerzos. Sugiero que a principios de semana el senador Horner haga uso de sus relaciones religiosas para entrevistarse con el arzobispo de la ciudad. Senador Craddick, tal vez podría usted visitar las clínicas de Jacarepaguá. Yo continuaré la entrevista con el doctor Ribeiros.
¿Jacarepaguá? ¿No estaba allí la clínica donde Skerry había encontrado la información sobre experimentos genéticos? ¡Al diablo con los espías! Andie tenía que hablar a solas con Jacobsen. Aguardó con impaciencia a que terminara la reunión y se vaciara la sala. Karim le dedicó un saludo. Se verían más tarde, en la clínica de Ribeiros. Pero cuando se volvió hacia Jacobsen, alguien apareció a su lado.