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—Discúlpeme, señorita. ¿Me permite unas palabras con usted y la encantadora senadora? —El reverendo Horner se dejó caer en una silla entre ella y Jacobsen, que le dirigió una sonrisa helada.

Andie respiró profundamente y reprimió el impulso de agarrar la silla por los brazos. Con un buen empujón, la silla rodaría hacia atrás, atravesaría el cristal de la ventana y, emitiendo una perfecta exclamación de sorpresa, el senador caería lentamente, de espaldas, y recorrería los veinte pisos que le separaban del denso tráfico de la calle. Imaginó el débil grito flotando en el aire húmedo. Cerrando la pantalla de notas con un sonoro chasquido, Andie le dedicó una amplia sonrisa al senador.

—¿Qué podemos hacer por usted, señor Horner? —preguntó Jacobsen.

«Su tono de voz podría congelar el agua salada», pensó Andie.

—Verá, mi bella señora, he estado pensando que, en lugar de dividir nuestros esfuerzos, es imprescindible que los combinemos. Debemos unirnos para obtener los máximos resultados de este viaje.

Horner utilizaba la misma voz con la que pronunciaba sus videosermones. Sus palabras envolvían el aire como una capa oleosa y traicionera. Andie se preguntó sí, al tacto, el reverendo resultaría tan aceitoso como al oído.

Jacobsen cruzó los brazos y se recostó en la silla.

—¿Y eso?

—Reconozcamos que los intereses de sus votantes y los míos son los mismos. Que presentan un frente unido, por decirlo así.

—¿Parecido al Frente Musulmán Unido?

El sarcasmo de Jacobsen era inconfundible. Andie intentó no soltar una risilla.

—Bien, sí…, quiero decir, no. —El senador Horner parecía confuso—. Lo que intento decirle es si no querría usted reconsiderar mi propuesta. Desde luego, eso haría que me decidiera a trasmitirle cualquier información que pudiera encontrar…

—Senador Horner, como usted muy bien sabe, está obligado por la ley a compartir con el comité cualquier información que descubra en el curso de esta investigación. De lo contrario, no tiene nada que hacer aquí, y si sospecho que ha retenido usted algún dato con el fin de obtener favores o forzar voluntades, me introduciré en su mente y le cogeré esa información personalmente. —La voz de Jacobsen era casi un susurro—. Ya le he dicho más de una vez que no tengo el menor interés en alinearme con ningún grupo de presión.

—Aparte del que ya representa…

La voz de Horner ya no sonaba aceitosa. Ahora, rebuznaba como un asno.

—Yo represento al estado de Oregón —replicó Jacobsen con calma.

—¡Usted representa a los mutantes! ¡Y la violación mental está penada!

Andie contuvo el aliento, preguntándose qué haría Jacobsen. Para su sorpresa, la senadora se echó a reír.

—¡Oh, Joseph, vamos! Esperaba algo mejor de usted. ¿Violación mental?

—Yo no me reiría tanto, senadora. —Horner estaba rojo de ira—. Les hace usted un flaco servicio a sus votantes negándoles la ayuda y el consuelo de La Grey.

Jacobsen dejó escapar una breve carcajada irónica, pero la sonrisa había desaparecido de su rostro.

—Joseph, no hace falta ser telépata para saber qué persigue. Estoy segura de que La Grey estaría encantada de contar con un grupo de mutantes dotados de facultades desarrolladas. De hecho, seguro que lo recibiría con los brazos abiertos. Y los bolsos. Pues bien, todos los mutantes que quieran afiliarse son libres de hacerlo. —Su tono de voz se hizo más áspero cuando añadió—: Pero no voy a ofrecer mi respaldo a ningún grupo, ni al suyo ni a ningún otro.

—Puede que lo lamente.

—¿Es una amenaza?

—Una observación.

Jacobsen apoyó las palmas en la mesa y se incorporó.

—Guárdese sus observaciones para la investigación, senador. Y ahora, si nos disculpa…

Se retiró de la mesa, y Andie la siguió, reconfortada. Ya en el pasillo, Andie hizo una profunda inspiración y exhaló el aire ruidosamente.

—Desde luego, el senador es un fastidio.

—Intenté evitar que formara parte de la expedición, pero es un hombre influyente y no pude hacer más presión sin correr el riesgo de que se produjera una filtración. Los vampiros de los medios de comunicación estarían encantados de echar el diente a un asunto como éste.

—¿Cree que nos causará más problemas?

—No, pero me sentiré aliviada cuando hayamos vuelto a Washington. ¿Ha tenido suerte en la biblioteca?

—Nada. La postura oficial es: «¿Qué ojos dorados? ¡Ah, ésos! Son lentillas de contacto.»

—Bueno, siga probando. —Jacobsen le dedicó una lánguida sonrisa.

—Volveré allí esta tarde.

—Tal vez en las clínicas de Jacarepaguá encontremos alguna pista mejor de las que tenemos.

Andie estuvo a punto de hablarle de su encuentro con Skerry, pero ¿y si no la creía, ni siquiera mostrándole el disco de memoria? Skerry le había advertido que no le dijera nada hasta estar de vuelta. Una criada mecánica pasó junto a ellas por el corredor, avanzando sobre sus ruedecillas entre pitidos de sensores y parpadeos de luces azules. Andie experimentó un escalofrío; Skerry había dicho que Jacobsen era observada, quizás tanto por gente como por máquinas. Sí, tendría que esperar a revelar a la senadora lo que sabía. Cuando estuvieran de vuelta. A salvo.

—¿De qué quería hablarme, Andie?

—¡Oh! Yo… sólo quería saber qué opina de ese Ribeiros.

Jacobsen enarcó las cejas entre sorprendida y confusa.

—Pensaba que ya lo había comentado. Es un hombre muy frío. Parece dispuesto a cooperar, pero me temo que sólo sea en apariencia.

—¿De modo que sospecha de él?

—Sí, pero no tengo en qué basarme.

—Bueno, seguro que pronto encontraremos algo.

Andie esperó que sus palabras expresaran más confianza de la que realmente sentía.

—Si es que hay algo que encontrar. —Jacobsen le dio un breve apretón en el hombro—. Vamos, la llevaré hasta la clínica.

Dos horas más tarde, las letras y cifras color ámbar sobre movimientos de población parpadeaban en la pantalla en columnas borrosas. Andie se frotó los ojos y decidió ir a ver si Karim había descubierto algo nuevo. Quizás hubiera dado con un grupo de supermutantes sentados bajo un Jacaranda. O al volante de todos los taxis de Río. Cualquier cosa.

Le encontró en el jardín, conversando con unos pacientes que tenían vendada la cabeza. Algunos llevaban puestos unos auriculares de radar conectados a la muñeca, ya que tenían los ojos protegidos de la luz. La puerta se abrió con un suspiro mecánico ante la proximidad de Andie. Karim alzó la vista y sonrió. Excusándose ante los pacientes, avanzó al encuentro de la muchacha.

—No sabía que se te permitiera el acceso a estos pacientes.

Andie contempló el jardín, admirando las bromelias en flor, las frondosas plantas de los tiestos y el arroyo artificial.

—Bien, no he pedido permiso exactamente —respondió Karim con una sonrisa—. Sólo he dado una vuelta a ver qué encontraba.

—¿Quieres decir que te has puesto a husmear y has esperado a que el lugar quedara desierto para colarte aquí? —preguntó Andie con una risilla.

—Es lo que acabo de decir, me parece. ¿Qué sucede? ¿Has encontrado algo?

Andie creyó notar una comezón en plena espalda, como si alguien la estuviera observando. Tomó al joven del brazo y echó un vistazo por encima del hombro, pero el pasillo estaba vacío.

—Salgamos un rato de aquí —dijo—. ¿Te apetece dar un paseo por la playa?

—Buena idea. Podemos tomar prestado el deslizador de Craddick, con el chofer. Los senadores están en otra de esas interminables reuniones con Ribeiros. Tardaran horas en terminar la conversación. ¿Vamos?