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Karim indicó la salida con un gesto.

—Me pregunto de qué hablarán —comentó Andie mientras avanzaba por el asfalto del aparcamiento. Casi podía ver el calor ascendiendo en oleadas, captado bajo la luz del fiero sol de media tarde.

«Si entrecerrara los ojos —pensó—, tal vez alcanzase a ver a Skerry en el deslumbrante resplandor.»

—Bien, sea lo que sea, no creo que consigan respuestas de Ribeiros. El tipo es más vivo que una samba.

Karim esperó a que Andie se instalara en el asiento trasero del esbelto deslizador escarlata y montó tras ella.

—Al hotel —indicó al chofer.

Avanzaron entre el tráfico a gran velocidad, sorteando con agilidad otros deslizadores. Andie reprimió el impulso de cerrar los ojos. El conductor los miró por el retrovisor. Llevaba gafas de espejo, y la muchacha se preguntó de qué color tendría los ojos.

Quince minutos más tarde, la pareja paseaba al borde del agua en Copacabana, cómodamente enfundada en los minúsculos bañadores que empleaban los cariocas. A su alrededor, los bañistas disfrutaban del agua chapoteando, riéndose y chillando a cada ola que rompía.

—Así, ¿qué has averiguado? —preguntó Andie.

—No gran cosa. —Karim se encogió de hombros—. Desde luego, no es un laboratorio de genética. La clínica está especializada en cirugía plástica. Ribeiros se ha labrado así su fortuna: un retoque aquí, un estiramiento allá…, y ahora todas las mujeres ricas de Río quieren que les arregle la nariz, los pechos o el trasero.

—¿Y los ojos?

—Sí, Ribeiros parece realizar mucha cirugía ocular, ¿verdad? Y, ahora que caigo, no parece muy propio de un cirujano plástico.

—Claro que podría contar con un especialista. Y los pacientes que hemos visto tal vez se acababan de hacer quitar las patas de gallo. Por lo que he oído, la piel nueva es terriblemente sensible a la luz, y los fármacos regeneradores no hacen sino empeorar las cosas.

—Bien; puede que eso explique la presencia de vendas.

—A menos que la razón de su estancia en la clínica sea cambiarse el color de los ojos. —Ya estaba. Lo había dicho.

—¿Qué?

Andie insistió:

—Quiero decir que si alguien quisiera cambiarse el color de los ojos y ponérselos, por ejemplo, dorados, es posible que acudiera a Ribeiros o alguno de sus socios para hacerlo.

—¿Dorados, como los de un mutante?

—Exacto.

—Suponiendo que pudiera hacerse —replicó Karim sacudiendo la cabeza—, ¿por qué iba a desear alguien tal cosa?

—Para fingir que es mutante. Para encajar con la futura raza dominante.

—¿Raza dominante? ¿Los mutantes? —El joven la miró largo rato. Luego añadió—: Andie, creo que has pasado demasiado rato bajo el sol brasileño. Tienes visiones de supermutantes dando vueltas en la cabeza sólo porque creíste ver a un vendedor de playa con ojos dorados.

—Puedes reírte, pero yo le vi y sé lo que sentí. Y desde que llegamos aquí he visto por todas partes gente cuyos ojos parecían atrapar la luz de una manera extraña.

—Lo sé. Apenas has hablado de otra cosa.

—Pues todo esto me parece muy sospechoso. Esta ciudad me da escalofríos. Desde luego, no es lo que esperaba. ¿No te resulta extraño que Río de Janeiro sea tan tranquilo? ¿No esperabas encontrar una fiesta continua, día y noche?

—Ahora que lo dices, salvo el tráfico, este lugar es mucho más pacífico de lo que pensaba. He visto un par de discotecas abiertas, pero hay más animación en una ciudad de provincias un sábado por la noche.

—Casi como si algo estuviera controlando las cosas.

—Tal vez —replicó Karim, dando un puntapié a un fragmento de alga marina rojo oscuro—, pero sólo por el hecho de que no exista vida nocturna y de que creas haber visto algunos ojos de colores extraños, no vas a convencerme de que un grupo de presuntos supermutantes invisibles ha llevado a cabo un golpe de estado aquí. Ni siquiera puedes convencerme de que existen. ¡Si la mitad del tiempo tengo que hacer esfuerzos para creer en los mutantes comunes y corrientes, como tu jefa!

Andie movió la cabeza en gesto de negativa.

—¿No te has preguntado por qué el doctor Ribeiros no se quita nunca las gafas de sol, ni siquiera en el interior de los edificios? Nunca le hemos visto el color de los ojos.

—¿De modo que ahora crees que Ribeiros es un mutante? —Andie captó una risa contenida en la voz de Karim—. Si lo fuera, ¿no lo advertiría Jacobsen?

—No lo sé.

La mujer percibió la punzada de una duda. Quizá perdía el tiempo buscando trampas y conspiraciones. ¿No le había dicho la propia Jacobsen que dudaba de la existencia del supermutante? ¿Quién mejor que ella para saberlo? ¿Y si Skerry se equivocaba, si sólo era un mutante renegado con ganas de crear problemas? Pero ¿y si tenía razón?

—Está bien, Karim, ya has dejado bien claro cuál es tu posición. Pero te aseguro que me gustaría averiguar de una vez por todas si el supermutante existe.

—¡A ti y al Congreso de Estados Unidos! —Karim dejó de andar, asió a la muchacha por un hombro y la atrajo hacia él—. Lo que necesitas es un poco de marcha.

—¿De qué estás hablando?

—Larguémonos cuarenta y ocho horas a Teresópolis. Vayamos a ver el palacio de verano. Allí, el clima es más fresco. Olvidémonos de mutantes y senadores. El próximo jueves volveremos a Washington.

Su mirada resultaba francamente seductora. Andie miró su cuerpo esbelto y bronceado, apenas oculto por el reducido traje de baño rojo, y notó que el pulso se le aceleraba.

—Es una propuesta tentadora, pero ¿podemos escapar así?

—¿Por qué no? Tu senadora no es demasiado estricta y mi jefe es un firme defensor de las vacaciones.

—Vacaciones para él, tal vez; pero ¿qué me dices de sus fieles ayudantes?

Andie retiró su mano de la de él.

—Lo cierto es que se ha mostrado decididamente benevolente desde que llegamos aquí. De hecho, después de pasar un par de horas con Ribeiros, todo el mundo parece que haya estado en una fiesta.

—Excepto mi jefa.

Por un instante, se formó ante sus ojos la imagen de Jacobsen, pálida y cansada, como si estuviera sometida a algún tipo de tensión y no se hubiera dado cuenta de ello. Andie reflexionó profundamente sobre aquella imagen. Algo andaba mal. Ojalá supiera de qué se trataba. ¿Supermutantes? ¿Paranoia? Cuanto más tiempo pasaba en Río, más confusa se sentía. Un fin de semana en las montañas podía despejarle la cabeza.

—Está bien —dijo por fin—. Estaré preparada para la marcha a las seis. Dejaré un mensaje en la pantalla de Jacobsen. Está tan preocupada que apenas se dará cuenta de mi ausencia.

Michael observó a Kelly mientras ésta montaba en el deslizador. La muchacha llevaba una túnica púrpura sin mangas con grandes escotes por delante y por detrás. El cabello oscuro le caía sobre los hombros en graciosos rizos, y en sus orejas brillaban unos cristales color de espliego. Cuando Michael subió al vehículo, Kelly se inclinó sobre él y le dio un dulce beso. Al apartarse de nuevo, Michael comprobó que la muchacha llevaba muy poca ropa debajo de la túnica.

—Muy bonito —comentó con una sonrisa.

Kelly le lanzó una mirada socarrona.

—Bueno, estamos en la semana de graduación.

—Sí, aunque apenas se nota desde que dejaron de celebrarse las ceremonias de graduación, en el noventa y ocho.

—En esa época había demasiadas amenazas de bomba.

—Eso ya ha pasado, pero supongo que así se ahorran dinero. Esta joven generación está acostumbrada a lo barato.

Kelly le dio un suave codazo en las costillas.