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—Lamento que no podáis quedaros. Nos disponíamos a divertirnos con unos juegos de salón; desnudo mental y cosas así. Estoy segura de que Kelly se lo habría pasado en grande. —Miró un momento a Michael y añadió—: Nos veremos más tarde.

Michael dio media vuelta y se alejó a buen paso, seguido de Kelly. A su espalda, casi notó el aullido del viento frío de la estación de los mutantes.

Jena vio desaparecer tras la esquina las luces de posición del deslizador. Se sentía decepcionada y exaltada. Apenas le había dado tiempo de echar un vistazo a la mente de Kelly, pero lo que había descubierto resultaba muy instructivo. Kelly y Michael se conocían íntimamente. Muy íntimamente. Y los padres de Michael no lo sabían. Aún.

—¿Le has dicho tú a Michael que se marche? —preguntó Vala, flotando casi a la altura de sus ojos.

—No, tonta. —Jena se apartó de la ventana y ocultó su frustración tras una falsa sonrisa—. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—Bueno, como ha venido con esa normal… ¿Por qué se ha molestado?

—La chica le gusta… —La voz de Jena sonó muy aguda, incluso a sus propios oídos. «Contrólate. Dispones de tiempo para encargarte de esto», se dijo—. ¿Qué anfitriona le dice a un invitado que se marche sólo porque ha acudido con una acompañante inadecuada?

—Si sale con una normal, por mí, que se largue —afirmó Vala, dirigiéndole una sonrisa de complicidad.

Jena no tuvo que mirar a su alrededor para saber que todas las cabezas realizaban gestos de asentimiento.

9

Lo siento, señorita Ryton. Sencillamente, no tenemos nada para usted.

La cara pálida de la pantalla la miró, inexpresiva. En la placa que había sobre la mesa se leía: paul edwards, consejero de empleo.

Melanie lo miró con incredulidad.

—¡Pero si rellené la solicitud! —protestó—. Me enviaron una carta diciéndome que el empleo era mío, ¿lo ve? —Mostró el fax ante el monitor.

El pálido señor Edwards estudió el documento.

—Me temo que debe de haber un error.

—¿Qué clase de error?

—Evidentemente, hemos enviado más notificaciones de las necesarias. Es usted la tercera solicitante que hemos tenido que rechazar hoy.

«Seguro —pensó Melanie—. ¿Y las demás también tenían ojos dorados?» Estrujó el fax entre sus dedos y preguntó en voz alta:

—¿Qué debo hacer ahora? Me he gastado todo el dinero en el viaje para llegar hasta aquí.

La cara pálida siguió impasible.

—Lo siento. Le sugiero que llame a su familia y les pida que le envíen un pasaje de vuelta. Y ahora, si me disculpa…

La pantalla se oscureció. Melanie se mordió el labio y recogió el equipaje. El traje de lino rosa que llevaba puesto le picaba. Se preguntó si el empleo habría sido para ella de haber llevado lentillas de contacto para ocultar sus ojos mutantes. La discriminación abierta iba contra la ley, por supuesto, pero un trabajo que se evaporaba de pronto debido a un error burocrático… Eso no era discriminación, ¿verdad?

Salió de la cabina de entrevistas y cruzó la enorme estancia, totalmente vacía salvo por un recepcionista, el único ser humano de la oficina de empleo de la convención al que Melanie había visto cara a cara. La muchacha abandonó el santuario protegido por el aire acondicionado y cruzó las puertas de cristal para salir a las calles de Washington, bajo el fuerte calor de aquel mediodía de fines de mayo. Las hojas de los arces que bordeaban la acera permanecían inmóviles, y el aire estaba impregnado del aroma de unas rosas que ya habían pasado su momento de esplendor. Algunos transeúntes caminaban con paso lento ante el edificio, como sonámbulos, agobiados por el calor. Melanie se quitó la chaqueta.

¿Qué iba a hacer ahora? ¿Volver a casa? No. Eso equivalía a admitir su derrota. Había llegado hasta allí, y allí se quedaría. Le demostraría a todo el mundo que podía cuidar de sí misma. Contuvo el impulso de echarse a llorar de frustración y abatimiento. Vio un quiosco en una esquina e invirtió algunas de las preciadas fichas de créditos que le quedaban comprando una impresión de los anuncios de trabajo. Seguro que en Washington habría alguno adecuado para ella.

Michael siguió con la vista a Kelly cuando ésta, desnuda, cruzó el dormitorio para coger un caramelo. Aunque habitualmente admiraba el espectáculo de su esbelto cuerpo en movimiento, esa noche se sentía irritado.

—¿Por qué tienes que irte un mes? —preguntó, enfadado.

—Mi padre ha alquilado una casa en Lake Louise para julio y agosto —respondió Kelly, ofreciéndole un caramelo al tiempo que se llevaba otro a la boca.

—No sabía que fueras tan amante del aire libre —replicó Michael, rechazándolo con un gesto de la cabeza.

—No lo soy —respondió ella con una sonrisa—, aunque no me vendrá mal un tiempo menos caluroso.

—No vayas.

—Tengo que hacerlo. De veras, Michael, apenas será un mes. Quien te oiga pensará que me marcho para siempre.

—Tu padre sólo pretende separarnos.

Michael se levantó de la cama y se puso a andar por la habitación.

—Estás paranoico. Debería ser yo quien estuviera preocupada, después de conocer a tu «encantadora» prima.

—¿Jena? —Michael evocó por un instante el aroma de su perfume almizclado y la calidez de su mano al asirle por el brazo. Colérico, reprimió el recuerdo—. No seas ridícula. Además, ya te dije que no debíamos ir a esa fiesta. Y sigo pensando que intentaba someterte a una violación mental.

—No seas tan melodramático. —Kelly volvió a echarse sobre las almohadas—. Me dio un mareo, eso es todo. Además, me dijiste que Jena era telequinésica.

—Esto tenía entendido.

—Bien, sea lo que sea, no me gusta. Jena es demasiado amistosa, y está demasiado interesada por ti.

—Eso es cosa del clan —afirmó Michael—. No te preocupes. Te aseguro que ese sentimiento no es mutuo.

—Está bien —asintió Kelly con una sonrisa—. Y yo he satisfecho mi curiosidad por las fiestas de mutantes durante mucho tiempo. Quizá para toda la vida.

—Pero, aun así, te vas a Lake Louise, ¿no?

—Ajá. —Kelly dejó el caramelo en la mesilla y alargó los brazos hacia Michael—. Y ahora, dame algo que me haga desear volver.

Benjamin Cariddi abrió la puerta de su despacho con la llave láser, que abría también el escritorio. A una sencilla orden, la pantalla surgió de su interior como si brotara una flor electrónica. Consultó el cronógrafo de mesa: eran las once en punto de la noche. Marcó un código con un prefijo enmascarador. La pantalla llamó tres veces hasta obtener respuesta.

—¿Ben? —inquirió una sonora voz de barítono. La pantalla también permaneció oscura al otro lado de la línea, pero Benjamin había visto aquel rostro tantas veces que hubiera podido dibujar sus facciones.

—¿Quién, si no?

—¿Ha habido suerte?

—Dos quinceañeras y una de trece.

—¿Todas fértiles?

—Por supuesto.

—Bien. Ya conoces el procedimiento.

—Desde luego. Me estoy quedando sin Narcodane.

—Tendrás otro maletín por la mañana… —Hubo una pausa. Benjamin adivinó la siguiente pregunta antes de que la voz la formulara—. ¿Alguna mutante en el grupo?

—No.

—Bien. Sigue buscando.

—Siempre.

James Ryton trató de detenerse, pero sus piernas parecían obligarle a caminar, sin atender a sus órdenes. De la cocina a la puerta principal, de allí al salón, de la pantalla de la pared a la ventana, deambuló por la estancia cruzando arriba y abajo la moqueta azul. Su esposa le observaba desde el sofá, con la cara pálida y una mirada inescrutable. El hombre encendió la pipa, contempló cómo se apagaba y la volvió a encender, pero no dio ninguna chupada. ¿Debía llamar a alguien? ¿A la policía? ¿A Halden?