¿Y qué hacía ella allí? ¿Sería la siguiente en abrir una carta bomba, o en recibir una bala dirigida a su jefe? ¿Estaba loca? Quizá debería haber seguido el consejo de su madre, y haberse dedicado a ejercer de abogada defensora al salir de la facultad.
No. Había tomado la decisión acertada. Andie recordó la ilusión con que había solicitado el empleo. Trabajar con la primera senadora mutante en la historia del Congreso representaba un honor. Era una feroz defensora de la causa de la integración, ¿y qué mejor lugar para ella que estar allí, como mano derecha de la honorable Eleanor Jacobsen? La senadora le resultaba fascinante: medio santa, medio guerrera, y totalmente enigmática tras aquellos ojos dorados. Andie la admiraba con una intensidad que rozaba la adulación. Liberándose de su momentánea depresión, pulsó el botón del intercomunicador. Tenía que informar a Jacobsen acerca del asunto de la bomba.
—El plazo es absolutamente inaceptable, señor McLeod. Usted sabe que no podemos construir un generador Brayton de circuito cerrado y tenerlo preparado para despegar en menos de seis meses. Imposible.
La voz de James Ryton resonó en la sala de reuniones. Pese a su irritación, Bill McLeod mantuvo el rostro impasible. Sabía que no debía echar a perder las negociaciones en aquel punto, pues había dedicado muchas horas a preparar el asunto. Se recordó que su cargo de asesor de la NASA era una ganga; muy pocos pilotos retirados de las Fuerzas Aéreas gozaban de la clase de relaciones que él tenía. De todos modos, ¡ah!, lo que hubiera dado por estar en su casa con los pies en alto, o en la pista del aeródromo, trabajando en su viejo ultraligero Cessna. El armazón naranja necesitaba un buen lijado. Tomó un sorbo de café frío y se limpió el bigote con una servilleta para darse tiempo a pensar.
Ryton era un negociador duro. Y su expresión irritada de mutante no ayudaba a mejorar las cosas, pues le daba un aire de estar haciéndole un favor por el mero hecho de presentarse a la cita. Sin embargo, el grupo de Ryton tenía los mejores ingenieros de transmisiones de aquella parte del mundo. Había algunos mejores en Leningrado y Tokio, pero Ryton estaba más cerca y McLeod tenía que convencerle del proyecto de colector solar. O, más bien, el gobierno tenía que convencerle. Y Ryton también lo sabía.
—Bien, señor Ryton, ¿qué le parece nueve meses?
Esperó la respuesta. Se hizo el silencio mientras ambos hombres se observaban con cortés ferocidad.
—Quince.
—¿Doce?
—Trato hecho.
McLeod se permitió un suspiro de alivio. La culpa era de aquellas condenadas normas gubernamentales. Desde lo sucedido en Groenlandia, la NASA había sido sometida a una revisión minuciosa de sus medidas de seguridad. De no ser por la Estación Luna franco-rusa, probablemente todo el proyecto de colector solar ya habría sido descartado. McLeod sabía que, después de lo de Groenlandia, todos los administradores de la NASA habían elevado una muda plegaria de agradecimiento por la existencia de la base lunar.
Pero, pese a todos los trámites y papeleos, la NASA necesitaba tener el generador dispuesto para el despegue en el plazo de nueve meses. Gracias a Dios, Ryton tenía fama de adelantarse considerablemente en los plazos de entrega. Contando con los retrasos y la controversia sobre la Estación Luna, la perspectiva de los doce meses era realista.
Concluido el asunto, McLeod estrechó la mano del mutante, quien pareció aceptar de mala gana el contacto. Tenía una palma cálida, casi caliente, pero seca. «Es extraño —pensó McLeod—, parecen tan fríos a pesar de esos ojos dorados y la piel de color miel… » Sólo Dios sabía cuál era su temperatura corporal. Resultaba difícil no verlos como bichos raros. Sabía que ahora se consideraba de mal gusto llamarles así, pero ¿eran realmente humanos? Y a él, ¿de veras le gustaba ver a su hija rondando con uno de ellos?
Kelly McLeod dejó el deslizador en el camino particular de la casa y se colgó al hombro la mochila escolar, deslizando las correas sobre el plástico rojo del anorak. Las luces del jardín tenían un aire cálido y acogedor bajo el anochecer azul, y sus reflejos ámbar bañaban la nieve que coronaba los setos.
Abrió la puerta, dejó la mochila en el vestíbulo y colgó el anorak en el perchero. Vio a su madre sentada en el sofá, visionando una revista en la pantalla familiar, y observó el vaso medio vacío sobre la mesilla. Los efluvios del vermut se mezclaban con el aroma de la comida caliente.
Kelly esperó que sólo fuera el primer martini. Por lo general, Joanna McLeod no empezaba a beber hasta que se había puesto el sol. Era una costumbre que había adquirido desde su regreso de Berlín, el año anterior. De Alemania a Nueva Jersey. ¡Vaya fracaso! Kelly no culpaba a su madre por beber. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por lo que a Kelly se refería, los barrios residenciales no eran más que una enorme alfombra de césped verde, el lavado del coche, las clases de natación y los juegos de ordenador. En una palabra: el sueño americano. Sus sueños de muchacha la llevaban a otra parte, aunque aún no estaba segura del destino final.
—Hola —saludó, disponiéndose a escapar escalera arriba a su habitación.
—¡Ah, Kelly! —Su madre apartó la mirada de la pantalla, sonrió y echó un vistazo al reloj con gesto consternado—. ¡Dios mío! ¿Qué hora es?
—Tranquilízate. Lo más probable es que papá esté en el hangar del aeródromo, jugando con su ultraligero.
—Tienes razón. Tenía una reunión a la una, pero no puede haber durado tanto, ¿verdad? Desde que se jubiló de las Fuerzas Aéreas, negociar esos contratos del gobierno se ha convertido más en un entretenimiento que en un trabajo.
Su madre sonrió otra vez, frunciendo la nariz. Kelly deseó haber recibido una naricita respingona como la suya en sus cartas de mano de la partida genética, pero era Cindy quien parecía haber heredado toda la radiante belleza rubia de su madre.
—Ha llamado Michael Ryton, querida. Dijo que volvería a intentarlo más tarde. Quería hablarte de eso.
—¿De qué? —Kelly vio que se avecinaban problemas.
—Tu padre está un poco preocupado por tu amistad con él.
—Ya me lo figuro. ¿Y tú?
—Bueno, Michael parece buen chico, pero…
Kelly exhaló un suspiro e imitó la voz de un ordenador:
—Representante de curso en Cornell, miembro del equipo de tenis, ganador de la beca Merton, licenciado con honores, socio más joven de Ryton, Greene y Davis, Ingenieros…
—Sí, todo eso ya lo sé. —El tono de su madre era de ligera impaciencia—. Lo que dudo es que sea buena idea que te hagas tan amiga de alguien mucho mayor que tú. Ni siquiera has terminado aún la enseñanza media.
—¡Oh, mamá, vamos! Papá y tú me arrojasteis prácticamente en brazos de Don Korbel cuando vino de Yale la última Pascua, sólo porque es hijo de un viejo camarada de armas de papá. La edad de Michael te trae sin cuidado. Estás preocupada porque es un mutante.
Su madre se revolvió, avergonzada.
—Bueno, nosotros hemos visto muchos más mutantes que tú. Son muy reservados, muy cerrados en su clan. Y muy extraños. Los hemos visto pasar flotando junto a la orilla del mar, o lo que quiera que hagan para conseguir elevarse en el aire. Se mantienen apartados de los demás, y tengo miedo de que te hagan daño.
—Cindy tiene una amiga mutante.
—Sí, pero Reta es de la misma edad que tu hermana…, y del mismo sexo.
—¡Así que se trata de eso! —Kelly tuvo ganas de reírse—. Debería haberlo adivinado. Pues en Alemania no parecías tan preocupada porque saliera con aquellos soldados… Y eran mayores que Michael —añadió, haciendo una pausa para ver el efecto que producía su dardo—. No empieces ahora a preocuparte por mí. Sé cuidarme. Michael es un chico muy simpático y tres veces más interesante que los pelmazos de esa escuela de subnormales donde me habéis metido.