La pantalla se oscureció. Ryton se volvió hacia su familia. Sue Li tenía los labios apretados en una expresión que su marido sabía que anunciaba problemas. Michael fruncía el entrecejo, sonrojado.
—¡Joder, papá! Tío Halden tiene razón. ¡Eres increíble! —Michael sacudió la cabeza.
—¡No uses esas palabras en mi presencia!
En la cabeza de James Ryton, las voces reanudaron su discusión. El hombre se frotó la frente con gesto cansado.
—Apuesto a que la seguridad de Mel te preocupa menos que los comentarios que levantará el asunto en la próxima reunión del clan.
—¡Michael! —exclamó Sue Li, estupefacta.
Ryton volvió a experimentar punzadas de dolor como latidos. Las palabras de su hijo eran sólo una voz ruidosa más que se añadía a su tortura.
—¡No seas ridículo!
—Michael —insistió Sue Li—; tu padre está trastornado, y ya sabes que cuando se pone nervioso le dan los arrebatos mentales.
—Sí, ya lo sé. Pero también sé que mi hermana está por ahí, tal vez metida en problemas, y lo único que sabéis hacer es acudir gimoteando a tío Halden.
—¡Ya basta, Michael! —exigió Sue Li.
James Ryton se alejó de los dos y se dirigió al baño. Tenía que tomar algo para detener el ruido, el dolor.
Las luces del cine se amortiguaron y dieron paso de nuevo a los anuncios. Las imágenes, ahora familiares, de la Estación Luna llenaron la pantalla. Mel ya las había visto tres veces. Casi podría repetir de memoria el texto. La Estación Luna parecía un lugar interesante de visitar: las pequeñas cúpulas, la gente sonriente con sus trajes de color azul reluciente. Incluso las máquinas que manejaban parecían extrañas y exóticas. Quizás en la Luna no le importara a nadie si una era mutante. Tal vez viajara allí algún día. Se envolvió en la chaqueta, soñolienta. El cine estaba casi vacío. Probablemente, podría quedarse allí toda la noche. La maratón de películas de Hyde Rider duraría hasta el mediodía siguiente. Entonces decidiría qué hacer. Tal vez utilizar el número de crédito de su padre y tomar el monorraíl a Denver. Quizás buscar un empleo. Al menos, no había nadie diciéndole lo que debía hacer o cómo hacerlo. Cayó en un ligero sopor y soñó que flotaba bajo una cúpula, con unas cintas rosas atadas a los tobillos como si fuera un globo.
10
Las copias impresas de los informes del colector solar cubrían su escritorio formando un arco amarillo, pero James Ryton las observó con los ojos cegados por el miedo y el sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué se había marchado Melanie? Habían hecho todo lo posible por ella, ¿no era así? Mel era una chiquilla inocente que no conocía el mundo, y estaba en peligro. No quiso pensar en la clase de peligros que la acechaban. Melanie debía estar en casa, donde los demás se ocuparan de ella y la cuidaran.
El miedo le había hecho hablar de ella con aspereza a Halden; el miedo y aquellos condenados arrebatos mentales. Muy de mañana, Sue Li le había preparado una mezcla de hierbas sedantes y los ataques se habían reducido a leves ecos, gracias a todos los dioses. Cuando hizo la llamada a la policía, James notó que volvía a disponer de su autocontrol, como una armadura.
Le habían tratado con mucha corrección, naturalmente. La policía siempre era correcta. Un tanto altiva, pero educada.
—Mandaremos una orden de búsqueda de su hija —le había dicho el sargento Mallory—. Siempre sucede, después de la graduación. En un par de semanas, volverá.
Al terminar la comunicación, los policías debían de haber bromeado entre ellos respecto a que incluso los mutantes tenían problemas con sus hijos rebeldes. «¡Normales! —pensó Ryton—. ¿Para qué sirven?»
Sus dedos dejaron de tamborilear sobre la superficie de plastimadera gris del escritorio. Aunque normalmente no soportaba a la mayoría de no mutantes, había una entre ellos que se había mostrado comprensiva y colaboradora cuando había necesitado su ayuda. Y, además, la mujer estaba en el lugar preciso. Ryton volvió a la pantalla y solicitó el código de Andrea Greenberg.
Andie respondió al cuarto zumbido, mostrando una moderada sorpresa.
—¿Señor Ryton? ¿Recibió usted mi mensaje sobre la ley de Adjudicaciones de Base Marte?
James asintió rápidamente.
—Sí, y le agradezco su ayuda. Estamos muy satisfechos con la votación.
—Pensé que lo estarían. Y bien, ¿en qué puedo ayudarle hoy?
—Señora Greenberg, tengo un problema.
—¿Más normativas de la NASA?
—No. Es un asunto… personal.
Ryton hizo una pausa. Se sentía cohibido, y apenas le salía un hilillo de voz. ¿Cómo podía involucrar en sus problemas a una no mutante a quien apenas conocía?
—¿Sí?
Ryton creyó captar un tono de impaciencia en su voz. Estaba perdiendo el tiempo. Sin embargo, ¿qué podía perder? La desesperación le dio fuerzas.
—Se trata de mi hija. Se ha escapado. Al menos, creo que lo ha hecho. Ha dejado un mensaje diciendo que la esperaba un empleo en Washington.
—¿Cuántos años tiene?
—Dieciocho.
Andrea Greenberg frunció el entrecejo.
—Señor Ryton, legalmente, su hija es mayor de edad. Y tenía la impresión de que un mutante adulto es capaz de cuidar de sí mismo.
—Usted no conoce a mi hija —declaró Ryton—. Melanie ha pasado la vida muy protegida. Y es una nula.
—¿Una nula?
—Es disfuncional. Carece de facultades mutantes.
Andie le miró con una expresión de sorpresa en sus ojos verdes.
—Jamás había oído hablar de un mutante disfuncional.
—Es poco frecuente —reconoció Ryton—. Y no damos publicidad a esos casos.
—Empiezo a entender que esté preocupado.
Ryton se acercó más a la pantalla.
—Señora Greenberg, creo que mi hija se ha propuesto demostrarnos algo. O demostrárselo a sí misma. Y lo único que demostrará, me temo, será en cuántos problemas puede meterse ella sola. Mi esposa y yo estamos terriblemente preocupados.
—Estoy segura de ello, pero ¿no podría ser cierta la historia de Melanie? Quizá sea verdad que ha encontrado un empleo, en cuyo caso no habría motivos para inquietarse.
—Pero no nos ha dejado ninguna dirección. No sabemos cómo ponernos en contacto con ella. No sé qué hacer. Podrían haberla raptado. Asesinado. Ya he vivido eso antes.
Ryton se sentía como si estuviera encogido, desnudo y vulnerable ante Andrea Greenberg. Y, justo cuando empezaba a desesperar de conseguir su ayuda, la mujer dulcificó su expresión.
—Comprendo —dijo—. Escuche, ¿por qué no me permite exponerle el caso a alguien que conozco de la policía local? Tal vez averigüe algo. Aunque no le prometo nada, naturalmente.
—Señora Greenberg, le estoy muy agradecido.
A Ryton le temblaba la voz, y Andie pareció incómoda.
—Está bien, haré lo que pueda.
—Es la segunda vez que me ayuda. Espero que algún día pueda serle de utilidad. Gracias.
—Me pondré en contacto con usted si me entero de algo. Y no me dé las gracias, no se merecen.
Su imagen se desvaneció.
Ryton recogió los papeles amarillos esparcidos ante él, mientras pensaba que no podía condenar a todos los normales. Desde que había conocido a Andrea Greenberg, ya no podía.
A mediodía, el Cámara Estelar estaba a oscuras y olía a cerveza rancia y a humo de tabaco. Melanie escrutó la penumbra e intentó no mostrarse nerviosa mientras el propietario del bar la observaba con un destello de interés en sus vivos ojillos. Los prominentes incisivos del hombre le recordaron a Melanie los de unos conejillos de Indias que había visto una vez en clase de ciencias.