La única iluminación del local consistía en antiguas luces de neón verde y rosa que parpadeaban en las paredes, y las crioluces encendidas sobre la mecabanda del rincón. Cada vez que Melanie se movía, notaba un crujido bajo sus pies. La muchacha se apoyó en un taburete de la barra tratando de no tocar el cenicero, lleno hasta el borde, fijado al asiento.
—Date la vuelta, guapa —le dijo el hombre con voz ronca.
Melanie le vio dar una chupada al cigarrillo que sostenía despreocupadamente entre el pulgar y el índice, y arrojar luego la colilla al fregadero que había tras la barra.
La muchacha obedeció e hizo un rápido giro completo, terriblemente cohibida con sus pantalones ajustados.
—Más despacio.
Melanie dio otra vuelta sobre sí misma.
—Las piernas están bien. El culo, también. De acuerdo, ahora déjame ver las tetas.
—¿Qué?
—¡Vamos! —El hombre hizo un gesto de impaciencia—. El empleo es para una bailarina exótica, y las bailarinas exóticas han de tener buenas tetas. Y bien, ¿quieres el trabajo o no?
Lo que Melanie quería era echar a correr hacia la puerta, pero se dijo a sí misma que necesitaba el empleo. Tenía que quedarse y ponerse a prueba ante sí misma. Con dedos nerviosos, se desabrochó la blusa.
—El sujetador también.
La muchacha se lo quitó, agradeciendo la penumbra del local. El hombre la contempló durante lo que a ella le pareció una eternidad. Finalmente, asintió.
—Bonitas. Pequeñas, pero bonitas. Es curioso; no sé por qué, pero no pensaba que las tetas de una mutante tuvieran el mismo aspecto que las demás. Está bien, el empleo es tuyo. Ven a las seis y media para que otra de las chicas te enseñe el funcionamiento. Encontrarás tu ropa en la taquilla número cuatro, en el camerino del sótano. Eres responsable de tenerla limpia. Ganarás trescientos cincuenta créditos a la semana, más propinas.
Melanie salió del bar casi volando. ¡Tenía un empleo! Les demostraría a todos que podía valerse por sí misma. Volvió corriendo a la pequeña habitación que había alquilado cerca de la avenida J; quería tener tiempo suficiente para prepararse para la noche, y el cuarto de baño del pasillo solía estar ocupado a partir de las cinco.
Cuando regresó al Cámara Estelar, el bar ya estaba lleno de gente que bebía y fumaba. Las vibraciones de la mecabanda la acompañaron hasta el sótano. Su taquilla era un espacio minúsculo que parecía haber iniciado su existencia como bodega. El lugar estaba repleto de mujeres en diversos grados de desnudez. Melanie encontró la taquilla, la abrió y contempló con asombro su ropa de trabajo. Era un mínimo taparrabos de encaje rojo y un liguero que sujetaba unas medias negras en las que centelleaban unas flechitas púrpura crioluminosas.
—¿Qué estás mirando? ¿No habías visto nunca unas braguitas de bailarina? —preguntó una pelirroja situada a su lado. La muchacha tenía unos pechos grandes y bamboleantes, sobre los cuales aplicaba unas estrellas crioluminosas verdes mientras hablaba.
—¿Dónde está el resto de la ropa?
Durante un largo minuto, la única respuesta que oyó Melanie fue una risotada estridente.
—Eso es todo el uniforme, rica —comentó luego la pelirroja, aunque sin aspereza—. Tú debes ser la chica nueva. Dick me dijo que te enseñara las cosas. Vístete enseguida y no olvides ponerte las flechas púrpura. No, en las orejas, no, en los pechos. Así. Deja que te ayude.
La muchacha tomó el seno izquierdo de Melanie en una mano, cogió una flecha púrpura, la lamió y la fijó suavemente en el pezón. A continuación, hizo lo mismo en el otro pecho. En ambas ocasiones, sus manos acariciaron los pechos de Melanie un poco más de lo necesario. Melanie notó que sus pezones se endurecían bajo aquel contacto inhabitual.
—Eres una cosita muy dulce, ¿sabes? —murmuró la pelirroja en un ronroneo, al tiempo que rozaba los senos de Mel con los nudillos.
—No, por favor.
—Llámame Gwen.
La pelirroja ciñó a Melanie por la cintura y la atrajo hacia sí. Con un gesto relajado, deslizó la mano bajo la braguita de la mutante y exploró el territorio con suaves caricias y una expresión de amistosa curiosidad en sus grandes facciones. Parecía ajena al alboroto que las rodeaba. Las demás muchachas cerraron las taquillas, terminaron de ajustarse su reducida indumentaria y corrieron escaleras arriba.
Melanie intentó liberarse de aquella mano insistente. Apoyó la espalda en la fila de taquillas, pero Gwen la apretó contra sí entre profundos jadeos. Melanie se sintió mareada, como si fuera a asfixiarse entre los enormes pechos perfumados de Gwen, y empezó a jadear, con la respiración acelerada y poco profunda.
—Veo que vamos a ser muy buenas amigas —murmuró Gwen, relamiéndose—. Puedo enseñarte muchas cosas… —Sus activos dedos describían círculos cada vez más pequeños.
—Por favor —protestó Melanie con voz débil.
Aquellas perversas caricias… «¡Que se detenga!—pensó—. ¡Oh, Señor!», el contacto empezaba a gustarle. Como si tuvieran voluntad propia, sus piernas se abrieron para dejar que aquella mano amistosa ahondara más entre ellas. Gwen se llevó a la boca un pezón de Mel, con flecha incluida. Melanie emitió un gemido. Quería que se detuviera. No, que siguiera. Sí, que continuara sus lametones y caricias, y…
—¡Gwen! ¡Maldita sea! ¿No te he dicho que no te metas con las chicas nuevas? —rugió el dueño del bar desde el umbral del vestuario, con los brazos en jarras.
Gwen soltó el pecho de Melanie y retiró la mano.
—Lo siento, Dick.
La pelirroja parecía compungida. Luego su mirada buscó la de Melanie y le hizo un guiño.
—Ve arriba —ordenó el hombre—. Que la nueva se ponga a servir copas y que Terry le enseñe a colgarse la bandeja.
—Está bien.
Con una mezcla de alivio y consternación, Melanie vio desaparecer escalera arriba la ancha espalda de Gwen. Sacudió la cabeza para despejarse y se dijo que sólo había imaginado que gozaba con el acoso de Gwen. Con un escalofrío, se prometió mantenerse lejos de ella.
—Y tú —añadió entonces Dick, apuntándola con el cigarrillo—, sube también. ¡Y no me hagas perder el tiempo!
Melanie se sonrojó y se apresuró a subir a la planta principal tras los pasos del hombre.
Bajo la tutela de Terry, una mulata muy alta que lucía una braguita rosa y unas medias a juego, Melanie sirvió bebidas y estuches de hipodérmicas esterilizadas para el primer pase del espectáculo.
Cuando empezó el segundo pase, los clientes del Cámara Estelar estaban repartidos por la sala, oscura como una cueva, en diversos estados de intoxicación. Había acelerados y cabezas voladas, un colgado de brin con franjas anaranjadas tatuadas en la calva y hasta la mitad de la nariz, una pareja de andróginos con trajes de cuero azul, varios hombres de negocios de mediana edad con maletines de pantalla y poco pelo en la cabeza, y turistas vestidos con monos de viaje. Melanie no había visto nunca una fauna semejante.
La primera vez que un cliente le puso la mano en el trasero, dio tal respingo que casi volcó la bandeja de las bebidas. Terry la reprendió, irritada.
—No hagas eso. Así es como se consiguen las buenas propinas. Déjales que toquen; sólo asegúrate de que pagan por ello.
Melanie aprendió pronto a sonreír y a soportar las manos ásperas que trepaban por sus piernas mientras entregaba el cambio. Así, la propina era más abultada. Todo el mundo parecía querer tocarla. «Muy bien —decidió, haciendo de tripas corazón—, mientras paguen…»
Luego, Gwen salió a bailar con movimientos provocativos y exagerados, acompañada por el retumbar de tambores e instrumentos de viento de la mecabanda. La pelirroja abandonó el escenario con una sonrisa y la minúscula braguita rebosante de fichas de crédito. Terry realizó una inconexa danza del vientre, moviendo lentamente los brazos mientras la mecabanda gemía una melodía vagamente oriental. Cada canción incluía un extenso pasaje musical para permitir a los clientes introducir las fichas en la prenda de la bailarina. Al empezar la música, los clientes, bebidos y febriles, se arremolinaron en torno al escenario entre silbidos y aullidos.