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—Tu turno —le dijo Terry mientras bajaba a toda prisa la escalera lateral del escenario.

—Pero si no sé qué hacer.

—Entonces, improvisa. Sube ahí y mueve las tetas delante de sus narices. Es lo único que les importa. Y asegúrate de acercarte lo suficiente para que puedan meterte las propinas.

Melanie subió los peldaños, aturdida. La mecabanda pidió al público que recibiera con un aplauso a «Venus, la erótica bailarina mutante», y arrancó con una melodía de ritmo ondulante. Mel se quedó paralizada bajo el humeante foco anaranjado, aterrada. Los clientes abuchearon y empezaron a golpear las mesas con vasos e hipodérmicas en un tamboreo irritado. La mecabanda inició de nuevo la melodía. Melanie continuó sin moverse. No podía. Miró hacia la barra, donde Dick la observaba con expresión de furia. Desde un lateral del escenario, Terry le susurró:

—¡Adelante, estúpida!

Melanie sacudió la cabeza en gesto de negativa y empezó a dirigirse hacia la escalera. No podía hacerlo. Quería cubrirse, echar a correr y huir de la voracidad que veía en los ojos de los hombres. Era la misma ansia que había visto en Gwen, allá abajo.

—¡Eh! ¿Qué es esto?

—¡Baila, vaca estúpida!

—¡Buuu! ¡Echadla de ahí!

Mel retrocedió, alejándose de las burlas de la gente. Entonces notó el pinchazo de una hipodérmica. Terry le había inoculado una dosis en la pierna. Se tambaleó y sintió que la cabeza le daba vueltas. El miedo escénico se disolvió al instante y desapareció, al tiempo que el calor del producto químico invadía su torrente sanguíneo.

Aquellos tipos querían espectáculo, ¿no? ¡Pues ella les daría espectáculo!

Aspiró profundamente y empezó a mover las caderas a imitación de las otras chicas. Los hombres congregados en primera fila dejaron de protestar y se sentaron. Melanie cerró los ojos e imaginó que estaba sola, bailando en la intimidad. Cuando empezó a bambolearse, el público mostró su aprobación a gritos.

—¡Muy bien, mutante!

—Vamos, cariño, ¡enséñanos esa golosina!

Una vez hubo cogido el ritmo de la música, Mel se sintió más atrevida y abrió los ojos, transformando la cadencia en un contoneo. Se deslizó así por una rampa hasta más allá de la primera fila de hombres. Todos le enseñaron sus fichas de créditos, pero ella retrocedió con aire provocativo.

Un individuo de pelo gris y profundas ojeras agitó una ficha de trescientos créditos delante de ella.

—Siempre he querido tocarle las tetas a una mutante —gritó.

Melanie movió la cabeza y se alejó bailando.

El hombre mostró otras dos fichas de trescientos créditos.

—Ven aquí, encanto.

Mel esperó a que mostrara mil doscientos créditos. Entonces, se acercó a él y se inclinó sin dejar de moverse. Las manos del hombre eran ásperas, y Mel hizo una mueca de desagrado, mientras la palpaba; pero, al cabo de un minuto, el tipo la soltó y metió las fichas bajo la tela.

A partir de ahí, la cosa fue fácil. Cada vez que veía agitarse una ficha en la mano de alguien, ralentizaba sus movimientos, insinuándose hasta que la cantidad aumentaba. Entonces, bailaba lo bastante cerca como para que el cliente pudiera sobarla y depositar la propina.

«Puja lo suficiente y tocarás a la bailarina mutante», pensó en su aturdimiento.

Un joven pálido de cabello moreno muy corto y anticuadas gafas de sol asomó medio cuerpo sobre el escenario, alargando la mano repetidas veces para introducir más fichas bajo el tanga. En cada ocasión, el contacto del hombre con sus piernas era brusco y doloroso. La quinta vez, se lo quitó de encima al tiempo que finalizaba la música. Aliviada, abandonó el escenario a toda prisa.

—No está mal. Cinco minutos de descanso; luego vuelve a ocuparte de las mesas —le dijo Terry—. Dick quiere que promocionemos las hipos de brin; tiene exceso de existencias.

Melanie asintió, agradecida, y fue a la barra entre la multitud.

—Brin, por favor —pidió al mecacamarero.

—¿Hipo? —preguntó la voz mecánica.

—Sí.

Sacó las fichas de la improvisada bolsa y las contó. Más de cinco mil créditos. En su vida había tenido tanto dinero. Volvió a guardar las fichas, cogió la hipodérmica y la sostuvo bajo las luces del bar, que se reflejaron en el líquido ámbar de la repleta jeringuilla desechable. Melanie cerró los ojos y se la clavó en el brazo. En unos segundos, el narcótico surtió efecto y corrió una suave cortina entre ella y el mundo.

—¿Señorita Venus?

—¿Sí?

Se volvió con cuidado, concentrada en mantener el equilibrio. Era el joven pálido de las gafas, el que la había agarrado de la pierna tantas veces.

—Me llamo Arnold —se presentó—. Arnold Tamlin. Siempre he querido conocer a una mutante.

—Pues ya la conoce.

Melanie le dedicó una sonrisa forzada. El individuo la miró con voracidad.

—He disfrutado mucho con su baile. Muchísimo.

Hablaba arrastrando las palabras, y Mel se preguntó cuánto alcohol habría tomado. Alcohol y algo más…

—Muchísimo, muchísimo…

—Gracias.

El joven siguió repitiéndose y luego se inclinó hacia ella. Mel se apartó, parándole los pies al borracho, que la miró ceñudo.

—Lo siento.

Arnold Tamlin continuó abalanzándose sobre ella. Después pareció doblarse por la cintura, con el rostro hacia abajo, y se deslizó lentamente hasta el suelo. No intentó levantarse de nuevo. Dick apareció, movió a Tamlin con la puntera del zapato y, al ver que no respondía, se inclinó sobre la barra.

—¡Apagabroncas!

Un recio mecavigilante gris de tenazas acolchadas salió de una abertura situada en un extremo del mostrador, agarró al joven inconsciente y lo arrastró hacia la puerta. Lo último que vio Melanie de Arnold Tamlin fueron las suelas grises de sus zapatos.

Dos horas más tarde, Dick le dijo que la jornada había terminado. Agradecida, dejó la bandeja de las bebidas y bajó al vestuario con varias de las chicas. Tenía los sentidos tan embotados de cansancio que apenas se dio cuenta de su presencia hasta que alguien se le acercó por detrás y le puso las manos en los pechos.

—¿Quieres que te ayude a quitarte esa ropa? —preguntó la voz de Gwen. Su aliento era cálido en la nuca de Melanie.

—¡No! ¡Déjame en paz!

Enfadada, se desasió. Ya había tenido suficientes manos extrañas tocando su cuerpo por aquella noche. Se vistió rápidamente y corrió escaleras arriba hasta salir del bar.

Veinte minutos y dos paradas de metro más tarde, estaba sentada entre el azul desvaído del cuarto de baño de la avenida J, viendo correr el agua en la oxidada bañera. El reloj marcaba las dos de la madrugada.

Se sumergió en el agua humeante, gozando del silencio de aquella hora. Tenía marcas en los muslos y junto a un pezón. Cinco mil créditos por seis contusiones. «De modo que esto es la independencia», pensó tristemente. Una lágrima le resbaló junto a la nariz y cayó al agua sin hacer el menor ruido.

11

Caryl, ponme con Joe Bailey, en Metro D. C. —dijo Andie.

Si alguien podía localizar a Melanie Ryton, ése era Bailey. Además, Joe le debía un favor. Varios favores.

—Por la línea cinco —anunció Caryl.

La pantalla parpadeó y se iluminó. La cara bonachona de Bailey, con sus largas mandíbulas, sonrió a Andie desde detrás de un bollo.

—¡Eh, pelirroja! ¿Qué tienes para mí?