—Una chica desaparecida. Una mutante. Diecisiete años, más o menos. China-caucásica. Se llama Melanie Ryton.
—Muy bien. —Bailey pulsó unas órdenes en el teclado, sin dejar de masticar—. ¿De dónde procede?
—De Nueva Jersey.
Bailey dejó de mascar.
—¿Nueva Jersey? No es mi territorio. Al menos, no últimamente.
—Les dijo a sus padres que tenía un empleo aquí.
—¿Y?
—No la creen, y he pensado que tú podrías comprobarlo más deprisa que yo.
—Dame un minuto.
Joe Bailey se limpió los dedos y se apartó de la pantalla. No tardó en volver, moviendo la cabeza.
—Negativo. No encuentro a ninguna Melanie Ryton. He comprobado las oficinas de empleo, los centros juveniles e incluso los prostíbulos. Nada.
—¡Vaya!
—Tenía entendido que tus queridos mutantes guardaban a sus hijos en casa como si los tuvieran en jaulas.
—No tiene gracia. Y no es verdad.
—Espero que lleve cuidado por ahí fuera. ¿Has oído hablar de ese jeque que quiere comprar una chica mutante para su harén?
—No, pero lo creo. Ten vigilado a ese tipo, ¿quieres?
—Andie, ¿sabes cuántos chicos, padres, abuelos y animales de compañía me piden que localice cada día?
—Hazlo por mí, Joe —le rogó Andie, al tiempo que se inclinaba hacia delante y le lanzaba una mirada coqueta, con los párpados entornados.
—Está bien —accedió Bailey con un suspiro.
Una banda amarilla con un mensaje de Caryl ocupó la zona inferior de la pantalla: EMPIEZA EL NOTICIARIO DE HORNER, CANAL 12. ¡URGENTE!
Andie leyó la nota.
—Tengo que dejarte, Joe. No te olvides de Melanie Ryton. ¡Ah! Tienes un poco de azúcar en la barbilla.
—De acuerdo. Hasta pronto, Andie.
La imagen de Bailey desapareció, reemplazada por la del senador Joseph Horner, que exhibía ante la cámara su mejor sonrisa de «el domingo por la mañana venga a rezar con nosotros». Andie le vio volverse hacia su entrevistador, Randall Camphill.
—Como le decía, Randy, tenemos que estar alerta frente a la amenaza de esos supermutantes —declaró Horner.
«¡Uy, uy! —pensó Andie—. ¿Qué se propone este hijo de puta?» Pulsó el botón de grabación; Jacobsen estaba en una reunión, pero le gustaría ver aquello.
Camphill se volvió para mostrar su mejor perfil a la cámara.
—Senador —dijo a continuación—, ¿puede explicar a nuestra audiencia a qué se refiere cuando habla de supermutantes?
—Los supermutantes son un producto monstruoso de la eugenesia, de perversas e impías manipulaciones genéticas, y constituyen un peligro para todos los demás —declaró Horner con la voz quebrada—. Si bien hemos llegado a aceptar a nuestros hermanos y hermanas mutantes, que son, o eso nos han contado, el resultado de unos procesos naturales, aunque desafortunados, lo que no podemos aceptar y debemos evitar es la profanación de los seres humanos al servicio de la ciencia. ¿Quién puede asegurar que el supermutante, un producto de laboratorio, sea tan siquiera humano?
Los ojos de Horner brillaron de cólera y de virtuosa indignación.
—¿Y dice usted que ha visto a esos presuntos supermutantes durante su viaje de investigación a Brasil?
—Bien, Randy, lo cierto es que no he llegado a verlos. Pero hemos encontrado indicios, rastros… Y debemos llevar cuidado. Debemos mantenernos alerta. Ya podrían encontrarse entre nosotros. Al principio, sólo un par de ellos, una simple gota de agua en el mar de la población; pero recuerden que un poderoso océano se inicia con una mera gota. Seamos cautos, no vayamos a terminar ahogados en una futura inundación.
—Gracias, senador Horner. Nuestro tiempo se acaba y…
Andie apartó la vista de la pantalla.
—¡Diablos! —murmuró—. Ese cerdo ha revelado el secreto.
¿Debía interrumpir la reunión de Jacobsen? La senadora tendría que replicar. Y pronto.
En la pantalla de Andie empezó a parpadear el aviso de llamada pendiente; pronto, las llamadas se multiplicaron hasta colapsar todas las líneas del despacho.
—Ya los tenemos aquí —dijo Caryl, corriendo hacia la pantalla de su mesa—. ¿Qué les digo?
—Sin comentarios —respondió Andie—. La senadora está reunida y tendrán que llamar más tarde. Si insisten, toma nota del nombre y el número. Registra todas las llamadas, pero, a cualquier pregunta, limítate a responder que no hay comentarios.
—Entendido.
Andie escuchó de nuevo en su mente las palabras de Horner y las imaginó repetidas a lo largo del país, del mundo entero, vomitadas desde los videoquioscos de las esquinas callejeras, sembrando la histeria. La gente ya estaba inquieta con los mutantes, y los disturbios de hacía veinte años eran un recuerdo terrible y persistente. El temor a algún monstruoso supermutante podía provocar el pánico, o incluso algo peor. ¿Era eso lo que Horner perseguía?
Pero ¿y si tenía razón? ¿Podía afrontar el mundo la existencia de mutantes potenciados? Recordó el disquete que Skerry le había entregado en Río. La primera intención de Andie había sido entregárselo a Jacobsen inmediatamente después de regresar de Brasil, pero ya habían pasado varias semanas sin que lo hiciera. El trabajo pendiente le había ocupado por completo el tiempo. Además, cada vez que recordaba la petición de Skerry, le sonaba más a fantasías de paranoico. Se comprometió a entregar el disquete a Jacobsen esa misma tarde. ¿Sería el momento oportuno?
Las luces de las llamadas continuaron parpadeando pese a los frenéticos esfuerzos de Caryl. La secretaría las respondía con toda la rapidez posible, mientras meneaba la cabeza furiosamente.
—No, lo siento. No vamos a hacer ninguna declaración de momento. No. Definitivamente, no.
Andie aspiró profundamente y pulsó el código de prioridad para ponerse en contacto con su jefa.
—¿De dónde has sacado esto? —inquirió Jacobsen. La pantalla estaba vacía, después de repasar dos veces el contenido del disquete.
—Ya te lo he dicho… —suspiró Andie, tuteando a la senadora en la intimidad del despacho.
—Así que un misterioso desconocido se te acercó en Río, afirmó conocerme y te entregó esto, ¿no? —Jacobsen se echó hacia atrás en su sillón, con ojos incrédulos—. ¿Te das cuenta de que al aceptarlo pudiste comprometer a todo el grupo?
—Sí, pero…
—En fin, supongo que ya es demasiado tarde para eso. Pero deberías haber acudido a mí inmediatamente. —Andie no la había visto nunca tan exasperada—. Quizá debería haber dejado que arrojaras a Horner por la ventana cuando estábamos en Río. ¡Maldito predicador!
—Pensaba que no leías la mente de nadie sin pedir permiso —comentó Andie, sonrojándose.
—No lo he hecho. Es que, prácticamente, lo estabas pregonando. Incluso los no mutantes pueden hacerlo, en ocasiones. —La expresión de Jacobsen se relajó con una sonrisa—. Pero ¿cómo no me hablaste entonces del asunto, Andie?
—Creí que nos espiaban.
—Es probable que tuvieras razón. De todos modos, me habría gustado enterarme antes. Si esta información es veraz, por fin tenemos la prueba que andaba buscando de que se están realizando experimentos con embriones humanos en Brasil. Y ahora tengo que encontrar la manera de reparar el mal que ha causado ese estúpido de Horner, sin mentir abiertamente.
—Creo que lo mejor será celebrar una conferencia de prensa mañana por la mañana —apuntó Andie—. Antes de que las cosas empeoren. Hoy ya he tenido que hacer instalar dos contestadores automáticos en el despacho.
—Eso sería saltarse el procedimiento habitual. Antes debería presentar mi informe al Congreso. Y enviar una copia del disquete al Consejo de mutantes. Sin embargo, supongo que tienes razón. Horner ha provocado un incendio, y lo primero que debo hacer es apagarlo.