—He reservado el Salón Presidencial para las diez de la mañana.
—Muy bien. Pásame a Craddick por la línea privada, ¿quieres, Andie? Después, manda el aviso a todos los medios de comunicación de costumbre.
El resto del día pasó en un abrir y cerrar de ojos; mientras Andie concertaba entrevistas para después de la conferencia de prensa, respondía a otras llamadas y daba instrucciones al resto del personal de la oficina. Notaba los nervios a flor de piel, un poco más irritados cada vez que alguien mencionaba la palabra «supermutante».
A las seis y media, Karim la llamó para recordarle los planes para la cena. A su pesar, Andie canceló el encuentro. A las nueve y media se acordó de encargar que le subieran un bocadillo al despacho. Dos horas después, se obligó a marcharse a casa. Livia la recibió a la puerta con irritados maullidos abisinios.
—Lo siento, cariño. He tenido un día duro en la oficina. Ya sé que tienes hambre.
Andie se quitó los zapatos y agradeció el confortable tacto de la gruesa moqueta azul bajo sus pies doloridos. Dio de comer al gato, añadiéndole una cantidad extra porque se sentía culpable; después, se instaló en el sofá para revisar las notas que había tomado para las respuestas de Jacobsen del día siguiente. Livia se enroscó a su lado, ronroneando y lamiéndose con aire satisfecho. Poco a poco, a Andie se le cayó la cabeza hacia delante y se le cerraron los ojos. Sin embargo, su sueño fue inquieto, lleno de imágenes de monstruos de Frankenstein con ojos dorados que la acechaban, conduciéndola hasta iglesias cuyas puertas se abrían para mostrar hileras de dientes afilados y sonrientes.
Entre un pase y el siguiente, Melanie se apoyó en la barra y echó un vistazo a la clientela del Cámara Estelar. Dos hombres vestidos con ropa buena tenían aspecto de estar dispuestos a dejar propinas generosas. Cerca de ellos había un grupo de turistas coreanos, que siempre eran pródigos en fichas y nunca la tocaban con excesiva brusquedad. Vio a un par de los habituales y tomó buena nota de mantenerse a distancia del joven de cabellos grises, que cada noche seguía intentando quitarle las flechas.
A lo largo de las dos semanas que Melanie llevaba trabajando en el local, había aprendido pronto a quién evitar y a quién incitar. Los acelerados eran los más propensos a hacerle daño cuando la sobaban. Algo relacionado con su droga habitual debía de volverlos agresivos. En cambio, los cabezas voladas eran inofensivos. Soltaban risillas y le hacían cosquillas, y a veces, si se acordaban, le daban buenas propinas. Mel escrutó el rincón del fondo del local. ¡Oh, no! Aquel tipejo extraño, Arnold Tamlin, estaba solo en una mesa. Y aquella noche, sus ojos estaban realmente desenfocados.
—Veo que vuelve a estar aquí tu pichoncito —comentó Gwen.
—Vete a la mierda.
Melanie había mantenido las distancias con la robusta pelirroja desde aquella primera noche, cuando aún estaba demasiado verde para esquivar las insinuaciones de la otra mujer. Desde entonces había aprendido a hacerlo. Y cuando despertaba en plena noche angustiada por unos sueños enrevesados y sudorosos en los que intentaba desesperadamente apartar de sí unas manos que la acariciaban y unas bocas que querían chuparla, Mel se decía que había bebido demasiado. Pesadillas. Eran los malos sueños, lo que hacía latir aceleradamente su corazón. Era el miedo, no el deseo. Tenía que serlo.
Durante el segundo pase, Melanie procuró evitar las manos de los acelerados y concentrarse en los coreanos; éstos le llenaron el tanga con tantas fichas que casi le daba miedo moverse. Continuó bailando con cuidado, provocando a dos cabezas voladas y eludiendo como pudo a aquel horrible Arnold Tamlin. ¡Vaya un tipejo! Terminó el número con un floreo y decidió salir al aire libre a tomarse un chupigoza.
La noche era fresca, y el sudor que la bañaba se evaporó rápidamente. En julio, el clima de Washington era increíblemente caluroso, pero por la noche al menos se hacía soportable. Se apoyó en la puerta trasera del bar y pensó en su familia. ¡Menuda sorpresa se llevarían si supieran el dinero que estaba ganando! Por un instante, Melanie se sintió feliz. No los necesitaba. Se sentía cómoda a solas.
—Esto…, disculpe. ¿Señorita Venus?
¡Oh, Señor, no! Aquel pesado de Tamlin otra vez, no. El tipo la había seguido fuera del local y bloqueaba la puerta. Melanie retrocedió lentamente, intentando sonreír.
—¿Sí?
—Quería decirle lo mucho que disfruto viéndola.
El hombre avanzó hacia ella, mirándola fijamente.
—Gracias.
—Me preguntaba si no querría usted bailar sólo para mí…
Tamlin seguía acercándose, con los brazos extendidos hacia ella.
—¡Oh, Arnold! No sé, estoy muy cansada y…
Continuó retrocediendo, con la intención de esquivarle y alcanzar la puerta. ¿Por qué no enviaba Dick a alguien a buscarla? El descanso ya había terminado.
—Baila para mí, Venus. ¡Levita y baila en las nubes para mí!
Tamlin la agarró por los hombros. Sus manos se cerraron con fuerza y sus dedos se hundieron en la carne de la muchacha.
—¡Arnold, no puedo levitar! —Melanie se debatió, tratando de soltarse—. ¡Déjame!
—Claro que puedes, hazlo conmigo ahora. Todos los mutantes podéis levitar, ¿no?
—Me haces daño.
El hombre no parecía oírla. Mel intentó darle una patada en la espinilla mientras se abalanzaba sobre ella, pero tropezó con un ladrillo suelto y cayó de espaldas sobre la acera. Tamlin se le echó encima y le rodeó el cuello con las manos, apretando.
—¡Levita, maldita seas! ¡Condenada mutante! ¡Monstruo! ¡Levita, o te mato!
Melanie intentó pedir auxilio, aunque sabía que el estruendo del bar acallaría todos sus gritos. Se debatió desesperadamente, clavando las uñas en las manos del hombre mientras el rugido que captaban sus oídos iba aumentando de intensidad. Tamlin era demasiado fuerte para quitárselo de encima.
Jadeando, la muchacha buscó aire con todas sus fuerzas. Bajo sus párpados empezaron a centellear numerosos destellos de colores. Después, los colores empezaron a desvanecerse. Respirar se convirtió en un esfuerzo excesivo. Quería expulsar el aire de sus pulmones, pero algo se lo impedía.
—¿Señorita? ¿Se encuentra bien?
Alguien la estaba zarandeando. Melanie abrió los ojos. Un hombre joven de cabello castaño bastante largo, piel aceitunada y ojos pardos llenos de vitalidad la observaba con precaución. Melanie se incorporó con cuidado hasta quedar sentada.
—¿Dónde está?
—Ha huido cuando he empezado a golpearle.
—¡Dios! —murmuró ella, llevándose los dedos al cuello—. Creo que me ha salvado la vida.
—Bueno, no podía quedarme mirando cómo ese tipo la estrangulaba.
La ayudó a ponerse en pie y le pasó el brazo por los hombros en un gesto protector. Mel, agradecida, se sostuvo apoyada en él. Era uno de los hombres de negocios que había visto en el bar.
—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que la vea un médico?
Melanie movió la cabeza en gesto de negativa.
—Me encuentro bien —afirmó.
—Entonces, permítame llevarla a casa. Ese tipo podría estar merodeando por los alrededores para seguirla.
—¿Usted cree?
—Con un maníaco como ése, nunca se sabe.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Benjamin Cariddi. Ben. Y tutéame, por favor.
Ella meneó la cabeza, sintiéndose algo tonta.
—Yo me llamo Melanie.
—Ya suponía que Venus no era tu nombre —comentó él, sonriendo con la boca torcida. Mel le devolvió la mueca.
—Dame cinco minutos para cambiarme. Y para decirles que por esta noche, he terminado.
—Te esperaré ante la puerta principal.
Melanie lo encontró aguardándola en un estilizado deslizador de color oscuro. La tapicería parecía de cuero gris. «Debe de tratarse de una buena imitación», se dijo.