—¿Tienes hambre? —preguntó el hombre.
—Sí.
—¿Te apetece una hamburguesa?
—¿Auténtica? ¡Desde luego!
—Conozco un lugar estupendo para tomarla.
Condujo el deslizador por una calle secundaria hacia el acceso a una autovía, tecleó un código en el tablero y se echó hacia atrás en el asiento. Melanie miró el tablero de instrumentos y preguntó:
—¿Tiene la conducción totalmente automatizada?
—Casi.
—Un deslizador como éste debe ser escandalosamente caro, ¿no?
—Sí —respondió Ben con una sonrisa.
Melanie se sonrojó. «Deja de hacer preguntas tontas —se dijo—. Mira por la ventanilla.»
El paisaje le resultó desconocido. Era una tranquila zona residencial. En la siguiente salida, el deslizador abandonó la autovía y pasó ante extensiones de césped bien cuidado y casas elegantes que despedían un fulgor amarillo bajo las luces exteriores. Después de otra curva, se encontraron avanzando por un desfiladero entre esbeltos edificios de gran altura. El deslizador se detuvo ante una torre verde, cuya planta superior quedaba oculta bajo la niebla y la oscuridad, y penetró a marcha lenta en un ascensor para vehículos. Con un temblor y un chirrido, el montacargas depositó el deslizador en un aparcamiento a gran profundidad.
—Salgamos —dijo Ben, abriendo la portezuela de Melanie.
—¿Dónde estamos?
—En mi casa.
—Pensaba que íbamos a tomar una hamburguesa.
—Exacto. Las mejores de por aquí son las que preparo yo. —Con una sonrisa, Ben la condujo a otro ascensor—. Piso veintitrés, por favor.
Antes de que Melanie pudiera contar los pisos, el ascensor ya se había detenido y Ben la conducía por un pasillo gris lujosamente enmoquetado. El hombre colocó la palma de la mano en el sensor de la puerta y ésta se abrió, permitiéndoles entrar en el espacioso dúplex. El salón interior estaba lleno de plantas y de sofás de cuero de tonos tostados.
—Acomódate —le dijo Ben antes de desaparecer en la cocina.
Las paredes estaban cubiertas de un tejido que despedía discretos reflejos dorados y verdes. Un pasillo conducía desde el vestíbulo hasta tres dormitorios, un baño y un pequeño estudio. El dormitorio principal, una estancia sombría con las paredes cubiertas de ricos paneles de maderas oscuras, quedaba al fondo. Al otro lado del salón había un ascensor privado, y Mel supuso que conducía al piso superior.
Llegó hasta ella el aroma de la carne a la parrilla.
—Ven a comer —anunció la voz de Ben por el altavoz de la pared.
La cocina era larga y estrecha, flanqueada de blancas alacenas relucientes, y conducía a un rincón circular donde se encontraba la mesa, en la que el hombre había puesto finos platos negros y relucientes cubiertos. Ben volcó la salsa en un cuenco, colocó éste junto a una bandeja de hamburguesas e indicó una silla.
—Toma asiento. La salsa es un invento mío.
Melanie contempló los platos y vasos relucientes, y los cubiertos perfectamente alineados. En los últimos tiempos, había comido productos de tiendas de soja con demasiada frecuencia. Se sirvió una hamburguesa y le dio un enorme bocado. Y otro más.
—¡Ah! Excelente —dijo entre bocado y bocado.
Había olvidado lo bien que sabía la carne de verdad. Le añadió un poco de salsa; parecía hecha de tomate y cebolla, con un regusto agridulce.
—Yo no creo en la publicidad falsa —declaró Ben, examinándola con la mirada mientras tomaba un trago de cerveza—. ¿Qué haces trabajando en un lugar como ése?
—Es un empleo. Lo necesitaba.
—¿Dónde está tu familia?
—Muerta.
Melanie se concentró en su plato.
—¿De dónde eres?
—De Nueva York.
Mel se sirvió otra hamburguesa.
—¿No tienes a ningún miembro del clan que te eche una mano?
La muchacha dejó de masticar y lo miró.
—¿Qué sabes tú de los clanes?
—Vi un docuvídeo sobre los mutantes, y contaban algo de que celebraban reuniones de clan y cosas así.
—No recuerdo ningún vídeo semejante.
—Tal vez no lo pasaron en Nueva York —replicó él, encogiéndose de hombros.
—Tal vez. —Mel engulló el último bocado y se limpió los labios—. Bien, gracias por la cena.
Se puso en pie, cogió el bolso y se dirigió a la puerta.
—¿Adonde vas? —preguntó Ben, siguiéndola.
—A casa.
—Sin duda, un cuchitril de mala muerte.
—Sin duda. —Melanie intentó abrir la puerta, pero ésta se negó a moverse—. Déjame salir.
Ben se colocó delante de ella y marcó un código en el panel de la pared. La puerta se abrió.
—A estas horas no encontrarás ningún taxi.
—Entonces, tomaré el metro.
Ben se apoyó contra el quicio de la puerta.
—No hay ninguna estación en kilómetros a la redonda. Y ni siquiera sabes dónde estás. Tal vez no haya sido tan buena idea dejar que te llevara a casa un desconocido, ¿verdad?
Ben le dedicó una sonrisa torva. A Mel empezó a acelerársele el corazón. ¿En qué lío se había metido esta vez?
—Tranquilízate —dijo el hombre moviendo la cabeza—. Soy inofensivo. Eres libre de irte, si quieres, o de quedarte.
—¿Por qué iba a quedarme?
—Porque este sitio es mucho más agradable que el lugar donde duermes. Porque tendrás en el dormitorio un cerrojo que sólo tú podrás hacer funcionar. Y porque necesitas ayuda y yo puedo dártela.
—¿Qué clase de ayuda?
—Un trabajo mejor, por ejemplo.
—¿Y yo qué tengo que darte a cambio?
Ben exhibió de nuevo su sonrisa.
—Ya pensaré algo. Pero esta noche, no. Vamos, es tarde.
Melanie se dejó conducir de nuevo al interior del piso. El hombre cerró la puerta, deslizó un panel de la pared y dejó a la vista unos estantes repletos de toallas y sábanas azules.
—Coge lo que necesites. Tu dormitorio es la primera puerta a la derecha. Tiene su baño privado.
Ella lo miró, sin saber qué hacer.
Con un suspiro, Ben la acompañó hasta la alcoba y pulsó un código en la pantalla de mesa del rincón. La pantalla permaneció oscura, pero, un momento después, se oyó una monótona voz mecánica.
—Habla usted con la comisaría del Sur. Para emergencias, marque el siete, tres, tres; para informes de detenciones, el seis, dos, dos; para la unidad de drogas…
Ben cortó la conexión y realizó un nuevo ajuste.
—Ya está. La he programado en autorresintonía. Pueden rastrear una llamada en tres segundos, pero encontrarás mi dirección ahí, en el cajón de arriba, si es que quieres informar de mi amabilidad para con los transeúntes.
—No lo entiendo —dijo Melanie.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—No te conozco de nada. ¿Por qué haces esto por mí?
—Mira, yo sólo estaba en el bar esta noche porque he tenido que acompañar a un colega de Tennessee que ha venido a la ciudad y quería ver bailes exóticos. Y he de decir que me ha gustado tu número. —Ben sonrió—. Lo que no me gustó fue ver a un psicópata intentando estrangularte. Y no puedo estar allí cada noche para protegerte. —Acarició la mejilla de la muchacha con la palma de la mano y añadió—: Tú estás hecha para otras cosas.
«Primero el cumplido —pensó Melanie—. Luego vendrá la seducción. Muy bien, adelante con ello.» Sin embargo, Ben tenía una expresión muy rara. ¿Es que no iba a besarla?
El hombre pasó suavemente el dedo índice por sus labios.
—Realmente, eres encantadora, ¿sabes? No quiero que te suceda nada. —Retiró la mano y retrocedió—. Si oyes algún ruido durante la noche, no te preocupes. Suelo trabajar a horas extrañas. Tengo varios contactos en el extranjero; soy exportador de productos especializados. Ahora, duerme un poco.