Ben recorrió el pasillo hasta su dormitorio, entró y cerró la puerta. Melanie lo contempló, incrédula. ¿Qué se proponía aquel hombre? Le había salvado la vida, le había dado de comer y ahora le ofrecía cobijo. Y, en realidad, no había intentado siquiera propasarse. Era muy extraño. Olió las sábanas floreadas, disfrutando de su aroma a limpio. La venció el sueño. Pero antes cerró la puerta del dormitorio y comprobó dos veces la cerradura.
12
Andie despertó con un sobresalto. Estaba acostada en el sofá, completamente vestida todavía. El reloj de pared le indicó que eran las siete de la mañana. ¡Mierda! Faltaban tres horas para la conferencia de prensa de la senadora. Se incorporó de un salto y corrió al baño. Dos minutos en la ducha, cinco delante del espejo y otros cinco dedicados a ponerse el traje gris de seda y a recogerse el cabello en un severo moño. Agarró el maletín con pantalla incorporada y se dirigió corriendo al suburbano, rezando para llegar a tiempo.
La suerte la acompañó, y entró en el despacho diez minutos antes de que Jacobsen se presentara a las ocho y cuarto. Le dio el tiempo justo de transferir sus notas a la pantalla de mesa de la senadora.
Caryl alzó la vista de su pantalla y puso los ojos en blanco.
—Llevo aquí una hora. Noventa llamadas.
Mientras hablaba, recibió otra.
El contestador automático se encargó de atenderla: la imagen grabada de Andie aseguró al comunicante que la senadora Jacobsen revisaría su llamada y lo invitó a que dejase un mensaje después de la señal.
Jacobsen entró con paso enérgico. Vestida con un traje color marfil, su aspecto era el de una persona fría y competente.
—¿Todo está bajo control?
—De momento, sí. Tiene las notas preparadas.
La senadora asintió y desapareció en su despacho.
El resto del personal estaba en su puesto a las ocho y media.
Andie empezó a sentirse más optimista. Resistirían la jornada. Era preciso que lo hicieran.
Quince minutos antes de que empezara la conferencia, Andie bajó al salón Presidencial para comprobar los micrófonos. Los cinco estaban en su sitio, y Andie observó a los periodistas que ocupaban sus lugares con puntualidad.
Saludó con un gesto de asentimiento a Rebecca Hegen y dirigió una sonrisa a Tim Rogers. De hecho, sólo había una cara que no reconoció. Un joven de cabello negro corto, tez pálida y gafas anticuadas de concha de tortuga se abrió paso entre los demás reporteros y se instaló con gesto decidido en una de las sillas, en el centro de la segunda fila. Al menos uno de sus colegas le lanzó una mirada irritada. «Probablemente, el individuo le estaba guardando el asiento a otro», pensó Andie. Sin embargo, el hombre de las gafas no hizo el menor caso de las muestras de desagrado de su vecino de asiento y concentró toda su atención en la mesa tras la cual se sentaría Jacobsen. Después, bajó la cabeza y se puso a manosear su maletín de pantalla de cuero.
«Preferiría dedicarme a cavar zanjas que trabajar en los noticiarios por cable», se dijo Andie. La competencia era asesina. Cualquier recién llegado podía entrar a la carga y ocupar tu puesto. Si alguien le pidiera su opinión, Andie diría que aquel joven tenía por delante una carrera prometedora. Más tarde se ocuparía de averiguar quién era.
El alboroto del salón disminuyó cuando Jacobsen hizo su entrada por una puerta lateral. Mientras se instalaba, la senadora le hizo un pequeño gesto con la cabeza a Andie.
—Me gustaría puntualizar las declaraciones de mi colega, el senador Horner, respecto a los rumores sobre presuntos supermutantes —empezó diciendo Jacobsen. Se la veía confiada y dueña de la situación. Andie empezó a tranquilizarse—. No debemos permitir que las emociones se interfieran en los hechos. Y, de momento, los hechos son que no se ha descubierto prueba alguna que confirme las sospechas acerca de la existencia de experimentos genéticos como los que ha referido el senador Horner. Y tampoco se ha descubierto absolutamente ninguna evidencia de que exista algún mutante sobrehumano. Me temo que mi estimado colega ha sido víctima de un engaño y le invito a que revele sus fuentes, sea a mí o a los miembros de los medios de comunicación.
Los videorreporteros contemplaban a Jacobsen con aire extasiado. Andie vio que el extraño joven de las gafas, sentado en las primeras filas, dirigía hacia la senadora lo que parecía una grabadora.
—Es muy importante que entendamos este asunto como lo que es: un rumor insustancial, una noticia sin fundamento que…
Un gemido agudo hendió el salón, apagando la voz de la senadora. Jacobsen se volvió, buscando la causa de la interrupción, y se quedó paralizada a media frase. Andie la vio envuelta en una vertiginosa luz blanca. Jadeó e intentó moverse, pero el salón estaba abarrotado. Rígida e impotente, contempló como Jacobsen se derrumbaba hacia delante sobre el estrado.
—¡Ese hombre! ¡Agarren al hombre de las gafas! —gritó.
Pero el tipo ya había comenzado a saltar por encima de las filas de sillas y se escabullía zigzagueando entre la multitud, en dirección a la puerta. Entonces, el público reaccionó.
—¡Un médico!
—¡Avisen a seguridad!
—¡Atrápenlo! ¡Acaba de dispararle a Eleanor Jacobsen!
Un robusto cámara con una camiseta azul cortó el paso al pistolero a metro y medio de la puerta, y ambos desaparecieron bajo un montón de guardias de seguridad.
Andie se abrió paso hasta el proscenio. Jacobsen yacía en el suelo, desgarbada como una muñeca. Sus ojos permanecían abiertos, pero no parpadeaban y miraban al vacío. Una mujer con un vestido rojo se inclinó sobre ella, buscando signos vitales.
—¿Cómo está? ¿Respira? ¿Tiene pulso?
Andie formuló las preguntas mecánicamente. Una mirada le bastó para asumir la verdad. Jacobsen estaba muerta. Aturdida, contempló como la mujer cerraba los ojos ciegos de la mutante.
—¡Llamen a un médico! ¡Pronto! —gritó alguien.
Andie se obligó a mirar la cara pálida de Jacobsen y reprimió el impulso de arreglarle los rubios cabellos despeinados. Su espléndida inteligencia, su incisiva perspicacia, su compromiso constante…, todo se había perdido.
La heroína mutante, la dorada Eleanor, asesinada por un no mutante. Los ojos se le llenaron de amargas lágrimas. Se derrumbó en el peldaño del estrado y ocultó la cara entre las manos. Aquello era el final de todo. El final de todo.
—Alcánzame el nivelador láser —dijo Bill McLeod, volcado sobre el morro de su antiguo Cessna.
Joanna rebuscó en la caja de herramientas.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es largo y negro, con un diodo luminoso amarillo.
—No lo encuentro —dijo ella—. ¿Era preciso que trajeras esto en vacaciones?
—Está bien, pásame toda la caja.
Joanna se la acercó con una sonrisa. No fingía en absoluto que disfrutara trabajando en la avioneta de su marido, pero visitar el viejo aeródromo de Lake Louise formaba parte de la tradición estival. Además, a la mujer le gustaba ver a los pilotos de fin de semana haciendo chapuzas con sus aparatos. El brillo de la refulgente pintura metálica, el azul de los cielos sin nubes que surcaban las pequeñas naves… Joanna disfrutaba en medio de todo aquello.
Aunque había asistido a la escuela de vuelo a instancias de Bill, e incluso se había sacado el título de piloto, después de nacer sus hijos decayó su interés por volar. Joanna guardaba como un tesoro el recuerdo de su vuelo en solitario, pero le bastaba con conservar la experiencia en la categoría de los recuerdos.
—¿Recuerdas cuando llevábamos a Kelly ahí arriba con nosotros? —comentó a su marido.
—Sí. Habría sido un piloto formidable.