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—Ouzo —dijo Trevan en tono de disculpa—. Es lo único que tenía.

—Es perfecto —respondió Sue Li, devolviéndole el vaso vacío—. ¿Podrías llenármelo otra vez?

Benjamin Cariddi permaneció atento a la pantalla del escritorio de su oficina hasta que terminó el noticiario. Tenía el semblante pálido. Marcó un código privado y oscureció la pantalla.

—¿Sí? —La voz sonaba tensa.

—Soy Ben.

—Te has enterado, claro…

—Sí. Pensaba que esto no debía suceder.

—Ese maldito estúpido se ha excedido.

—Te advertí que…

—¡Al diablo con tus advertencias! Ahora ya es demasiado tarde. Tendremos que movernos aún más deprisa.

—¿Te has ocupado tú de Tamlin?

—Por supuesto. Aún tienes a la chica, supongo…

—Está perfectamente.

—Entonces, adelante.

Michael corrió por el pasillo a oscuras hacia el despacho de su padre. Tras cada puerta que pasaba, una pantalla parpadeaba, amarilla, dorada y roja. Las mismas imágenes repetidas una y otra vez.

Una pena seca y furiosa le producía un intenso escozor en los ojos.

«La han matado —se dijo—. ¡Malditos, la han matado!»

Irrumpió en el despacho de su padre.

—¿Qué vamos a hacer?

Su padre alzó la cabeza de entre las manos y se volvió para mirarlo con expresión de fatiga.

—¿Hacer?

—¿No vamos a exigir una investigación?

—Desde luego. Probablemente, Halden ya está presentando una solicitud formal.

Sorprendido, Michael miró a su padre.

—Pensaba que estarías más furioso.

—Lo estoy, Michael. Mis peores temores se están cumpliendo.

—¿Vamos a celebrar una reunión del clan?

—Sí. El martes, en casa de Halden —respondió Ryton con un hilo de voz.

—Quiero asistir.

—Bien —asintió su padre—. ¿Por qué no te encargas de los preparativos para el viaje?

Melanie hizo una pausa a la sombra del videoquiosco, mordisqueando un bollo de shimi. Estaba disfrutando del descanso de mediodía que le concedían en el trabajo de recepcionista que Benjamin le había encontrado en Betajef. Resultaba divertido conocer a todos aquellos hombres de negocios extranjeros, y prefería el pulcro mono deportivo rosa de la empresa que llevaba puesto a su atuendo del Cámara Estelar.

En la pantalla aparecía un viejo senador estúpido al que estaban entrevistando. ¿Qué estaba diciendo…? ¿Algo sobre supermutantes? Mientras miraba, la imagen pasó a una sala de conferencias donde una rubia esbelta de ojos dorados caía al suelo. Melanie dejó de mascar. Aquella era Eleanor Jacobsen, ¿verdad? Su padre siempre estaba hablando de ella. Pero ¿qué decía ahora la videorreportera?

«… asesinada ayer. Su presunto asesino fue encontrado muerto hoy, en Washington. Líderes mutantes de todo el país se dirigen al edificio de la Cámara Legislativa del estado de Oregon para elegir al sucesor de Jacobsen…»

¿Muerta? No podía ser.

La pantalla mostraba ahora a un grupo de sombríos comentaristas vestidos con chaquetas grises y negras. La moderadora del programa, una mujer canosa, añadió:

«Como consecuencia de esta tragedia, supongo que podemos esperar un incremento de la actividad política por parte de los mutantes. ¿Allen?»

«En efecto, Sarah —respondió un hombre rubio—. Y también existen sospechas de que este asesinato sea el primer paso de un complot de gran alcance para eliminar a todos los mutantes que ocupan cargos públicos.»

—¡Esos malditos mutantes se lo han buscado! Ya sabe a qué me refiero —murmuró un hombre mayor con profundas arrugas en torno a los ojos, contemplando las imágenes.

Melanie agachó la cabeza rápidamente, echó mano de sus gafas de sol y se alejó del grupito que se había congregado ante la pantalla. ¿La estaba mirando todo el mundo? ¿Le miraban los ojos? Se dijo que, probablemente, no habían advertido su presencia. Repitió el cántico de calma tres veces y regresó corriendo al trabajo.

Las luces del pasillo del hospital brillaban con impersonal animación. Andie estaba sentada en una silla amarilla junto a la puerta de la sala de urgencias, jugando ociosamente con unos mechones de cabello que se habían escapado del moño. Se sentía como si no hubiera dormido en varios días, como si hubiera nacido y fuera a morir con aquel mismo traje chaqueta gris de seda que llevaba puesto. El reloj le indicó que eran las 3.30 de la madrugada. Luego, las 3.31. Y las 3.32. Se restregó los ojos. La Valedrina que le había ofrecido el interno empezaba a surtir su efecto, y el enfermizo entumecimiento iba fundiéndose en un zumbido cálido.

Con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared, cerró los ojos. Una vez más, revivió los acontecimientos de la jornada como si se tratara de un catálogo de vídeo.

Andie aún no podía creerlo. Todo había sucedido a apenas unos metros de ella. ¡Ah, ojalá hubiera podido salvar a la senadora! Su mente repasó de nuevo la escena, y se imaginó derribando a Tamlin antes de que apuntara su arma, o interponiéndose de un salto en la trayectoria del rayo.

Una pesadilla. Un sueño espantoso, grotesco e interminable.

Tras el descubrimiento del cadáver de Tamlin en su celda, Andie empezó a pensar que el mundo se había salido realmente de su eje. Pese a la vigilancia por vídeo de la celda donde estaba recluido, el tal Tamlin se había limitado a agarrarse la cabeza y a desplomarse al suelo, muerto. Los resultados de la autopsia preliminar apuntaban a una hemorragia cerebral masiva. Se tardaría días en localizar sus registros médicos, estudiar el historial y decidir si la muerte era debida a causas naturales o no.

—¿Siempre te duermes en el trabajo? —preguntó una voz familiar.

Andie abrió los ojos. Junto a ella había un hombre joven con barba, alto y musculoso, que llevaba unos pantalones de faena del ejército y una camiseta japonesa blanca de manga corta.

—¿Skerry?

—A tu servicio.

Al oírle, ella montó en cólera.

—¿Cómo puedes estar tan contento?

—Por reflejo. ¿Qué tal lo llevas?

—No muy bien.

—Lo cual significa mejor que la mayoría. —El mutante tomó asiento junto a ella—. Supongo que estabas allí, ¿no?

—Sí, desde luego. Tuve un asiento preferente.

A Andie le falló la voz.

—Calma. —Skerry le puso la mano en el hombro—. Escucha, sé que esto ha sido duro para ti, pero tenemos pendiente un asunto que no puede esperar.

—¿A qué te refieres?

—A ese regalito que te di en Río. Necesito que me lo devuelvas.

—¿Esta noche? ¿Para qué?

—Ahora que Jacobsen ha muerto, tendré que llevarlo al Consejo mutante yo mismo.

—Creía que no eras bien recibido en el clan.

—Tienes razón, pero no hay nadie más que pueda encargarse de ello.

Andie tomó aire profundamente mientras a su mente acudía una loca idea.

—Déjame hacerlo a mí, Skerry —propuso al mutante—. Deseo hacerlo. Por Eleanor.

—Estás chiflada.

—No, Skerry. Por favor. Yo estaba en Río con ella y sé tanto del asunto como la propia Eleanor, o tal vez más. Y aún conservo algunas relaciones en el gobierno.

—No se permite la presencia de no mutantes en la reunión.

—Podríamos intentarlo, ¿no?

—Jamás pasarías de la puerta.

—¿Ni siquiera contigo?

—Bueno, tal vez conmigo, sí. —Skerry hizo una pausa, y una sonrisa empezó a asomar por la comisura de sus labios—. Está bien. No sé qué saldrá de esto, pero probablemente no sea nada malo. Ya estoy tan enfrentado con el resto del clan que no importa. Lo único que pueden hacer conmigo es desterrarme o censurarme: