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—¿No se dan cuenta de lo que tratas de hacer por ellos?

Skerry movió la cabeza y su sonrisa se endureció.

—Los mutantes son lentos y tercos, y su comportamiento se ciñe siempre a las reglas de nuestro Libro. Si uno no vive según el Libro, es un proscrito.

—¡Bien, proscrito o no, les obligaremos a escucharnos! —declaró Andie. Por primera vez en todo el día, se sentía esperanzada.

—¿Dónde está el disquete?

—En mi escritorio.

—¿Podemos recuperarlo?

—¿Ahora? —Andie se encogió de hombros—. Supongo que sí, pero ¿a qué vienen esas prisas?

—Sólo quiero que las cosas sigan en marcha, eso es todo.

La mujer suspiró. Se sentía agotada, pero la mirada del mutante era insistente.

—Vamos.

El edificio estaba medio a oscuras y prácticamente desierto. Andie marcó el código de las luces y abrió el escritorio.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Habría jurado que lo tenía aquí.

—¿Qué sucede? —Skerry se asomó por encima de su hombro.

—Pensaba que lo había dejado en la parte de atrás de mi cajón de documentos. Siempre lo he guardado aquí.

—Buena idea, pero ¿dónde está ahora?

—No lo sé. Bueno, se lo enseñé a Jacobsen, pero estoy segura de que volvió a dejarlo donde estaba.

—Mira en todos los cajones —indicó él.

Prácticamente, Andie desmontó su escritorio. Después buscó en la mesa de Caryl.

—Nada.

Se volvió hacia Skerry y advirtió su expresión ceñuda.

—¿Qué me dices del escritorio de Jacobsen?

—Sí, supongo que podríamos comprobarlo.

A regañadientes, Andie entró en el despacho de la senadora. Skerry forzó la cerradura del cajón superior y el resto se abrió sin dificultad. Tras diez minutos de búsqueda, se dieron por vencidos.

—¡Mierda!

Skerry se apoyó en el sillón de Jacobsen. Andie se sentó en el suelo con la cabeza apoyada en el lateral del escritorio.

—Y ahora, ¿qué? —murmuró.

—Creo que nos han jodido —contestó Skerry—. El disquete debería estar aquí.

—No comprendo cómo puede haber desaparecido. Para eso, es preciso que alguien supiera que estaba en mi poder; y tendría que haberlo robado durante el asesinato. Así y todo, ¿cómo ha podido entrar aquí? Además, mi escritorio está siempre cerrado con llave.

—Ya has visto lo que he tardado en forzar el de Jacobsen. Una cerradura no es nada.

Andie se incorporó de un salto y tecleó algo en la pantalla del escritorio de Jacobsen.

—¿Qué haces?

—Tengo una idea. —La mujer repasó con furia el directorio de archivos—. ¡Maldita sea! ¿Dónde está? —murmuró.

Al cabo de un momento, marcó ciertas órdenes y se echó hacia atrás con un suspiro de alivio.

—¡Aquí lo tenemos!

—¿El qué?

—Hace dos días le enseñé el disco a Jacobsen, y aún está guardado en la memoria de la pantalla.

Skerry se inclinó hacia delante y estudió lo que aparecía en la pantalla.

—¿Puedes sacar una copia y borrar la memoria? —preguntó.

—Desde luego.

—Estupendo. —El mutante le dio unas palmaditas en la espalda con una sonrisa de felicidad—. Retiro todo lo dicho sobre los no mutantes. Eres fantástica. Cuando hayamos presentado el disco ante el Consejo Mutante, estoy casi seguro de que te nombrarán para el cargo de senadora.

13

Melanie se sentó en el sofá verde de agua y se estremeció al contemplar las imágenes que parpadeaban en la pantalla del salón. Benjamin se inclinó sobre ella y le pasó la mano por los hombros, estrechándola suavemente. El cálido contacto de la mano sobre su piel le resultó agradable, y Mel se acurrucó contra el hombre.

—¿Asustada? —dijo éste.

—En realidad, no. Es sólo que no me gusta ver eso una y otra vez. Jacobsen no le hizo nunca daño a nadie. Y cuando pienso que su asesino fue ese Tamlin, se me revuelve el estómago.

—Debía de ser un psicópata. Un chiflado que odiaba a los mutantes.

—Recuerdo cuando intentó estrangularme en el bar. Aún tengo pesadillas.

Benjamin le sostuvo la cara entre sus manos.

—Ya no tienes que preocuparte de nada. Ahora estás conmigo.

Melanie sonrió, admirando los cálidos ojos pardos y el cabello oscuro de su interlocutor. «¡Ojalá me estrechara un poco más!», se dijo.

Para su decepción, el hombre se limitó a darle un abrazo fraternal y se puso en pie.

—Tal vez debería acudir a la policía —comentó Melanie.

—¿Para decirles qué? —De pronto, su tono era brusco—. ¿Que Tamlin te atacó? Ya está muerto. Lo mejor que puedes hacer ahora es olvidarte de él. Si vas a declarar, sólo conseguirás meterte en líos indeseables.

—Es probable que tengas razón.

Melanie se recostó sobre los cojines color canela. Estaba cansada de ver las interminables repeticiones de la muerte de Jacobsen. La senadora había desaparecido. Melanie deseó olvidarla. Y a Tamlin también.

Benjamin bostezó y consultó el reloj.

—Estoy agotado, pequeña. Quédate despierta si quieres, pero yo me voy a la cama.

Le dirigió una breve sonrisa y salió del salón.

Mel suspiró y cambió de canal hasta encontrar una vieja película de los ochenta. Fue a parar en mitad de una escena de amor, y la muchacha la contempló con añoranza.

«Ojalá Ben me hiciera todo eso —se dijo—. Con la boca, por todo mi cuerpo…» Observó a los amantes de la pantalla abrazándose expertamente, con pasión, jadeando entre contorsiones. Alargó la mano para coger un chupigoza y mordió la punta para que el efecto fuera más rápido.

«Quizá no le gusten las mujeres —pensó—. Pero, entonces, ¿qué hacía esa noche en el bar?» ¿Y qué hacía ella allí? Llevaba instalada casi un mes. Dirigió una rápida y afectuosa mirada al suntuoso salón, deteniéndose en el rico recubrimiento de las paredes y en las espléndidas alfombras rojas de artesanía, realizadas por indios navajos.

Al cabo de la primera semana había dejado de cerrar la puerta del dormitorio, preguntándose si Benjamin se daría cuenta. No se había producido ninguna reacción. Después había empezado a deambular por la casa luciendo ropas brillantes y opalescentes, que dejaban más partes de su cuerpo al descubierto que ocultas a la vista, pero él seguía comportándose como si Melanie fuera envuelta en una bolsa de plástico.

Así estaban, viviendo juntos como hermanos. Pero Mel ya tenía dos hermanos, muchas gracias.

El chupigoza la relajó, y notó que despertaba entre sus piernas aquel cosquilleo familiar, cálido y persistente. ¡Mierda! Estaba harta de masturbarse. Si hubiera sido telépata, habría podido implantarle a Ben algunas sugerencias eróticas mientras dormía. Pero Mel no era telépata y exhaló un suspiro. Tendría que recurrir a la vieja táctica.

Desconectó la pantalla y anduvo hasta la puerta de la habitación de Ben. No se filtraba luz alguna por debajo. Bien. Empujó con cuidado la hoja y ésta se abrió sin hacer ruido. En la penumbra, Mel sólo alcanzó a distinguir la silueta del hombre en la cama y a oír su pesada respiración. Ben dormía profundamente.

Melanie apartó la sábana. Estaba desnudo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, admiró su cuerpo compacto y musculoso. Luego, le acarició el rostro suavemente.

—¿Mel?

Ben se incorporó, parpadeando.

Ella se desabrochó la túnica por los hombros y la dejó caer en un círculo alrededor de los pies. Luego salió del círculo, se inclinó hacia delante y trazó una línea desde el pecho hasta la ingle de Ben. Éste respondió al contacto con una erección.