—Estoy segura de que es… —La madre alargó la mano, tomó el vaso y dio un largo sorbo—. Sólo estamos preocupados por ti, no pareces muy feliz.
La exasperación empezó a corroer el autocontrol de Kelly. Lo último que deseaba era ponerse a discutir aquel tema con su madre y plantear preguntas que ni siquiera ella podía responder.
—Lo sería mucho más si dejaras de intentar controlar mis amistades —respondió—. ¿Por qué no te preocupas también de Cindy? —Miró a su madre con enfado y añadió—: No te molestes en contestar, ya lo sé: porque Cindy siempre es feliz. ¡Qué suerte tiene!
—Kelly, yo… —Su madre interrumpió la frase al oír cerrarse la puerta principal—. Ahí está tu padre. ¿Por qué no vas arriba un rato hasta la hora de cenar?
No era una sugerencia amable.
James Ryton continuó sentado en la helada sala de reuniones, con los brazos cruzados, aguardando con impaciencia el final de la reunión. Si McLeod no terminaba pronto la exposición, llegaría tarde a la reunión anual del clan; había un trayecto de dos horas hasta la costa. La propuesta, por supuesto, era desquiciada. Aquellos normales nunca hacían previsiones. No era extraño, pues, que su grupo de ingenieros estuviera ocupado constantemente en contratos gubernamentales. Las cifras de las medidas de seguridad añadidas no hacían sino empeorar el asunto.
—Transmitiremos el papeleo a su oficina mañana por la mañana —dijo McLeod, apagando la pantalla de la sala.
—Bien. Cuanto antes podamos empezar, mejor.
Estrechó la mano de McLeod, asintió y se dirigió a la recepción, enmoquetada en rosa. Pensó que aquellas negociaciones cara a cara eran una maldita pérdida de tiempo, pero las normas gubernamentales las exigían. Era exasperante, teniendo en cuenta que en su despacho disponía de una excelente pantalla de conferencias, instalada precisamente para tratar asuntos como aquél. Era una estupidez. Un despilfarro.
La estupidez y el despilfarro le sacaban de quicio. Y los normales parecían especialistas en ambas cosas.
Tomó nota mental de dejar que Michael llevara las futuras negociaciones. Quizás pudiera confiar por completo la tarea a su hijo, ya que tanto le gustaba hablar con los no mutantes.
Ryton pensó de nuevo en el muro que deseaba construir en torno a su hogar, su familia y su vida. Todo había empezado con la violencia de los noventa. Los asesinatos. ¡Ah! Entonces él era un joven estúpido e idealista, inquieto y optimista. Pero Sarah, al morir, se había llevado consigo todo aquello. Su bella hermana había sido violada y apaleada.
Tiritando bajo el aire de diciembre, Ryton montó en su deslizador. «Los estúpidos que mantienen un contacto innecesario con los normales se buscan problemas», pensó. Los mutantes no habían sido aceptados nunca. Y nunca lo serían.
Desde luego, era inevitable cierta relación con los no mutantes, pues ellos controlaban la economía, el gobierno y las escuelas. Pero resultaban lamentables sus quejosas y gimoteantes emociones, que se adherían a él como telarañas cada vez que se adentraba en su mundo. Él trataba de encubrir su clariaudiencia cuanto podía, pero siempre se producía alguna filtración. Con un suspiro, Ryton dirigió el deslizador hacia la vía de acceso a la autopista.
Aquellos normales eran gente pequeña, con pequeñas preocupaciones e intereses despreciables. Temerosos de la diferencia, de la otredad. Si un día despertaba y descubría que todos ellos habían desaparecido, no los echaría de menos. Ya le habían quitado demasiado: su juventud, su confianza, y a Sarah. No, nunca echaría de menos a un mortal. Jamás.
2
El batir amortiguado de las olas cesó a medio latido al cerrar la puerta. Michael se quitó la chaqueta, agradeciendo los nuevos aparatos de calefacción, y observó cincuenta rostros muy conocidos —un centenar de familiares ojos dorados—, la mayoría de su clan, reunidos en torno a la gran mesa del comedor.
Su madre le dirigió una ligera sonrisa e indicó un par de sillas plegables grises próximas a ella. Con un suspiro, Michael instaló a regañadientes su cuerpo larguirucho en el helado asiento de metal. El frío le traspasó los pantalones. Melanie se sentó a su lado. Michael estudió de nuevo a los presentes. Su padre no estaba; debía de haberse retrasado.
—Como iba diciendo… —declamó el tío Halden—, este año, el 672 de nuestra espera y 2017 del calendario normalizado, se han producido dos nacimientos, una muerte y una desaparición, pero se trata de Skerry, y ya lo ha hecho antes. Tenemos a la gente de costumbre buscándole.
«Nuestros esfuerzos por extendernos han dado como resultado la localización de dos solitarios en el campo, en Tennessee, que se han unido a nosotros. Ha habido tres matrimonios… —Se produjo una pausa y luego añadió—: Dos de ellos mixtos, pero haremos el seguimiento de la descendencia.
¿Fue la imaginación de Michael o, en efecto, en torno a él cien ojos dorados derramaron lágrimas de pena y cincuenta bocas suspiraron decepcionadas?
—La comunidad se mantiene —anunció Halden sucintamente.
A tío Halden le había correspondido ser Guardián del Libro aquel trimestre, y las palabras ceremoniales parecían extrañas saliendo de su boca. Michael prefería verle de noche, con sus grandes mejillas y su calva, tocando el bajo junto al fuego, rugiendo las viejas canciones y bailando animadamente. La máscara de seriedad que había adoptado para la reunión no cuadraba con su carácter efusivo.
—¿Y la estación ha sido fructífera? —preguntó Zenora, la esposa de Halden, según exigía el ritual.
—En efecto.
«Que siempre lo sea», fue la respuesta ritual de todos los asistentes.
Michael dio un codazo a Melanie, que parecía haberse dormido, y ella se sumó al coro en las dos últimas palabras.
—¿Qué hay del debate sobre la Doctrina del Juego Limpio? —preguntó Ren Miller. Su cara redonda estaba roja de ira, como siempre—. ¿Cuándo se nos permitirá participar en las competiciones atléticas?
—Sabes que hemos consultado a la senadora Jacobsen al respecto, Ren —respondió Halden—. Está revisando la posibilidad de una derogación.
—Ya iba siendo hora.
—Personalmente, creo que le concedes demasiada importancia a esto —replicó Halden—. Es indudable que nuestras facultades potenciadas nos proporcionan una ventaja injusta sobre los normales, no puedes negarlo.
Miller lanzó una mirada furibunda al Guardián del Libro, pero guardó silencio.
El clan se revolvió, inquieto.
Michael sabía que la doctrina era un asunto doloroso para la mayoría de los mutantes, y lo había sido desde que se convirtiera en ley, en la década de los noventa.
Halden hizo una profunda inspiración.
—Hagamos una lectura del Libro —dijo—. La estrofa quinta de El tiempo de la espera.
Su voz era serena. Hizo una pausa mientras pasaba las hojas del enorme y viejo volumen.
Michael se descubrió conteniendo la respiración, expectante. El Guardián del Libro encontró la cita y, con voz sonora, entonó el familiar pasaje: