Выбрать главу

«Muy bien», se dijo Andie. Luego, en voz alta, añadió:

—¿Tiene intención de seguir la investigación sobre el asesinato de la senadora?

Jeffers frunció el entrecejo.

—Desde luego. Voy a seguirla muy de cerca, puede estar segura. Es preciso que descubramos los motivos que llevaron al atentado, quién contrató al asesino, ese tal Tamlin, y por qué. Me aseguraré de que todo el mundo se dé cuenta de que la temporada de caza de mutantes ha terminado. —De pronto, su voz había adoptado un tono acerado y Andie se estremeció. La mirada de Jeffers parecía perdida en el vacío. Después, el senador se volvió hacia ella con la vista más enfocada y sonrió—. Demasiado tétrico, ¿no? Lo siento, Andie. Por un momento, se me ha ido la cabeza en un mal recuerdo. Olvídelo. Tenemos mucho que hacer y estoy ansioso por empezar. —Alargó la mano por encima de la mesa y tomó la de ella. Andie observó que llevaba las uñas impecables, perfectamente limadas—. Sé que juntos llevaremos a cabo un gran trabajo. Haremos que Eleanor se enorgullezca de nosotros.

—Desde luego —asintió Andie.

Aquel hombre era el mejor político que había conocido, o era completamente sincero. Y, al ver que no le soltaba la mano, empezó a pensar que su jefe estaba haciendo algo más que intentar forjar un vínculo con una empleada valiosa.

Pero lo que más le preocupó no fue la actitud seductora de Jeffers, sino el hecho de que no estaba segura de que le desagradase.

Melanie se estiró sensualmente en la cama y rodó sobre sí misma buscando el calor de Ben. Cuando alcanzó el otro lado de la cama, se dio cuenta de que no estaba. El reloj de pared marcaba las cinco. La habitación estaba todavía a oscuras. ¿Dónde se había metido?

Con un bostezo, se dirigió desnuda al baño y tomó un sorbo de agua. Encendió la luz y se miró al espejo. Bajo la cálida luz rosa, se dijo que parecía cambiada: más mundana, más mujer. Llevaba ya dos meses con Ben, y se sentía estable y feliz. Cada noche, él parecía tener algo nuevo que enseñarle en la cama. Y a ella le encantaba complacerle.

Al principio le había preocupado la posibilidad de un embarazo, pero, después de visitar a aquel ginecólogo tan especial, Ben le había asegurado que no tenía de qué preocuparse. El doctor le había colocado un bloqueador de óvulos con dos años de eficacia. Melanie no había oído hablar nunca de aquel método, pero si Ben decía que era seguro, tenía que serlo. Seguramente, aquélla había sido la causa de que la visita durara tanto. Le había parecido que el doctor pensaba pasarse un año entero examinándola, mientras se le helaban los pies en aquellos malditos estribos.

Salió al pasillo y vio luz bajo la puerta del cuarto de trabajo de Ben. ¿Eran voces eso que oía? ¿Gente conversando?

—¿Ben? —Llamó a la puerta, pero no hubo respuesta—. ¿Ben? Sé que estás ahí. ¿Qué haces?

La puerta corredera se abrió y Ben la agarró por los hombros, con la cara roja de ira.

—¡Estás interrumpiendo una llamada de negocios! —le gritó—. ¡Vuelve a la cama! —añadió, empujándola hacia el dormitorio.

—¡Ben! ¿Sucede algo malo?

—¡Estoy trabajando, maldita sea! Vamos, lárgate de aquí.

Ben cerró la puerta. Mel, con lágrimas en los ojos, volvió apresuradamente a la cama. ¿Qué había hecho? Permaneció acostada, sollozando, y le pareció que transcurrían horas hasta que percibió la presencia de Ben junto a ella, acariciándola suavemente en la penumbra previa al amanecer.

—¿Mel? Lo siento. Me has sorprendido en mitad de una negociación muy delicada.

—¿A las cinco de la madrugada?

—Con el extranjero. Prométeme que no volverás a acercarte por mi despacho.

La muchacha rodó sobre el lecho y le miró a la cara.

—¿Es que alguna vez me meto en tus negocios?

—No.

—Sólo te he echado de menos y me he preguntado dónde estarías.

—Lamento haberme puesto tan furioso.

Ben le pasó el brazo por la cintura, y Melanie notó que los dedos empezaban a ejercer su magia sobre ella.

Dos días después, la muchacha volvió temprano del trabajo y oyó voces al fondo del piso.

—¿Ben?

No hubo respuesta.

Avanzó con cautela hacia el despacho. La puerta estaba abierta. Ben hablaba por la pantalla con alguien cuya voz no reconoció.

—No te dejes trastornar por ella —decía la voz, de varón.

—No te preocupes. Además, tú eres quien saca todo el provecho.

—Bueno, yo no diría todo…

Los dos hombres soltaron una risotada.

—¿Qué tal es?

—Inexperta —respondió Ben—, pero ardiente. Y dispuesta. Después de que se me metiera en la cama, ¿cómo iba a decirle que no?

Melanie empezó a temblar. ¿Cómo podía hablar de ella en aquel tono despreocupado y sarcástico?

—Cuéntame cómo la conociste.

—Fue un golpe de suerte —explicó Ben—. Casualmente, estaba en ese bar. ¿Te creerás que Tamlin estaba tratando de estrangularla?

—Ese estúpido lunático… Me asombra que consiguiera acertar en el blanco, te lo aseguro.

—Sí. Y luego lo echó todo a perder.

Tamlin… Arnold Tamlin era el nombre que había matado a Eleanor Jacobsen.

—Bueno, no te preocupes más por él —dijo la extraña voz—. ¿Cuánto falta para que tengamos a la chica?

—Bueno, digamos que no me gusta la idea de quedarme sin ella, ahora que la tengo entrenada —respondió Ben.

Otra risotada.

«No —pensó Melanie—. No, no, no…»

—No seas codicioso, Ben, ya tendrás tu recompensa. Tal vez incluso te dejemos recuperarla cuando hayamos acabado, pero de momento hay un médico en Brasil que tiene muchas ganas de conocerla.

—Pensaba que el suministro de óvulos los mantendría ocupados durante un año.

—Quieren más. ¿Estás seguro de que nadie le ha seguido la pista?

—Seguro. Lo comprobé tan pronto como la tuve aquí.

—Estupendo. Bien, empieza a prepararla. La queremos aquí dentro de una semana.

—Muy bien. Le diré que nos vamos de vacaciones.

Mel retrocedió tambaleándose, desconcertada. Le costaba aceptar lo que acababa de oír. Escapar. Tenía que escapar de Ben. ¿Qué se proponía hacer con ella? ¿Brasil? ¿Óvulo? Sintió náuseas. Sin saber de dónde, sacó fuerzas para abrir la puerta del piso y echar a correr por la moqueta gris del pasillo.

—¿Mel? ¿Eres tú, Mel? —La voz de Ben le llegó débilmente. La puerta del ascensor se cerró con un susurro. Jadeando, la muchacha pulsó el botón del aparcamiento de los deslizadores.

Eso era. Cogería uno de los vehículos y volvería a casa. Correría a los brazos de sus padres. Tenía que contarles lo que acababa de oír.

No. Iría a la policía. Sí; eso es lo que haría.

La puerta del ascensor se abrió y Mel echó a correr hacia el deslizador. Cuando alargó la mano para abrir la portezuela, otra mano la asió por la muñeca.

—¿Adonde crees que vas?

—¡Ben! —exclamó sobresaltada—. Yo… pensaba ir de compras.

—¿Sin decírmelo? ¿Por qué estás tan pálida? —Ben se acercó aún más, con una expresión severa—. Si no hubiera bajado en el ascensor ultrarrápido desde el piso, no te habría alcanzado. ¿Por qué no subes un momento?

—No me apetece. —Mel se resistió, pero el hombre la arrastró lentamente hacia el ascensor.

—Quiero hablarte de un viaje que vamos a hacer.

La puerta se abrió y Ben empezó a introducirla en la cabina del elevador. La muchacha distinguió un destello plateado en la mano del hombre. Era una hipodérmica.

—¡Suéltame, cerdo!

Desesperada, le lanzó un puntapié y un rodillazo en la entrepierna, con todas sus fuerzas. Ben cayó al suelo con un sordo gruñido.