—¡Pensaba que me querías!
Mel volvió a golpearlo, pero él la agarró por el tobillo y la derribó.
—¡Perra mutante! ¿Estás loca? —Ben le cruzó el rostro de un bofetón—. ¿Crees que joder significa amar?
Ben alargó la mano hacia la jeringa caída en el suelo del ascensor. Melanie también pugnó por ella, apresurándose frenéticamente, y su mano se cerró en torno a la hipodérmica un segundo antes que la del hombre. Temblando, le aplicó la jeringa al cuello y escuchó el leve siseo del dispositivo que liberaba su contenido. Las facciones de Ben se relajaron. Sus ojos se cerraron y quedó tendido en el suelo, totalmente frío.
La mutante se atrevió a registrarle los bolsillos en busca de fichas de crédito y encontró su cartera. En ella había suficiente dinero para vivir durante un mes. Cogió también la llave del deslizador y montó en él. Tendría que abandonarlo en seguida, pero al menos la llevaría hasta la estación de metro más próxima. Y, desde allí, iría a buscar la lanzadera.
Entró en marcha atrás en el montacargas de los deslizadores, esperó a que la plataforma se elevara hasta el nivel de la calle y pisó a fondo el acelerador del vehículo hacia la libertad.
15
Michael contempló con ojos hambrientos una gruesa ciruela de color vino tinto que colgaba de una rama en el jardín delantero. Algunas de las mejores frutas maduraban en septiembre. Arrancó la jugosa esfera y abrió la puerta.
La casa estaba vacía. Dio un buen mordisco a la fruta, se detuvo para colgar su bolsa del gimnasio y luego puso en marcha el monitor de recepción de correo. Encontró el habitual surtido de consultas y contratos, y tomó nota mental de concluir las negociaciones con Haytel al día siguiente. La luz del mensáfono continuó parpadeando. Pulsó el botón correspondiente y en la pantalla cobró vida la imagen de su madre.
—Volveremos a casa dentro de dos días —dijo ésta—. Parece que los ataques de tu padre remiten, pero necesita más descanso. Nos veremos el martes.
Michael terminó la ciruela y arrojó el hueso al triturador de basura situado junto a la puerta. Hasta entonces había pensado que su padre aún era demasiado joven para empezar a padecer ataques, pero era evidente que se había equivocado. ¡Qué mezcla de plagas y bendiciones significaba la condición de mutante…!
Entró en la cocina y echó un rápido vistazo a las existencias de la despensa. Escogió unos burritos con hongos shoki y cerdo liofilizado. El frigorífico-convector se puso en marcha. Cuando sonó el timbre, hizo levitar los paquetes descongelados hasta el horno de convección, preparó el reloj y los dejó cocer tres minutos. Mientras ponía la mesa, se preguntó cómo sería no tener más que las manos para hacerlo todo. Muy lento. Seleccionó una bebida del bar y dio cuenta de ella mientras esperaba a que la comida estuviera hecha.
Pulsó el control automático de la pantalla de la cocina para que fuera pasando canales cada diez segundos. La pantalla, obediente, fue saltando de programa en programa: bailarines con el cuerpo pintado de negro y amarillo; películas antiguas, de hacía al menos veinte años, llenas de anticuados automóviles, ensaladas de tiros y mujeres chillando; debates políticos en los cuales unos periodistas vestidos con sombríos trajes grises de noticiario cubrían los acontecimientos mundiales veinticuatro horas al día; el canal de compras a distancia, que ofrecía imágenes caleidoscópicas de deslizadores, casas flotantes, viviendas en una urbanización de la Estación Luna, extensores corporales mecánicos, clips de orgasmo a energía solar y servicios especiales de cirugía plástica. Michael vio que la oferta de la semana era el realce de barbilla.
Dio un bocado a un burrito y saboreó el ardor de los pimientos picantes en la lengua. Lo que deseaba de verdad era ver a Kelly, pero ésta se encontraba de viaje con su padre por asuntos de negocios y no volvería hasta el fin de semana. Por eso estaba colgado con el vídeo. Por lo menos, Jimmy se había ido a pasar la noche a casa de unos primos.
Con los pies en la silla flotante que había colocado delante, se arrellanó entre los cojines azules rellenos de líquido y contempló la pantalla, donde las imágenes parpadeaban y cambiaban, parpadeaban y cambiaban. Uno de los canales le llamó la atención y ordenó al sintonizador que se detuviera en un programa de noticias. Un joven atractivo con una tupida mata de cabello castaño, una sonrisa resuelta y unos brillantes ojos dorados apareció en la pantalla en holovisión tridimensional.
«Stephen Jeffers —se dijo Michael—, la nueva esperanza mutante.» En vídeo aún tenía mejor aspecto. Buen mentón. Seguramente se lo habría retocado. Seleccionó otro canal y se detuvo, desconcertado por el aspecto familiar del videorreportero.
—Esperaba que me reconocieras —dijo el locutor, mirándole con aire ceñudo—. Despierta, muchacho.
Michael parpadeó, desconcertado. Después, esbozó una sonrisa.
—¡Skerry! Debería haberte reconocido. ¿Dónde estás?
—Más cerca de lo que imaginas. Escucha, tengo que hablar contigo, Mike.
—¿Aún sigues enfadado por lo sucedido en la reunión?
—Digamos que estoy disgustado. Por eso necesito verte.
—¿Cuándo?
—¿Qué te parece ahora?
—Bien. ¿Dónde?
—¿Conoces el Alta Tensión?
—¿En Mountain Side? Sí.
—Quedamos allí dentro de un cuarto de hora.
La imagen osciló y, de pronto, el locutor tenía el cabello rubio y los ojos azules. Skerry había desaparecido. Michael dio los últimos mordiscos al bocadillo, hizo levitar el plato hasta el lavavajillas y fue a reunirse con su primo.
El bar estaba vacío, iluminado por unos cuantos anuncios de cerveza con luces de neón rojas y azules y una hilera de focos blancos intermitentes. La mecabanda tocaba un tema de los I-Fours. Los ojos de Michael empezaron a acostumbrarse a la penumbra cavernaria. Hacía años que no entraba en el local. El Alta Tensión no era uno de los lugares favoritos de los mutantes y, desde el incidente de Melanie y la chica de la navaja, Kelly había preferido evitarlo.
Vio en la barra a una mujer atractiva de cabello negro lacio, que le dirigía una sonrisa amistosa. Vestía una túnica verde con un generoso escote que insinuaba una abundante delantera. «Debe de ser una profesional —se dijo Michael, aunque aun así notó un inconfundible cosquilleo voluptuoso—. Kelly, vuelve pronto.»
Una brillante flecha amarillenta distrajo su atención. Señalaba un reservado del fondo del local. Se dirigió hacia allí mientras la flecha bailaba delante de él. Skerry estaba acurrucado en el reservado. Michael envidió una vez más el dominio de la telepatía que tenía su primo, una habilidad mental que él nunca sería capaz de alcanzar. Michael se sentó en el cojín canela frente a él.
—Hola. Tómate un kimmer.
Skerry pulsó un botón de la mesa y el mecacamarero le sirvió un vaso a Michael.
—¿Qué sucede?
Skerry tenía cara de disgusto.
—Bueno, esta vez sí que la han armado buena.
Michael tomó lentamente un sorbo del ácido combinado, saboreando el gusto del alcohol.
—¿A qué te refieres?
—A que Stephen Jeffers no es lo que parece, querido primo.
—¿No? Entonces, ¿qué es?
—Es un hombre ambicioso… y peligroso.
Skerry se arrellanó aún más en el asiento.
—¿Ambicioso? No parece que eso sea tan terrible. A mí no me cae mal. Y, desde luego, ha sido nombrado con bastante facilidad. Además, estoy harto de que los mutantes andemos de puntillas, procurando no ofender a los normales. ¿Cómo sabes que ese tipo es peligroso?
Skerry apuró su copa y pidió otra.
—Porque me asomé a él y miré dentro, ¿vale?