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—¿Qué tiene eso de malo?

—Nada, sobre todo si uno es un tiburón interesado en desviar fondos a ciertos intereses especiales.

—¿Como cuáles?

—Los derechos de los mutantes.

Andie volvió a notarse sudorosa.

—Eso me ofende, me suena a racismo antimutante. Stephen no es ningún tiburón, lo que ocurre es que posee una gran capacidad y se mete a fondo en los asuntos. Trabaja tanto porque le interesa mucho lo que hace.

—Empiezas a hablar como tus propias notas de prensa —respondió Karim con un silbido.

—No seas cínico.

—Sobre todo con Stephen, ¿no es eso? —La voz de Karim sonaba ahora fría, cargada de ira—. Has cambiado mucho, Andie. Pensaba que tenías más perspectiva. Lamento haberte hecho perder un poco de tu valioso tiempo.

Se puso en pie.

—Karim, espera…

Andie se mordió el labio mientras le veía alejarse. Se dijo que Karim se estaba portando como un crío, convirtiendo una aventura de verano en mucho más de lo que había sido en realidad. No hizo caso de la voz insistente que le decía que ya le echaba de menos. Además, Jeffers iba a hablar al Senado sobre la investigación de Jacobsen dentro de apenas media hora. No tenía tiempo para ocuparse del berrinche de Karim.

Desanduvo el camino bajo el sol de finales de septiembre y llegó a su asiento en la cámara un par de minutos antes de la hora. El senador Sulzberger estaba concluyendo lo que debía de ser una prolongada perorata obstruccionista contra la Ley 173, la normativa que pretendía proteger la Base Marte de la explotación comercial.

Cumplida su misión, Sulzberger se sentó.

Impaciente, Andie siguió con la mirada a Jeffers, vestido con un traje gris confeccionado a mano, mientras subía al estrado. El senador colocó sus notas y dirigió una mirada a la sala.

—Señoras y caballeros del Senado, creo que estarán de acuerdo conmigo en que esta investigación ha durado demasiado —dijo a continuación—. Exijo que encontremos respuestas al asesinato de mi predecesora. Permitir que este caso continúe sin resolverse demuestra una increíble falta de diligencia. ¿Es éste el mensaje que queremos trasmitir? ¿Que se puede matar impunemente a un miembro de este augusto cuerpo?

«Acecha las gradas del senado como un gato montes», pensó Andie. Ante sus ojos danzaron visiones de eslóganes de campaña. Stephen era bueno, muy bueno. Las elecciones del año siguiente serían un éxito. Y, con el tiempo, quizás alcanzara un cargo más importante. Si Jacobsen hubiera poseído su carisma… En lugar de amenazas de muerte, Andie contaba ahora el correo de admiradores. Hasta los no mutantes le adoraban. El fondo para becas no le había perjudicado, ni tampoco la creación de la Fundación Cooperativa. Ya se hablaba de juegos de verano en los que se exhibirían las facultades de los mutantes.

«Mediagénico», le había llamado Karim con una sonrisa algo presuntuosa cuando había conocido a Jeffers. Bien; innegablemente, lo era. ¿Qué tenía de malo ser carismático? Eso sólo hacía a Stephen más eficaz en su cargo. Y era muy bueno en su trabajo. Había presentado tres propuestas de ley que guardaban relación con cuestiones mutantes y ya estaba siendo tanteado por otros senadores en busca de apoyo.

Un aplauso la sacó de su ensimismamiento. No le sorprendió que los colegas de Stephen le estuvieran aplaudiendo. El senador lanzó otra radiante sonrisa, hizo un modesto comentario y volvió rápidamente a su escaño. Por el camino, le dirigió un guiño a Andie.

El siguiente punto de la sesión era el informe del subcomité sobre el viaje a Brasil. Craddick presentó sus conclusiones, junto a unos comentarios adicionales de Jeffers. Horner estaba ausente, lo cual causó pocas lamentaciones entre sus colegas. Andie había revisado el material tantas veces que no pudo evitar desconectar durante la mayor parte de la declaración de Craddick. Volvió a prestar atención, sin embargo, cuando escuchó la voz de Jeffers.

—Coincido con las conclusiones del subcomité. Dado que no se han encontrado pruebas positivas, no puedo recomendar que se realicen más investigaciones, de momento.

¿Qué? Andie se frotó los ojos. Había esperado que Jeffers lanzara un vibrante llamamiento en favor de una acción inmediata. Ella le había mostrado todas las notas, e incluso el disquete. ¿Cómo podía quedarse allí sentado, asintiendo y diciendo que no había pruebas que apoyaran la continuación de las investigaciones? Había previsto que Craddick y Horner eliminaran del informe cualquier material potencialmente incendiario, pero ¿Jeffers? Colérica, regresó a la oficina a esperar al jefe.

—Todo ha salido bien —afirmó Jeffers sonriente—. Mejor de lo que esperaba.

—Me alegro de que piense así —replicó Andie—. Su comentario sobre el informe del subcomité ha sido una verdadera sorpresa para mí.

—Parece molesta.

El senador la miró, dubitativo.

—Lo estoy.

—¿Por qué?

—Pensaba que exigiría nuevas investigaciones sobre los experimentos genéticos en Brasil.

—No habría podido. La histeria que envolvió el asesinato de Jacobsen todavía no se ha apagado, y confirmar la posibilidad de que en el próximo futuro pueda haber más mutantes, supermutantes incluso, no haría sino avivar las llamas. Ni siquiera yo puedo arriesgarme a tal cosa, Andie.

—Así que prefiere ocultar el asunto bajo la alfombra del Senado.

—No estoy convencido del todo de que haya tanto por investigar como usted cree.

Andie estuvo a punto de responder que otros mutantes tenían un punto de vista distinto sobre el tema, pero una vocecilla interior le aconsejó que no lo hiciera. Aquél era un asunto de mutantes y ella no debía meterse.

—En fin, yo pensaba que defendería la continuación de las pesquisas con un poco más de energía.

Jeffers alargó las manos y tomó entre ellas el rostro de la mujer.

—Lo siento, Andie, la he decepcionado. Y este asunto significaba realmente mucho para usted, ¿verdad? Escuche, ¿qué le parece si quedamos a las siete, tomamos una copa y hablamos del tema mientras cenamos?

A Andie se le aceleró el corazón.

—Está bien —murmuró.

Tres horas después, los dos ocupaban una mesa en el lujoso comedor, débilmente iluminado, de un restaurante francés de dos estrellas en la avenida M.

—Por favor, trate de entender, Stephen —decía Andie—. Yo estuve en Brasil con Eleanor Jacobsen justo antes de que la mataran. Ahora siento que, de algún modo, le he fallado al no profundizar más en este asunto.

—Ha hecho usted cuanto ha podido —contestó Jeffers en tono conciliador—. Es maravilloso mantener vivo su recuerdo, y ya sabe lo que siento al respecto, pero no podemos desarrollar el trabajo cotidiano basándonos en cómo llevaría cada tema la difunta Eleanor.

—Pero ¿y si realmente se están realizando experimentos sobre supermutantes en Brasil? Desde luego, ésta es la impresión que da.

Jeffers dejó la servilleta en la mesa y marcó el código para pagar la cuenta.

—Bueno, sigo sin creer que ese disquete constituya una prueba concluyente. Además, creía que me había dicho usted que los mutantes están llevando a cabo su propia investigación en privado, de modo que el tema anda lejos de estar cerrado.

—Sí, pero…

—Andie, no podemos hacer mucho más oficialmente. Brasil es un país extranjero y no podemos arriesgarnos a provocar un incidente diplomático. Estoy de acuerdo en que la idea de cualquier experimentación con sujetos humanos es repugnante, pero no hay pruebas de que tal cosa se esté produciendo. Unos registros de partición de embriones en tubos de ensayo no significan que en alguna clínica de Río haya mujeres prisioneras a las que se haya fecundado a la fuerza. —Jeffers enarcó las cejas—. Eso suena a película de terror. «El doctor Ribeiros y la isla de los embriones mutantes.»