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Halden cerró el Libro.

«Todavía estamos esperando», coreó el grupo a su alrededor.

—Ahora, tomaos de la mano y compartid conmigo —susurró Halden, bajando la cabeza y cerrando los ojos. Alargó las manos a ambos lados y asió las de sus vecinos, que a su vez hicieron lo mismo con los que estaban junto a ellos, hasta que todos los congregados en torno a la mesa quedaron unidos en un círculo.

A regañadientes, Michael cerró los ojos y notó cómo se adueñaba de su cuerpo el familiar cosquilleo. El joven anhelaba y temía aquel momento en que la conciencia de sí mismo se desvanecía, reemplazada por el murmullo de la mente colectiva, por el sonido mental en el que no se distinguían palabras concretas, sino más bien un zumbido reconfortante similar al de un enjambre que produce cambiantes armonías. Se relajó, bañado por la calidez de la conexión. Todo quedaba comprendido, aceptado y perdonado. Ahora reinaba el amor. Michael flotó, suspendido en él, y se expandió en el calor de la mente colectiva como si fuera un gatito perezoso bajo un dorado rayo de sol. Y cuando el murmullo silencioso cambió de tono casi imperceptiblemente, devolviéndose al seno de su propia mente individual, se dejó llevar también por aquella suave marea.

Abrió los ojos. El reloj indicaba que había transcurrido una hora. Pese a haberlo experimentado a menudo, a Michael siempre le sorprendía que hubiera transcurrido tanto tiempo en lo que habían parecido apenas segundos. Volvió a ajustarse la chaqueta verde para protegerse del frío.

Junto a él, los demás bostezaban, se frotaban los ojos y sonreían dulcemente. Su tía Zenora le guiñó un ojo desde el otro lado de la mesa, y Michael sonrió, pensando en las deliciosas galletitas que probablemente la mujer había guardado para más tarde. Su aroma impregnaba el aire con un tentador perfume a chocolate.

La puerta principal se abrió y entró el padre de Michael con los labios apretados.

—James, te has perdido la comunión —le dijo Halden con voz grave—. ¿Negocios, como de costumbre?

—Me temo que sí —respondió Ryton, dulcificando su expresión—. Ya sabes cuánto me disgusta faltar a ella, sobre todo ahora que tú eres el Guardián del Libro, Halden.

—Bien, primo, aún queda la sesión de mañana —asintió Halden—. Ven a tomar una copa.

Los dos hombres se abrazaron brevemente, dándose unas palmadas en la espalda.

«¡Qué extraña pareja!», se dijo Michael. Su padre era rubio y delgado, mientras que su tío era moreno y parecía un oso. Sin embargo, eran muchos sus parientes mutantes que no guardaban el menor parecido. Tal hecho tenía una explicación en las Crónicas, como bien sabía. En las Crónicas había explicación para todo, si uno buscaba lo suficiente, pero estaban escritas en aquel lenguaje arcaico, no científico, que no contribuía a despejar las dudas del muchacho.

Los mutantes habían aparecido por primera vez hacía más de seiscientos años. Al parecer, les había precedido un fenómeno meteorológico de algún tipo. Las Crónicas hablaban de cielos de los que llovía sangre y de vacas que parían terneros con dos cabezas. Sin embargo, por lo que Michael había estudiado, en el siglo XV este tipo de prodigios se producía continuamente.

También sabía que tanto los científicos mutantes como los teóricos normales consideraban que la exposición a cierto tipo de radiaciones potenciaba una tendencia natural hacia la mutación. Tal vez se había producido una lluvia de cometas o de meteoritos que había provocado toda clase de mutaciones en la generación inmediatamente posterior al suceso. Muchas de ellas habían sido inviables: mutaciones extrañas, estériles, condenadas. Sin embargo, algunas estirpes mutantes de Homo sapiens sobrevivieron y prosperaron. Sus capacidades mentales estaban potenciadas. Algunos mutantes desarrollaron facultades telepáticas en diferentes grados, y otros adquirieron poderes telequinésicos, también de diferente alcance y fuerza. De vez en cuando, un mutante presentaba más de una facultad: precognitivo, nublador de la percepción, telepirógeno. Esporádicamente, surgía alguno dotado de una facultad o una energía grandiosas, pero eran casos extraordinarios. Los poderes de los mutantes eran huidizos y, a menudo, difíciles de controlar.

Los ojos constituían un extraño carácter secundario sobre el cual había muchas teorías. Durante la mitad del año, Michael consideraba que todo aquello sonaba bastante a cuento de hadas. Hasta que llegaba de nuevo la temporada de los mutantes en el ciclo anual.

Cuando era niño, siempre había escuchado con cautivada atención la historia del clan, que se contaba cada año durante la lectura ritual. Ahora, casi habría sido capaz de repetirla dormido. La historia narraba la lucha de sus antepasados por la supervivencia, dolorosamente conscientes de sus extraños poderes y de la posibilidad de reacciones violentas, motivadas por el pánico de la mayoría «normal». Por eso habían creado enclaves protegidos de las miradas curiosas y de las preguntas comprometedoras. Durante siglos, los mutantes habían vivido marginados de la sociedad, como ladrones, alquimistas, brujos y hechiceros. Algunos habían sido quemados en la hoguera, mientras que otros habían llevado una vida de lujo inimaginable. Una parte de ellos se había dedicado al circo, pues los mutantes resultaban buenos feriantes…, y mejores desvalijadores de casas.

Extraños, solitarios y reservados, sobrevivieron y se multiplicaron, pero siempre bajo numerosas sombras. Además del temor a su descubrimiento público y a su persecución en épocas pasadas, los mutantes habían tenido que afrontar el hecho de que sus vidas eran más breves que las del Homo sapiens normal. Con frecuencia, los varones mutantes morían antes de cumplir los sesenta. Sobrevivir más tiempo era arriesgarse a la locura. Michael había escuchado con escalofríos las historias de los lugares apartados donde, mantenidos por el clan, deliraban los ancianos, lejos de los ojos y oídos normales. El índice de suicidios entre los mutantes adultos doblaba al de la población normal. Y, a cambio de la brevedad de sus vidas, disfrutaban de unos poderes que resultaban, como mínimo, inestables y de poco fiar.

Comunidades dentro de comunidades. La estirpe mutante había sido preservada mediante una cuidadosa endogamia. Y el precio de ésta era caro. No resultaba extraño que la gente como su padre recelase de mostrarse a la curiosidad pública. Los mutantes estaban orgullosos de su herencia y no se sentían seguros de la reacción de los normales, ni siquiera ahora. A Michael, en cambio, la idea de pasarse la vida encerrado con su familia en aquel lugar empezaba a resultarle insoportable. Cuatro años de universidad le habían mostrado un mundo deslumbrante y lleno de posibilidades fuera del clan.

El joven miró a su alrededor y vio un grupo numeroso y tierno que, probablemente, jamás comprendería lo que sentía. Tío Halden tenía los huesos grandes y un vientre generoso. En oposición a su solidez osuna, el padre de Michael era mucho más bajo, delgado, rubio y de tez más dorada. Michael sabía que se parecía a su padre, aunque los orígenes asiáticos de su madre habían proporcionado un tono un poco más intenso a su piel y un aire algo más exótico a sus ojos. Pero era sólo un ingrediente más en el caldero mutante. En el fondo, Michael estaba convencido de que los mutantes eran cien por cien Homo sapiens. Respecto a la naturaleza de aquellos extraños genes mutantes…, bueno, que se ocuparan de eso los genetistas del clan.

Había oído hablar de mutantes con un solo ojo, con la piel escamosa o con siete dedos en cada mano, pero se rumoreaba que vivían recluidos en la Costa Oeste. Dio gracias de que su rasgo físico más destacado fuera el pliegue epicántico que le arrugaba los párpados, gracias a Sue Li Ryton, su madre. Melanie, con su cabello oscuro, tenía un aire un poco más asiático, y Jimmy era, de los tres, el más parecido a su madre.