—¿Quiere que la ayude con el equipaje? —preguntó el hombre.
—No, gracias —contestó Andie, bajando del vehículo.
—Que se divierta con el jefe —dijo Canay—. Nos ocuparemos de todo hasta su regreso.
Se despidió con un gesto y se marchó. El mecamozo recogió las maletas, revisó el pasaje de Andie y le indicó que la lanzadera estaba embarcando. La joven se dirigió a la puerta, impaciente por disfrutar de unos días de sol. Los comentarios de Canay la tenían extrañamente obsesionada. ¿Y qué, si a Ben le gustaban las mujeres mutantes? Si era tan estúpido como para liarse con gente que le robaba y destrozaba sus pertenencias, era asunto suyo. ¿Por qué tenía ella que preocuparse por su estúpida novia y su estúpido coche? Haciendo caso omiso de su inquietud, corrió a tomar la lanzadera.
21
«Hacerme invisible —pensó Michael—. Arrojarme al mar y dejarme flotar…» Deseaba ser alga y espuma marina. Tiritando de frío, contempló las grises olas que rompían en la orilla. Llevaba ya dos días ocultándose, desde aquel momento espantoso de la reunión del clan en que Jena había intentado exigirle responsabilidades.
«En cualquier momento —se dijo casi en una súplica—, Skerry me mandará un recado telepático para que me reúna con él.» Pues siempre sabía cuándo tenía problemas. Y él acudiría a la cita. Se convertiría en otro proscrito del clan y se pondría en contacto con Kelly. Ella volaría a Vancouver para celebrar una boda clandestina y convertirse en la esposa de un proscrito.
¡Ah, si hubiera podido ponerse en contacto con Skerry! Pero el número que le había dado meses atrás estaba desconectado. El día anterior, Michael lo había estado probando durante dos horas, marcando una y otra vez.
¿Michael?
La voz fue un levísimo susurro en su mente. El muchacho se volvió con un jadeo.
—¿Skerry?
Michael, ¿me oyes?
—Sí, Skerry —respondió. Casi le saltaron las lágrimas de alivio—. ¿Dónde estás?
No soy Skerry, querido. Soy tu madre.
—¡Oh! —exclamó Michael, dejándose invadir por el desánimo.
Sue Li apareció en la playa, caminando hacia él con la capa hinchada al viento como un par de brillantes alas rojas y doradas. Los sueños de escapar de Michael se desmoronaron a cada paso que ella daba.
—Vuelve —dijo Sue Li.
—No.
—Estoy segura de que no quieres convertirte en un proscrito. ¿Entiendes bien lo que eso significa?
La mujer se sentó a su lado sobre la arena húmeda.
—Sí —respondió Michael—, que ya no tendré que asistir más a esas malditas reuniones.
En el rostro de Sue Li se formó una sonrisa.
—Tal vez ésa sea una de las pocas ventajas, pero ¿realmente quieres abandonarnos a todos? ¿Dejar a tu familia, a tus amigos, incluso tu trabajo?
—Puedo hacerlo, si quiero.
—La cuestión es si realmente quieres.
—No lo sé.
Michael fijó la mirada en las olas. Sue Li continuó hablando con voz tranquila.
—Entonces, vuelve.
—¿Por qué?
—Es nuestro modo de obrar.
—Me importa un cuerno nuestro modo de obrar. Jena me tendió una trampa.
—Lo sé.
—¿Y no te importa? —Michael se volvió hacia ella—. ¿De veras quieres por nuera a Jena?
Sue Li suspiró.
—Ya no se trata de que quiera o no. En cierto modo, desearía que Kelly y tú escaparais juntos. Podría soportar ser la madre de un proscrito.
—¿De verdad?
Michael la miró con sorpresa. Sue Li apartó de sus ojos un mechón de cabello.
—Sí, pero no soportaría ser la abuela de un niño medio proscrito —añadió suavemente.
—No la quiero, madre.
—Eso también lo sé, pero ahora tienes una responsabilidad que va más allá de tus deseos.
—¿Te refieres al niño?
—Sí.
Airado, Michael rehuyó su contacto.
—¡Maldita sea! ¿Por qué no aborta? —exclamó.
—Ya sabes por qué. El clan lo prohíbe.
—¿Y mi felicidad? —insistió, con voz desgarrada.
Sue Li esbozó una triste sonrisa.
—Tal vez descubras que la felicidad llega con el tiempo, y cuando uno menos la espera.
—Podría escapar…
—Podrías. Hay una estación de metro en la esquina, y yo misma te daré el dinero para el billete, si decides marcharte. Pero ¿adonde vas a ir, Michael? ¿Qué harás? ¿Y qué haré yo si pierdo otro hijo?
La voz de Sue Li era suave.
Michael encogió las rodillas hasta que tocaron su frente y se meció adelante y atrás sobre la arena mojada. Entre sus párpados cerrados brotaron lágrimas.
«Kelly, Kelly… Lo siento, Kelly. Lo lamento tantísimo…»
Notó la mano de su madre en la nuca. Reprimió un sollozo y alzó la cabeza, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano. Contempló las olas verdosas, que proseguían su eterna danza rítmica con la gravedad. Finalmente, asintió.
«Muy bien», pensó.
—Volveré —dijo—. Por el niño y por ti.
—¿Lo dices de veras?
Michael asintió otra vez. Se incorporó y ayudó a su madre a levantarse.
—Te quiero, Michael —susurró ella, poniéndose de puntillas para darle un beso en la mejilla—. Siento pena por ti.
—Seguiré amando siempre a Kelly.
—Lo sé.
Sue Li le tomó de la mano y volvieron juntos a la reunión del clan, con la capa de la mujer ondeando en torno a ambos.
Al aparecer en la sala de reuniones, Halden los recibió con un suspiro de alivio.
—¿Le has encontrado? Bien, no quería retrasar las cosas un día más. —Emitió una llamada mental al orden y, a continuación, se dirigió a Michael—: ¿Has vuelto por tu voluntad?
Michael permaneció en silencio y contempló a los miembros del clan que asistían a la reunión. Un centenar de ojos dorados le devolvieron la mirada.
—Sí —declaró—. Pido perdón por la interrupción.
—Tendré que pensármelo —replicó Tela con severidad.
—Yo creo que deberíamos ser comprensivos con la confusión de nuestro joven hermano —apuntó Halden en tono más benevolente.
En torno a la mesa hubo gestos de asentimiento.
Michael tomó asiento junto a Jena. Ella, con las mejillas encendidas, le dirigió una sonrisa trémula.
«Me quiere de veras —pensó el muchacho—. Lo bastante como para haberme atado a ella de esta manera, incluso a riesgo de sufrir mi cólera, mi odio y mi rechazo.»
Observó a su prometida. Era hermosa, alta, fría y rubia. Michael pensó en otra mujer más baja, con el cabello oscuro y una sonrisa vivaracha, y apretó los labios en una mueca de dolor.
«Kelly —se dijo—. He esperado demasiado.»
Jena le apretó la mano. Michael volvió a mirarla. «No la quiero —pensó—, pero tal vez no la odie. Y quizá sea amable con ella algún día.»
Michael cerró también los ojos, mientras Halden iniciaba el cántico de despedida que cerraba su destino.
La playa era de arena volcánica negra, en la que centelleaban las escamas de mica. Aquel día de invierno insólitamente caluroso, la arena absorbía el calor del pálido sol hasta resultar demasiado ardiente para caminar por ella.
Andie corrió en dirección a la toalla emitiendo débiles grititos. Stephen alzó la vista de su pantalla de notas y sonrió bajo el sombrero de jipijapa.