—¡Ah, el paraíso! —exclamó Andie con un lamento, frotándose los pies—. Cuando me hablaste de Santorini, nunca pensé que terminaría con ampollas en los pies.
—Ven, toma un sorbo —contestó Jeffers, ofreciéndole una jarra plateada de retsina—. Te aliviará.
El senador se concentró de nuevo en la pantalla de notas.
Andie tomó un trago de aquel vino verde pálido, con aroma a pino. Su sabor, frío y amargo, resultaba vigorizante. Se tumbó en la hamaca playera y admiró las aguas azul turquesa del Egeo. ¡Qué idea tan perfecta ir allí! Habían pasado los últimos tres días explorando las ruinas de Akrotiri envueltas en cenizas, paseando por los riscos más elevados de la isla y haciendo el amor entre las paredes encaladas de su suite privada del espléndido hotel, situado en la ladera del antiguo volcán. Washington estaba a miles de kilómetros. La joven cerró los ojos y dejó que el sol la acariciara hasta amodorrarla.
Un grito la sacó de su estado. Dos mujeres gruesas con trajes de baño negros chillaban a la orilla del agua y señalaban algo. Muy lejos de la orilla, donde las aguas adquirían un tono azul más intenso, se distinguía una cabeza oscura entre la espuma. Demasiado lejos. La cabecita desapareció bajo las olas, volvió a asomar chapoteando y se sumergió de nuevo.
—¡Stephen! ¡Ese niño se está ahogando! —gritó Andie.
Al tiempo que daba el aviso, saltó de la hamaca y corrió hacia el agua. Era una buena nadadora en la piscina, pero aquello era el mar, frío y poderoso. Las olas eran implacables. Tan pronto como se sumergió en el agua, la fuerza de la corriente empezó a tirar de ella. La cabecita quedaba muy lejos. Andie buscó aire entre jadeos. En ese instante, otro nadador pasó a su lado, sin batir los pies, dejando tras sí una visible estela en su rápido avance.
Con gran esfuerzo, Andie llegó de nuevo a la orilla jadeando, a tiempo de ver sumergirse otra vez la cabecita. Conteniendo el aliento, esperó a que volviera a asomar. Momentos después, otra cabeza de mayor tamaño y de cabello más claro apareció en el mismo lugar.
Era Jeffers.
Andie se admiró de que hubiera llegado allí tan pronto. ¿Cómo lo había hecho?
Jeffers se sumergió, y su espalda reflejó el sol antes de desaparecer. Los espectadores aguardaron con impaciencia. Pasaron los segundos. De pronto, un chorro de agua verde se alzó de la superficie, y tras él saltó el chiquillo, como si fuera el tapón de una botella, seguido inmediatamente por Jeffers. En un abrir y cerrar de ojos, los dos estuvieron en la playa y fueron rodeados por una ruidosa multitud.
Jeffers respiraba entrecortadamente, pero el chiquillo estaba inmóvil, con los labios amoratados. Andie empezó a prestarle los primeros auxilios. ¿Debía llamar a un mecamédico? ¿Disponía de tiempo para hacerlo? El niño seguía inmóvil, insensible.
—Por favor —susurró Andie—, no te mueras. Por favor…
Unas manos frías la asieron por los hombros y la apartaron.
—Déjame a mí.
Jeffers se inclinó sobre el niño, le puso una mano en el pecho y la otra en la cabeza, y cerró los ojos. En su frente aparecieron unas profundas arrugas de concentración, y Andie le oyó emitir un murmullo gutural, confuso. Jeffers descubrió los dientes en una mueca, y el niño se agitó convulsivamente. Los músculos del cuello del mutante estaban tensos como cuerdas. El niño tosió y rompió a llorar.
Su joven madre se arrodilló a su lado y apretó al pequeño contra su pecho, llorando de alegría mientras la multitud prorrumpía en vítores.
Pálido y mareado, Jeffers cayó hacia atrás, respirando pesadamente. Andie cogió la jarra de retsina y se la tendió. Él bebió con avidez; en un instante recuperó el color y su respiración volvió a ser normal.
—He tenido que sumergirme mucho para encontrarlo —explicó.
—¿El mar es muy profundo ahí fuera? —preguntó Andie.
—No se trata del mar, sino de su mente. Casi lo pierdo. —Jeffers tomó otro trago de vino—. Primero he intentado ponerle en marcha el corazón, pero había pasado demasiado rato bajo el agua. He tenido que llamar e insistir. No soy muy bueno para esto, lo que ocurre es que mi madre era sanadora y me enseñó un poco de sus artes.
Andie notó que un escalofrío le recorría la espalda.
—¿Cómo has llegado tan deprisa hasta él? —quiso saber.
—Por telequinesis. Casi llego demasiado tarde.
—Yo diría que lo has hecho justo a tiempo.
Andie lo rodeó con sus brazos y lo condujo de nuevo a la toalla, sin apenas notar la arena ardiente bajo sus pies. Jeffers se tumbó al sol, completamente exhausto.
—Creo que dormiré un rato —dijo. Cerró los ojos y perdió el conocimiento.
Andie echó un vistazo a la pantalla de notas, que el senador había arrojado a un lado y yacía en la arena oscura, medio enterrada entre los negros granos. La recuperó y la limpió. En la pantalla, en letras ámbar, se podía leer una lista de clínicas y centros médicos de las islas Cicladas.
Lo dejó dormir media hora y luego lo despertó dándole golpecitos con la punta del pie.
—Ven, volvamos adentro. Son casi las cinco.
Ya en la habitación, Andie se desprendió de su bañador de piel sintética, y programó el reloj y la temperatura del agua para tomar una ducha. Las cabezas gemelas de la ducha lanzaron hilillos de plata líquida sobre las baldosas rojas.
—¿Quieres entrar conmigo? —preguntó ella, insinuante.
Jeffers le dirigió una sonrisa picara.
—Estaba deseando que me lo pidieras.
Se metió en la ducha detrás de ella y acorraló a la muchacha contra la pared.
—¡Stephen!
Jeffers la besó con pasión y deslizó una mano entre las piernas de Andie. Una cálida excitación subió por el cuerpo de la joven al contacto. Se estremeció de placer y enroscó las piernas en torno a él, dejando que el agua caliente le acariciara el cuello y los pechos. Llegó rápidamente al orgasmo, casi gritando en su frenesí. Con unas profundas embestidas, Jeffers no tardó en seguirla. Después, se dejaron caer lentamente sobre las baldosas, en una maraña de brazos y piernas. Al cabo de un momento, el agua dejó de fluir automáticamente.
Andie alcanzó una toalla. Envuelta en sus suaves pliegues, de algodón sintético rosa, se dejó caer en la cama. Jeffers se tendió a su lado, desnudo, y ella le pasó la mano por el pecho con gesto vago.
—Háblame de tu madre —le pidió.
Las sábanas de color melocotón estaban deliciosamente suaves y frescas bajo sus cuerpos, y Andie se dejó llevar por la agradable lasitud que solía seguir a sus encuentros amorosos. Jeffers se encogió de hombros.
—Ya te lo he explicado. Era una sanadora.
—¿Sólo para mutantes?
—No. Trabajaba como psicóloga, así que también debió de curar a no mutantes.
—¿Dónde está ahora?
—La mataron en los disturbios del noventa y cinco.
—¡Dios mío! ¿Tú estabas presente?
Jeffers volvió el rostro hacia la pared.
—Sí. La multitud se nos echó encima. Mi madre me obligó a meterme bajo un deslizador y me dijo que no saliera hasta que pasara el peligro. Vi su cuerpo, tendido allí. Finalmente, la policía se la llevó. —Hablaba en un susurro, pero Andie percibió el espanto de aquella escena casi como si hubiera estado presente. Helada, se cubrió con la ropa de cama.
—¿Cómo saliste de allí?
—Mi padre me encontró, cuando ya era de noche.
Jeffers dio media vuelta y miró a Andie. A la media luz de la habitación, sus ojos tenían un brillo espectral.
—Tú no recuerdas los disturbios, ¿verdad?
Andie movió la cabeza en gesto de negativa.
—Sólo tenía ocho años —dijo—. Recuerdo que mis padres hablaban del asunto, y que me enfadé mucho un día que tenía examen en la escuela y no pude salir de casa, pero no conservo ninguna imagen de los disturbios.