Miró a Jeffers y pensó en el niño al que acababa de salvar; y también en aquel día, veintidós años antes, en que había tenido que esperar, ansioso por ser rescatado, junto al cuerpo sin vida de su madre. Sintió una punzada de una emoción extraña. Parecía amor. O lástima, quizás.
Tendido en la cama, parecía un ídolo dorado, una escultura pagana de algún culto de adoradores del sol. De su piel bronceada, de sus ojos dorados, de su cabello tostado, irradiaba luz. Aquella tarde estaba espléndido. Andie se dijo que sería capaz de casarse con un hombre como aquél.
¿Casarse con el hombre dorado? Siguió observándole con los párpados entrecerrados. Por primera vez, Andie concibió ciertas esperanzas. Sí, tal vez pudieran estar juntos. Y estar bien. Juntos podrían acercar más a mutantes y no mutantes. Trabajar por el mismo objetivo y, a la vez, amarse. Sí; de algún modo, se casaría con él. Sí. Sí. Sí.
Siguió tendida, soñolienta.
—La ducha me ha sentado muy bien. Quizá eche una cabezada.
—Muy bien.
Jeffers le apretó el hombro y se levantó de la cama. Andie se sumergió en unos sueños extraños. Stephen salvaba al niño una y otra vez. Luego, sus facciones cambiaban: era el rostro de Ben Canay, y también intentaba salvar a un chiquillo. No, ahora era a una chica, una pequeña mutante. ¿O más bien trataba de ahogarla? Y la chiquilla le resultaba extrañamente familiar.
«¡No! —gritó Andie en el sueño—. ¡Sálvala! ¡Sálvala!»
Se incorporó hasta quedar sentada. Notaba el corazón desbocado, y el pelo pegado a la espalda y a los hombros a causa del sudor. El otro lado de la cama estaba vacío. Oyó la voz de Jeffers, procedente del otro extremo de la suite, pero no distinguió sus palabras. Probablemente estaría hablando por la pantalla con alguien de Washington, pensó medio adormilada.
Volvió a tenderse, temblando, hasta que se le normalizó el pulso.
«Ha sido un sueño —se dijo—. Sólo un sueño.»
Poco a poco, cayó de nuevo en un sueño inquieto, perturbado por la imagen fantasmal de una muchacha mutante que se ahogaba.
El viaje de regreso una vez finalizado el Consejo Mutante transcurrió deprisa. Muy deprisa. Michael tuvo el corazón encogido en todo instante, desde el despegue hasta el aterrizaje. Pero una vez en su habitación, no pudo retrasar por más tiempo la decisión.
Con los dedos entumecidos, conectó la pantalla del escritorio y marcó el código de Kelly.
«Por favor, que no esté en casa», pensó.
Kelly respondió al tercer zumbido.
—¡Michael! ¡Has vuelto pronto! —exclamó, radiante de alegría—. Pensaba que te quedarías hasta después de Año Nuevo. ¿Qué tal ha ido?
—Quiero verte, Kelly.
La sonrisa de la muchacha se apagó.
—¿Sucede algo malo?
—Tengo que hablar contigo. ¿Podemos vernos en el acueducto dentro de un cuarto de hora?
—¿Esta noche? —preguntó ella con cara de sorpresa—. Desde luego. Oye, Michael, ¿te encuentras bien?
—Te lo explicaré todo cuando nos encontremos.
Con un temblor en las manos, cortó la comunicación.
En cinco minutos, el deslizador le llevó al acueducto. La calzada estaba cuarteada como el barniz de uno de los jarrones antiguos de cerámica favoritos de su madre. Un solitario árbol de Navidad abandonado yacía de costado en un talud de nieve; las cintas de oropel habían perdido ya parte de su brillo.
Sumido en la penumbra, Michael pateó unos fragmentos sueltos del viejo asfalto gris bordeado de alquitrán y se arrebujó bajo el anorak también gris. El sol se había puesto y se preparaba otra tormenta de invierno.
«Ojalá estuviera en Canadá —se dijo—. O en Sudamérica. En cualquier otra parte, haciendo cualquier otra cosa.»
El viejo acueducto era el lugar de reunión favorito de los chicos de instituto que querían usar una jeringa o pasar un buen rato con el chupigoza. Ahora, afortunadamente, estaba desierto.
«Date prisa, Kelly», suplicó en silencio.
Un deslizador azul marino se detuvo junto a él. Kelly le dirigió una sonrisa luminosa desde detrás del volante, desconectó la batería y salió del vehículo. Llevaba un anorak rojo, medias térmicas negras y botas plateadas. Tenía un aspecto maravilloso.
—¡Ah, cuánto te he echado de menos! Creí que no volverías nunca de esa reunión.
Le arrojó los brazos al cuello, y Michael la besó tiernamente. Notaba la garganta como de papel de lija. Por fin, se liberó del abrazo.
—Caminemos un rato —dijo con voz ronca.
En el ceño de Kelly apareció un profundo surco.
—¿Algo anda mal? —preguntó.
Michael suspiró. Las mentiras que medio había pensado contarle se borraron de su mente.
—Todo —confesó.
—¿Qué quieres decir?
El muchacho se volvió y la miró a los ojos.
—No puedo seguir viéndote.
Kelly abrió unos ojos como platos.
—¿No puedes o no quieres?
—No puedo. No me mires así, Kelly. Es muy difícil de explicar.
Cerró los puños, y ella los cubrió con sus dedos.
—Inténtalo.
—Tiene que ver con asuntos de mutantes. Tengo que casarme.
Kelly dejó de avanzar.
—¿Que tienes que casarte? ¿Qué significa eso?
—Hay una chica mutante… Está embarazada…
—¿De ti?
A la muchacha se le quebró la voz.
—Sí.
Michael la vio mantener el dominio de sí misma a duras penas.
—¿Y no puede abortar?
—No.
—¿Por qué?
—El clan no lo permite.
—¿Qué quiere decir eso de que no lo permite? ¿Qué clase de clan es ése? ¿Un clan policial?
—No se trata de eso. ¡Maldita sea! Sabía que no lo entenderías.
Kelly se sentó en un fragmento de hormigón que sobresalía del suelo.
—¿La quieres? —preguntó.
—No.
Michael se arrodilló a su lado y tomó el rostro de la joven entre sus manos.
—¿Me quieres? —susurro ella al cabo de un larguísimo silencio.
—Sí. —El mutante apartó la vista, reprimiendo las lágrimas—. Pero eso no tiene importancia. No puedo casarme contigo, Kelly. Ahora, no. Aunque quiera.
Se incorporó.
—¿Por qué no? —replicó la muchacha—. ¿Qué podría hacerte el clan?
—Declararme proscrito. No ha sucedido nunca, y sería una gran vergüenza para mi familia. Si no cumplo con mis responsabilidades ante el clan, todo el mundo evitará el contacto con mis parientes. No puedo hacerles algo semejante.
—De modo que has decidido comprometerte con una mujer a la que no amas y destrozar tu propia vida, ¿no es eso? ¿Por ellos? —Kelly alzó la voz—. ¿Por esos mutantes? ¿Te das cuenta de lo que te estás haciendo?
—Tú no lo comprendes.
—¡Desde luego que no, Michael! ¿Cómo puedes destrozarte así la vida? ¿Cómo puedes destrozar así la de los dos?
Kelly echó a andar hacia el deslizador. Michael alargó la mano y la cogió por el hombro.
—Sabía que hubiera debido mentirte —murmuró con amargura.
La muchacha sacudió la cabeza, agitando con furia su negra melena de un lado a otro.
—No te hubiera creído. —Kelly le tomó de ambas manos—. Michael, podemos huir juntos esta noche y casarnos en Delaware. No podrán hacernos nada.
El mutante aspiró profundamente. Las lágrimas le provocaban escozor en los ojos y en el fondo del paladar.
—Ojalá pudiera. ¡Ay, Kelly, si supieras cuánto desearía poder hacerlo! Pero no es tan sencillo como tú haces que parezca.
Un destello brilló en los ojos de la muchacha.